Mirco and I encapsulando la nostalgia
Pentimento
Un edificio se asoma al bulevar, encajonado entre una feria de comida rápida y otro inmueble que, como él, conoció mejores tiempos. Tendrá unos 4 o 5 pisos; en su lado derecho posee unos balconcitos que hablan de la ficción del desahogo, espacios en los cuales rara vez se ve a alguna persona oteando el horizonte. En uno de ellos subsiste a duras penas una mata, seguramente una sábila, planta que aguanta largas épocas sin necesidad de cuidados particulares: el agua que de vez en cuando le cae del cielo es suficiente para prolongar su vida. Del lado izquierdo, en cambio, la edificación cuenta con unas pequeñas ventanas, que cumplen con la misión de secar la ropa. En los días de lavado se puede hurgar en la intimidad de sus habitantes, a través de la colorida exhibición de ropa interior y demás prendas de vestir. En la planta baja del edificio, al lado de la minúscula puerta que permite el acceso a los pisos superiores, hay un espacio destinado al comercio; actualmente una panadería lo ocupa, y en ella satisfacen su apetito centenares de personas que transitan a diario por esa zona, situada en el extremo este del bulevar. Un negocio modesto, sin mayores pretensiones más allá de servir de escusa para una pausa en el trajinar diario. Pero no siempre fue así; un detalle al desgaire señala que ese lugar tuvo un pasado glamoroso, un indicio que habla de elegancia y poderío económico. En pintura se le dice «pentimento» a una imperfección, un detalle que deja el pintor, semioculto, en alguna de sus obras. Algo así como un guiño hacia los espectadores más acuciosos. Nuestro edificio tiene un pentimento: si se mira con cuidado, encima del ajado mármol que cubre la fachada del inmueble, se puede observar la huella de unas letras que estuvieron allí durante mucho tiempo, hace décadas. Eran letras de bronce, de tipografía sobria y elegante. Esas letras, o más bien la sombra que dejaron como constancia de su presencia por estos lares, componen las palabras «Rolls Royce».
M.F.
En uno de los prólogos más desgarradores que he leído (Al mismo tiempo, Barcelona, 2008), el hijo de Susan Sontag, David Rieff, cuenta que en el último momento, su madre se lamentaba de haberle dedicado más tiempo al ensayo que a la ficción, que era lo que más le gustaba. Se lamentaba del tiempo perdido, del tiempo que ya no tendría.
Cuando sabes que llegó la hora de partir, que te vas, y cada-minuto-cuenta, ocurre una doble muerte, se trata de la nostalgia primordial. Ni el suicida más convencido escapa de ella. Fuiste expulsado de un paraíso, a un mundo defectuoso que se acabará algún día. Es saber que tienes la última carta debajo de la manga y no querer jugarla. Es puro y duro egoísmo de querer más tiempo y no poder tenerlo.
A.P.B.
La última vez
La primera vez, como regla general, es considerada de relevancia capital. La primera vez es asunto de celebración, de fiesta, de boato. Se coloca la primera piedra de una construcción; se destapa la primera botella de una cosecha; se bautiza un barco en su viaje inaugural. La llegada al mundo es asunto de gran importancia, algo que debe ser notificado a la humanidad con bombos y platillos. Pero, ¿qué sucede con la última vez? A mí, por lo menos, me intriga. Sí, el momento en que las cosas dejan de usarse, de producirse, de consumirse. Por ejemplo, ¿Quién habrá disfrutado la última lata de Carlton, esa chuchería mítica de la infancia de quienes transitamos alrededor de la cincuentena? ¿Cómo habrá sido el último día del Parque el Conde, en donde conducíamos intrépidos carros en un óvalo, mientras soñabamos con ser los fittipaldis de la época? ¿Cuál sería la última película exhibida en el último autocine en cerrar sus puertas en Caracas? A pesar de que la vida sigue de manera inexorable, esos momentos de interrupción abrupta de cierta rutina me causan una vaga sensación de angustia. Algunas últimas veces, para ser justos, son celebradas también. El último vuelo del Concorde, por ejemplo, fue reseñado y se le dio su debida importancia, como fin de una era. Pero las pequeñas cosas, esas minucias que formaron parte de nuestra cotidianidad, desaparecen en silencio, sin previo aviso, y solo muy de vez en cuando afloran en las conversaciones, en los ¿Te acuerdas? que salpican los reencuentros con gente del pasado.
