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Un gobierno de irresponsables

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Venezuela no es un país original a la hora de ventilar su inconsciente. Más bien, es un lugar bastante aburrido y predecible. Nos mantenemos apegados al estereotipo mediocre de la «gozadera latina», del «pueblo» simpático aunque algo brutazo, que mide sus logros humanos por el tamaño del trasero de sus mujeres. Cualquier propuesta reciente, sobre todo aquellas avanzadas por los brillantes militares que nos gobiernan hace 14 años, hieden a anacronismos flojos (la acumulación de la riqueza como explotación de la plusvalía), ideas preconcebidas completamente falsas («los videojuegos instigan la violencia»), sin hablar de los disparates y exabruptos que nos regala el show gubernamental de manera recurrente («el capitalismo acabó con la vida en Marte», «la ciencia es inútil a menos que estudie cosas de acá», «la lluvia y los rabipelados nos cortaron la electricidad», etc.).

 

Sin embargo, en medio del desierto de ideas y propuestas que jamás van más allá de los convencionalismos y los clichés bien pensantes de moda –por ejemplo, afirmar con cara seria y rictus de circunstancias, como si acabaras de descubrir algo importantísimo, que el problema de Venezuela es «la educación», y que todo se solucionará con, «la educación»–, un arquetipo, casi jungiano, que sobrevivía en el tiempo, era aquel de que los militares eran «disciplinados».

La antropología ingenua que nos caracteriza divide a los venezolanos en «bonchones» irresponsables y buena gentes, de un lado, con los «militares», disciplinados y organizados, del otro. La realidad venezolana es una especie de Leviatán, una jungla sin reglas donde el buen salvaje venezolano, si se le deja correr por allí en libertad, terminará indefectiblemente haciendo un sancocho en la playa, enterrando pañales usados en la arena, coleándose en la fila para entrar al cine y robándose todo lo que pueda de una tienda cualquiera.

La solución hobbesiana que propone la sociedad es simple: la milicia. Orden cerrado con estos bicharangos, y ya usted verá cómo en dos o tres años los convertimos en tipos con moral y buenas costumbres. Tipos afeitados todos los días, que planchan su ropa, lustran sus zapatos y defienden los «valores» de la patria.

 

De hecho, basta con hablar con cualquier apologista de Pérez Jiménez para que te explique que «a pesar de la dictadura» (pequeño, «pero», por supuesto), el General ponía a todo el mundo a caminar por el carril. Cero delincuencia. Cero barrios. Si no te gusta, te enganchan unos grillos a los tobillos y te mandan a construir la carretera a La Guaira. Orden y progreso. Eso sí era responsabilidad.

 

Y fue con esa misma imagen que Hugo Chávez se proyectó como candidato en el noventa y ocho. Orden (¡carajo!). Freír cabezas de cochino (¡joeputa!). No más corruptos (¡he dicho!). No más robo y descaro (¡no volverán!). Reformismo, progreso y lógica de cuartel.

 

Han pasado catorce años, tiempo suficiente para pulir el aparato de la hegemonía comunicacional gubernamental y volverse expertos en el sutil arte de la excusa. La ortopedia del poder mediático es fascinante por su capacidad de afirmar «A» y «negación de A» al mismo tiempo.

 

Es por esto que cuando se habla de «deterioro» de la imagen presidencial, se hace alusión a la operación mental que ha transformado a los militares venezolanos, atléticos moralistas responsables, en gordinflones cansados que se contentan con excusarse, cuando no les da por insultar todo lo que los rodea.

 

El gobierno ha pasado de ser un gobierno de «militares» (lo cual implicaba disciplina, orden y efectividad), a ser un gobierno de «irresponsables», en el sentido de que nada, ni siquiera la más flagrante destrucción de la infraestructura básica del país, es culpa suya.

 

Cuando no es la lluvia la responsable de causar cortes eléctricos, es una iguana. O un rabipelado. O un zamuro. Porque claro: en el siglo XXI, el hombre ha logrado explorar Marte utilizando robots, pero nuestro punto débil, capaz de doblegarnos, son los zamuros. Brillante.

 

En la Venezuela irresponsable, la comida se pudre sola en los puertos. Los puentes se caen por iniciativa propia. Las refinerías estallan por combustión espontánea.

Porque el colmo del cinismo ha sido la refinería Amuay, trágico incidente que dejó tras de sí decenas de muertos. ¿Qué propone el gobierno? Lanzar una «investigación» (lo vi venir, mi otra apuesta era la creación de un «Ministerio del Poder Popular para las refinerías que estallan solas»), sólo que dicha investigación ha descartado, de entrada, que el problema haya sido el mantenimiento de la refinería.

 

Esperar que el gobierno realice una evaluación honesta del accidente de la refinería Amuay es como pedirle a Jaimito que informe sobre los copiones de la clase. Porque todo está claro, todo es obvio. Basta con leer esta entrada, de abril, del sitio Venepirámides, para darse cuenta de que obviamente hubo un problema de mantenimiento:

 

«…En el caso de la refinería Amuay (parte de CRP) tenía previsto en el plan original del 2011 la ejecución de 9 mantenimientos, de los cuales sólo se realizaron 2».

 

Sin embargo, el estado de corrupción moral y desfachatez ha llegado a tal punto en Venezuela que es posible, después de matar a decenas de ciudadanos, lavarse las manos y excluir, de entrada, cualquier responsabilidad intrínseca.

 

Les digo más: acá, con esto de la refinería Amuay, nadie irá preso. Si alguien va preso, será un simulacro de chino de Recadi, como los dos bobos que terminaron presos por el caso Pudreval: unos miserables chivos expiatorios.

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