El siguiente par de años fue un período de actividad vertiginosa. Tuvimos que hacer un movimiento intermedio: entre la casa que iba a transmutar en tienda y la casa que estaba en construcción nos tocó mudarnos a un pequeño apartamento alquilado. El principal problema tuvo relación con los perros: eran tres, de tamaño respetable, bullangueros y alborotados a pesar de que ya tenían una edad considerable – cabalgaban entre los 8 y los 9 años, lo que suponía que estaban en el ocaso de sus vidas, en condiciones normales. Sin embargo tuvimos la suerte de conseguir una planta baja con un minúsculo jardín, en donde pudimos acondicionarle al trío un espacio techado en donde transcurrir la noche. Mi madre se ocupaba de pasear a diario sus dos perras, y yo trataba de llevar conmigo a Hamlet a las diferentes inspecciones que me tocaba hacer cada semana. El perro se paseaba solemnemente entre ladrillos, andamios y pilas de tierra, cual ingeniero inspector. Era toda una celebridad entre los obreros, quienes siempre tenían algún detalle para él. «¡Me lo van a malcriar!» les reclamaba, pero en el fondo se los agradecía; él era merecedor de eso y mucho más. Ese período fue muy feliz para mí, ya que pude poner en práctica los conocimientos de ingeniería que había adquirido en la universidad, y me di el lujo de dirigir casi sin ayuda ambas obras.
Si una mudanza en fastidiosa, la mudanza de una tienda es una pesadilla. Cuando por fin estuvo lista la nueva sede de nuestro establecimiento tuve que contratar a una empresa que nos puso a disposición tres enormes camiones y una cuadrilla de personas. Aún con esa ayuda, el proceso, que había estimado culminar en una semana, se llevó todo un mes. Siempre saltaba algún detalle, y me empezaba a encolerizar y desmoralizar. Por fortuna Lucía me sirvió de sostén en los momentos más difíciles, cuando el pesimismo me embargaba. Estuvo allí conmigo, supervisando, dando órdenes, y documentando el proceso. No lo sabía, pero ella era aficionada a la fotografía y fue llevando un registro gráfico de todo el trabajo.
El ansiado momento llegó, justo a tiempo para la mejor temporada de cualquier tienda: la Navidad. Nuestra nueva sede, debo decirlo sin falsas modestias, era una pequeña joya: tres plantas amplias, luminosas y cómodas, amobladas y decoradas al estilo moderno, con suaves colores pasteles, con la mercancía dispuesta armoniosamente para facilidad de los clientes. Contaba con escaleras mecánicas para desplazarse entre los pisos, y un ascensor de carga que permitía llevar las mercaderías a las plantas superiores. Un detalle especial fue la colocación de algunas de las fotografías de Lucía, ampliadas al mayor tamaño posible, colgadas de las paredes de la tienda, como recordatorio y homenaje a la trayectoria comenzada por mi padre, quién fundó un pequeño y anónimo almacén que fue prosperando hasta su transformación en una moderna tienda por departamentos, que le haría competencia a las grandes casas de comercio transnacionales.
El día de la inauguración formal fue un pequeño acontecimiento: invitamos a algunas personalidades que nos conocían desde los tiempos del centro, por supuesto un sacerdote se encargó del bautizo, y la prensa también hizo acto de presencia. A mi lado estuvieron todo el tiempo mi madre y Lucía, quienes habían comenzado a cultivar una relación algo extraña, entre el recelo y la confidencialidad. Total, que todo auguraba un arranque de operaciones exitoso y próspero. Sin embargo hubo un detalle que se nos escapó: era año de elecciones. Lo que en cualquier país es un acontecimiento normal, en el nuestro significa un pequeño cataclisma. Todo se mueve alrededor del hecho político, y las ventas se resintieron al principio. Día tras día nuestra preocupación iba en aumento: los clientes escaseaban, y sus compras no eran lo abundantes que habíamos imaginado. Para el proyecto ambicioso que habíamos trazado tuvimos que solicitar varios préstamos a los bancos, y contábamos con un inicio exitoso para amortizar rápidamente las deudas, pero eso no estaba sucediendo. A medida que se acercaba el día de las elecciones las cosas se paralizaban más, y el insomnio se apoderaba de mí.
Para nuestra fortuna todo cambió una vez transcurrido el evento electoral y el escrutinio final. Hubo cambio de gobierno, pero el partido saliente aceptó de buen modo su derrota y el país se sumergió en la algarabía que le era natural en esas fechas festivas. Todo ese afán consumista represado se desbordó las tres últimas semanas del año. Si antes estábamos preocupados por la inactividad, ahora nos sentíamos agobiados por el frenesí de los consumidores, quienes salieron en masa a despilfarrar sus utilidades. Compraban como si no hubiera mañana: todos querían renovar su vestuario, equipar su casa o comprar obsequios para sus familiares y amistades. Los depósitos, para nuestra gran satisfacción, iban vaciándose rápidamente.
Las fiestas de ese año, para nosotros, fueron agridulces. Por un lado sentíamos la satisfacción de haber llevado a buen puerto un proyecto tan ambicioso; por el otro, teníamos la sensación de dejar atrás, en el olvido, nuestros orígenes; el legado inicial de mi padre iba desdibujándose: el progreso indetenible no respeta nostalgias, y nuestro antiguo almacén, en donde papá dejó la mayor parte de su vida productiva, ya sería otra cosa, ajena a nosotros. Esas paredes que atestiguaron tantos hechos importantes en nuestras vidas ya no nos pertenecían, solo nos quedarían los recuerdos. Esos espacios albergarían otras realidades, otras luchas de personas extrañas, y ya nosotros no tendríamos ninguna injerencia allí.
El 31 de diciembre cerramos la tienda a las 4 de la tarde y fui a buscar a Lucía, como habíamos quedado. Antes de eso había recogido a Hamlet para que paseara conmigo, dado que ese último mes casi no había tenido ocasión de estar con él. Al llegar a su casa, tuve el presentimiento de que algo había pasado: no estaba ninguno de los carros de la familia, y mis llamados a la puerta no tuvieron respuesta. Después de unos cinco minutos, en los cuales estuve como un tonto frente a la entrada a la casa tocando el timbre mientras Hamlet daba vueltas, inquieto, a mi alrededor, comprendí que no había nadie; Lucía otra vez me dejaba perplejo, sin una explicación, sin saber qué pensar. El enigma que ella constituía seguía sin resolverse.