M.F.
Oficialmente no se ha inventado la máquina del tiempo, esa que se ha soñado por tanto tiempo, esa que te trasporta físicamente a un tiempo determinado. Por los momentos, sólo tenemos la música. Pero no es tan fácil. Primero, tienes que coleccionar eventos que se conecten irremediablemente con una canción, a veces, ni siquiera la canción te gusta gran cosa, pero la situación y la persona sí, o viceversa.
Una vez los momentos quedan sellados y construyes una banda sonora respetable, comienzan los viajes en el tiempo. Los derrumbes de nostalgia. El tiempo que duras en recuperarte, depende de la intensidad del sismo, pero tienes que saber, que una vez una canción te agarrar de sorpresa, el viaje es inevitable. Tendrás que aprender a vivir con eso o hacer un playlist libres de cataclismos.
Pero todo es una trampa, porque mientras estés ahí, viviendo, y música suene al fondo, esos episodios pasados, serán viajes de regreso en algún punto del futuro.
A.P.B.
La canción perdida
Transcurrían los años 70. En esa época mi universo musical, al igual que el de todos mis compañeros de generación, se alimentaba casi exclusivamente de la radio, aparato que permanecía sintonizado en las estaciones que colocaban la música que más apreciaba: Radio Capital, Radiodifusora Venezuela, Radio Caracas Radio y Radio Aeropuerto. Eran tiempos heróicos, de traducciones arbitrarias («Three dog night» eran rebautizados como «los 3 perros nocturnos», «Room to move» se convertía en una «habitación movible», por ejemplo) y de una cosa pavosísima llamada «la canción traducida». También se estilaba grabar directamente de la radio, y los locutores facilitaban la operación, al dejar sonar bajo pedido toda la canción sin ninguna interrupción. A veces no se llegaba a escuchar el nombre de la canción o del intérprete, o simplemente no lo decían, y uno quedaba con la duda hasta que la volvieran a poner. Pero en algunas ocasiones eso nunca ocurría, y la duda quedaba indefinidamente irresoluta. Me ocurrió en particular con una canción de Sietecuero, banda mítica y seminal de muchos proyectos posteriores: en algún programa la colocaron pero sin dar mayores detalles; recordaba las primeras palabras («El sol caliente / hace la vida fácil»), pero hasta allí; más nunca tuve la suerte de que la radiaran mientras estaba escuchando, y terminó volviéndose un enigma. Esas estrofas me afloraban de cuando en cuando en la mente, pero no podía darle un nombre, más allá de «la canción perdida». Hoy en día la situación cambió: la información peca por exceso, y prácticamente todo el catálogo musical, el soundtrack de la vida de cada quien, está disponible en línea; hemos llegado a un punto en el cual la computadora se ha convertido en el equipo de sonido de facto. Como es ya costumbre, uno de estos viernes estábamos tomando unos tragos, y para musicalizar la velada me decidí por música de mi época predilecta, los 70. Me acordé de Sietecuero, lo escribí en el buscador de Youtube, y apareció la canción «Rojo sangre», que le da título al único long play de la banda. Cuando acabó el video aparecieron las sugerencias, entre las cuales estaba «Summertime». Me pareció curioso que Sietecuero hubiera versionado una canción del repertorio de jazz standard, y la puse a sonar a ver qué tal. Cuando Yordano arrancó a cantar, no pude reprimir una exclamación de sorpresa y alegría: mi canción perdida era precisamente esa; el enigma había dejado de serlo.
M.F.
Convencida estoy, que cuando grabas un CD con cien canciones que te gustan, y lo escuchas por primera vez, sin saber el orden en que vendrán los tracks, es una rama bien especializada de la felicidad. Y es que el modo aleatorio posee una magia de vértigo. Pero en el campo de lo impredecible, de lo no calculado, nada supera a la radio. Cuántas emisoras con carpetas que escapan de tu control, puestas simultáneamente en el espectro. Peligrosísimo ejercicio si andas en una de nostálgica introspección. Sin embargo, amamos el peligro.
