Vamos a jugar a un juego macabro, como en «Saw».
Yo te describo al personaje y tu lo identificas en el foro, si te provoca.
Me impresionó verlo en semejante estado de indigencia.
Su imagen era distinta a la de sus fotos heroicas de Google y de la prensa nacional.
Todos le consideran un poeta ilustre.
Le dedicaron entrevistas, especiales, reportajes.
Los periodistas reseñaron con encomio sus publicaciones, cuando llegaron.
Pero hoy es una sombra de sí mismo, un zombie.
Lo descubrí a las ocho y media de la mañana en la cola de un banco, al lado de un barrio.
Yo vivo en otro lado, pero debo ir al banco al lado del barrio, porque allí me abrieron mi cuenta para cobrar mi quince y último del trabajo.
Soy un proletario de la escritura.
Temo acabar mis días como el poeta indigente.
Pobrecito, subió de peso, camina con dificultad, lleva las corneas hinchadas de sangre.
No debe haber pasado una buena noche.
Según me dicen, lo operaron recientemente.
La crueldad de la vejez se ceba en él.
Habla con voz aguardentosa, abre la boca para respirar como león y pide permiso para acceder a la cola de clientes prioritarios.
Todos le gritan y lo insultan.
Él entra al banco.
Una señora dice: es un abusador.
Otra la acompaña e increpa al poeta: señor, haga su cola.
Yo intento interceder: déjenlo quieto, es premio nacional de cultura, es un venezolano ilustre.
Me miran con odio por 10 segundos y siguen con la intimidación, la insultadera, cual talk show o sesión de la Asamblea Nacional.
Así es el bravo y consciente pueblo de mi país.
Un dechado de virtudes.
Informado de su contexto.
Sensibilizado por el dolor de los demás.
Yo pensaba en Susan Sontag y en sus ensayos sobre la enfermedad.
En algún instante, el poeta indigente se queda parado en medio del banco.
Se tambalea, consumido por el alcohol y la diabetes, con la barriga apenas tapada por la camisa y el pantalón roído.
Zapatos viejos sin medias.
Luce agotado, cansado.
Le hace falta un enfermero a su lado.
No se puede sostener.
Yo le pregunto: ¿se siente bien poeta?
Él sonríe. El reconocimiento le inyecta una buena dosis de autoestima. Se repone y me mira. «Estoy bien, muchacho, no se preocupe», me afirma.
Después coge fuerza y emprende la huida. La gente aplaude y lo celebra.
«Al fin se fue», exclaman por ahí.
Yo me quedo en el sitio lleno de preguntas, de inquietudes.
¿Por qué la vida es así, tan poco poética y tan patética?
¿Será de allí de dónde surge la inspiración del poeta indigente?
¿Y el gobierno, y la oposición, y la sociedad civil, y las instituciones?
¿Hasta cuándo los explotaremos para luego condenarlos a la misma soledad de Reverón, de nuestros mártires de la cultura?
El estado no funciona. La democracia tampoco. Las dos dejan morir a sus mejores hombres.
Mientras tanto el sistema glorifica a las jóvenes esperanzas del gremio de las letras.
Las estrellas del medio chocan sus copas en el aire.
Nadie se acuerda ya del poeta indigente.
Póngale usted el nombre.