O eso es lo que dejan entrever los disparatados comentarios del último artículo de Adriana Pérez Bonilla, y su addendum. Un puñado de lectores, practicantes entusiastas del cyber-bullying, le reprochan a la autora el temer por su vida al recorrer un camino no alumbrado donde los propios vigilantes le previenen de lo «candela» que es la zona.
Según estos genios de la retórica, todos deliramos: los caraqueños miedosos, los vigilantes, la población que teme recorrer una ciudad fracturada y dividida en guetos. ¿Cuál es la prueba de esto? El argumento genial según el cual en el Centro de Caracas hay gente.
¿En serio? Fíjense que nosotros, los sifrinos, imaginábamos el Centro de Caracas como una de las ciudades abandonadas de The Walking Dead. Gracias por explicarnos que «hay gente».
Luego se explayan en su análisis antropológico afirmando que esta «gente» no «teme por sus vidas». ¿Cómo lo saben? Pues igual que un Europeo que va para la India y regresa para explicarte que allá no hay ningún problema, que todo está chévere: porque la gente sonríe. Ah, y no corre.
Brillante.
Resulta que la inseguridad de Caracas es soportable -saben, una cosa cultural como caminar por la izquierda en el Reino Unido o tocar tango en Argentina-, porque hay gente en la calle, «haciendo cosas». Extensión maravillosa del relativismo mal entendido: acá somos así. ¿No te gusta? Eres un sifrino.
Mientras haya gente «en la calle», «viviendo sus vidas», todo está bomba. Somos unos paranoicos víctimas de la manipulación mediática.
Miren, ¿saben en dónde también hay gente «en la calle»? En Bagdad. En Kaboul. En la Franja de Gaza. En todas partes del mundo «hay gente», gente que sufre, que padece, que sobrevive. Pero ustedes son tan «solidarios» con el sufrimiento de los demás, que actúan como alguien que ve un Palestino y le dice, «¿qué te pasa, chamo? ¿Tienes miedo de ese tanque de Tsahal? Qué sifrino eres. ¡Mira esa pila de gente allí caminando! La vida continúa».
Pues lo siento, Caracas es una de las ciudades más infernales, inseguras y difíciles a soportar del mundo. No soy anti-caraqueño por decirlo, todo lo contrario. Porque la ciudad no siempre fue así. Había una movida cultural, había intelectuales en Sabana Grande, en los cafés, caminando, por decir lo mínimo. Ya no los hay.
La diferencia entre ustedes y nosotros, es que a nosotros nos duele, nos duele muchísimo, quisiéramos que las cosas fueran mejores. Ustedes se encogen de hombros y responden que todavía hay una tasca chévere en el Centro de Caracas.
La ciudad se cae a pedazos, el país se queda sin puentes, pero el conformismo sigue existiendo. Al menos no se engañen: eso no es «querer» a la ciudad. Eso es permanecer inmóvil ante el problema, estático, sin querer cambiar nada.
Equivale a odiar a la ciudad, a celebrar con champaña mientras se hunde el Titanic.