Pero a veces es un acto voluntario, un disco de una banda o un cantante, a veces hasta te preparas para ponerlo, escucharlo, bajo el influjo de un hechizo. Y ya con los primeros acordes, empiezas a ver como ese ectoplasma que has convocado, empieza a desdoblarse, llenando la sala, el cuarto, el carro, la ciudad, todo, con su presencia. Tú estás ahí, pero no estás ahí, el ectoplasma también, se miran, pero no hacen nada, no pueden hacerlo. Los viajes inducidos tienen sus límites.
A.P.B.
La fotografía
La infancia es una de las etapas más breves de la vida, superada apenas por la adolescencia, pero es también la que más recuerdos nos permite atesorar. La mía transcurrió en Bello Monte, cuando era una urbanización de lo que se consideraba el Este de la ciudad; un lugar de muchas casas y pocos edificios, los cuales para ese momento eran relativamente nuevos. Nosotros vivíamos en uno de ellos, en un quinto piso. De la ventana del cuarto de mis padres se podía apreciar una hermosa vista, hacia las colinas del sur, y en primer plano teníamos la casona de lo que era la hacienda Casanova, antes de transmutarse en urbanización. Era una hermosa casa, situada en el tope de una pequeña elevación. Recuerdo algunos detalles: un letrero con el nombre «Bel-mont», clavado del piso; un césped correctamente mantenido. Un día mi padre recibió de su natal Italia un paquete; lo desenvolvió con mucho cuidado, y apareció ante nosotros una cámara fotográfica, alemana por supuesto. Una de las primeras tomas que fotografió esa cámara fue el paisaje desde la ventana del cuarto, con la casa como motivo principal. Esa fotografía fue protagonista de un hecho cuanto menos curioso. Dada mi afición por la iconografía de la ciudad, a mediados de la década pasada empecé a participar en un foro virtual denominado Viejas Fotos Actuales, en donde las personas colgaban imágenes para que la comunidad las comentara, y en ocasiones adivinara la ubicación real de la foto; una especie de trivia. Al principio fui bastante pasivo, y me contentaba con mirar y leer; pero al cabo de un tiempo, recordé la imagen mencionada anteriormente y me animé a subirla al sitio. No puse mayores detalles para que fuera objeto de análisis por parte de los foristas. Mi sorpresa fue mayúscula cuando una persona, el arquitecto Ricardo Rodríguez Boades, colocó el siguiente comentario: «esa foto fue tomada del quinto piso del Edificio Humboldt». Fue algo espeluznante, ya que lo que indicaba era totalmente cierto: como es lógico, procedí a preguntarle la razón de su afirmación. Resulta que su madre había sido íntima amiga de nuestros vecinos, y Ricardo, quien es unos cuantos años mayor que yo, frecuentaba a menudo el edificio. Este episodio funcionó como un catalizador de recuerdos: puse a ejercitar la memoria, y gran parte de mi niñez, que tenía años sin repasar, comenzó a desfilar en mi mente; las cosas buenas y los momentos ingratos, por igual. A partir de ese momento comencé a hurgar en los archivos (léase cualquier caja de zapatos, cualquier bolso, cualquier maleta vieja) en la búsqueda de la infancia olvidada. No he encontrado mucho más material, para mi consternación; me toca conformarme con los recuerdos que me van quedando.
M.F.
Comentario aparte en el universo de las siete notas, lo merece el tango, esa elegante desmesura que es nostalgia antes de la nostalgia. Es el inmigrante, el exilio, el viajero, el sentimental, cantándole al pasado y a todas las derrotas y esplendores que caben entre ambos extremos. El tiempo del tango es otro, en forma y fondo es un lamento, y no importa cuán exagerado, desgarrador y dramático sea, es imposible que sea cursi, porque es la historia de todos. Su personalidad le provee de un aura atemporal que ninguna remasterización o equipo de alta definición podrá vencer, donde lo pongas, siempre será un picó sobre un acetato milenario. Cuando se escribe o vive un tango (puede ser cualquier cosa), se tiene la libertad de desbordarse, mandas al mundo al demonio, asumes la nostalgia en toda su grandeza y miseria, y entonces surge la poesía.
A.P.B.