Mi vida, a través de los perros (XXV)

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Como es de imaginar, los días siguientes estuvieron signados por un estado de ánimo terrible. Entre la depresión, la rabia, el desengaño amoroso. El guayabo, en términos caribeños. Pero no lo sometí a la manera clásica, a fuerza de aguardiente y canciones desgarravenas; ese cliché no funcionaba conmigo. Lo hice de otra forma, más constructiva: le metí el pecho al trabajo, y al proyecto que me estaba faltando por culminar, mi nueva casa. Por la época del año la construcción estuvo detenida, ya se sabe que en diciembre es tradición que el personal que labora en esos menesteres toma sus vacaciones colectivas, y no se consigue quien ponga un clavo en la pared. Pero ya estaba por culminar enero, y convoqué una reunión de emergencia con los contratistas. Les puse un plazo perentorio: a más tardar en junio quería esta mudado. No era una meta inalcanzable, en lo absoluto: ya la parte estructural y los servicios estaban culminados, faltaban solo los acabados.  En realidad eran dos viviendas: una, pequeña, en una primera terraza, destinada para mi madre: apenas una salita – comedor, un cuarto con su baño y una cocina, del tamaño adecuado para garantizar su comodidad sin necesidad de mucho trabajo.  La otra casa estaba en la terraza inferior del terreno, y en ella no escatimé: en tres plantas distribuí cinco habitaciones con baño, un baño para las visitas, un salón, un comedor, una cocina sumamente amplia, un cuarto de estar, para la televisión y la música, un cuarto de juegos, y la joya de la corona: una biblioteca que ocupaba toda la planta superior de la casa, con estanterías en las paredes laterales y la del fondo, y un inmenso ventanal a todo lo largo del frente, en donde la vista hacia el valle era impresionante. Ese fue el espacio al cual le puse mayor esmero, pues era en el que pensaba estar la mayor parte del tiempo libre. En el exterior de la casa, un caney para las parrillas domingueras, y las perreras, amplias  y cómodas.

(De vez en cuando me llegaba una postal de Lucía, cada vez de una ciudad distinta: solamente una fecha y su nombre, escrito en letra de imprenta, grande, pero impersonal; casi como decumentando su estadía en los Estados Unidos. Al principio me aferraba a ellas como un naúfrago del último salvavidas que flota solitario en las heladas aguas del océano, pero poco a poco fui acostumbrándome a la situación y me contentaba con ojearlas una vez y depositarlas en una gaveta de la oficina).

A pesar de mi exigencia inicial, no me entregaron las casas en junio, sino en agosto. Ya la impaciencia me estaba comiendo, pues la situación de hacinamiento en el pequeño apartamento me tenía los nervios crispados, e incluso mi madre estaba dando señales de incomodidad. Ella, que raras veces se quejaba por algo, me reñía por cualquier futilidad. Pero como todo en la vida esa etapa también concluyó, y ya en septiembre estábamos instalados en nuestra nueva posesión. En algún momento reparé en que tal vez había sido demasiado impulsivo y había actuado bajo unas falsas premisas; no contaba con la situación de Lucía, y ahora me encontraba con un caserón inmenso y vacío, 800 metros de construcción para una sola persona. Me imaginaba vagando por los corredores, en tinieblas, con una copa de brandy, cual personaje de tragedia shakesperiana, y no me causaba ninguna gracia. Por ese motivo le propuse a mi madre que por los momentos se instalara en la casa grande, tomando alguna de las habitaciones disponibles. Pero ella fue inflexible: se había hecho a la idea de vivir sola, y esa posibilidad la había seducido.

No hubo nada que hacer, y me tocó instalarme en la enorme casa, acompañado por mi fiel Hamlet. Las perreras, estaba visto, fueron un gasto innecesario. Tanto Hamlet como sus dos hermanas decidieron que ese lugar no era apto para caninos, y se negaron de plano a usarlas. En el día se la pasaban retozando en los amplios jardines que bordeaban las viviendas, o en el barranco que limitaba al terreno hacia el norte, espantando a la inmensa cantidad de aves, reptiles y demás criaturas que habitaban el semiboscoso lugar. En la noche, en cambio, se instalaban en donde les diera la gana en el momento. Hamlet por lo regular lo hacía en mi cuarto, a los pies de la cama, acompañándome en mis ratos de insomnio. Ya el perro estaba entrando en sus años de declive: se acercaba a la edad fatídica de los 10 años y, como su vida había sido tan plena en situaciones azarosas, su salud comenzaba a comprometerse. Aunque yo esquivaba el tema, sabía que en cualquier momento iba a morir, y esa posibilidad me aterraba: ese animal me había acompañado durante los años más significativos de mi vida, había sido el mejor amigo que nunca tuve, y el mero hecho de pensar que un día ya no estaría conmigo me aterraba. Tan fuerte era el lazo que me unía a Hamlet. En esos momentos lo abrazaba con fuerza, y él restregaba su hocico contra mi cara, como queriéndome decir que todo estaba bien, que no me mortificara. Pero poco a poco fue apagándose; sus salidas al jardín eran cada vez más esporádicas, y cuando lo hacía parecía estar realizando un esfuerzo titánico, pues caminaba con dificultad y se echaba cada tanto, resollando y emitiendo ladridos lastimeros. Lo llevé al veterinario, pero su diagnóstico fue muy sencillo:  el perro estaba senil, no tenía ninguna enfermedad en particular por lo que no estaba sufriendo, pero por otro lado no había nada que pudiera hacerse para prolongarle la vida. Simplemente, esperar y darle todo el confort posible.

Un día de diciembre, frío y neblinoso, ocurrió lo inevitable. Cuando me paré de la cama, me extrañó que Hamlet no estuviera ya despierto, mirándome fijamente como lo solía hacer. Estaba en el piso, en una posición innatural, como si hubiera sufrido un espasmo. Lo llamé, pero no respondió. Cuando lo fui a tocar, noté que estaba helado. Había muerto en la noche, durante el sueño. Me eché a llorar como un chiquillo: mi tercer perro había dejado de existir, y otra vez sentí el mismo vacío, ya familiar, que dejaban esos seres en mi interior, cuando les llegaba la hora de partir.

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