Presento el ejercicio a 4 manos, con mi amigo Luis H. Acuña. De afuera y de adentro. Lo fortuito: nacimos el mismo año, este ejercicio va de Venezuela: 1981 – 2012
Hace poco le preguntaba a mi abuela si a mi prima de once años la dejaban hacer mandados como los hacía yo desde que estaba en segundo grado, es decir, ir a la panadería, comprar el periódico o pasar por la farmacia; me respondió que una sola vez la mandó pero se puso tan nerviosa mi abuela y posteriormente mi tía, que nunca más la dejaron ir. Estuve de acuerdo, tampoco la hubiese dejado. La anécdota me dejó pensando en mi generación y en lo que nos define: la rapidez con la que debemos cambiar para no quedarnos atrás.
Mi llegada a Venezuela, cuando mis padres terminaron sus carreras universitarias (siempre he dicho, para no entrar en detalle, que nací en un espacio llamado “Becas Gran Mariscal de Ayacucho”), coincidió con mi cumpleaños número cinco, ese momento en que empieza la memoria. Llegué a Caracas y estaba fascinada, alumbrada. Estoy segura que nunca veré a esta ciudad así, otra vez, con los ojos tan limpios, esa pureza que sólo da la niñez, no importa la locación. Me decían la gringa (mi español era torpe, extranjero), y eso me molestaba tanto, que decidí no decir una palabra más en inglés. En seis meses adquirí mi idioma materno, el español, y tomé posesión de algo que, después de tanto tiempo, sigue siendo, una de las cosas que más me gusta de haber crecido aquí: el acento venezolano (siempre que me despido de alguien que se va, le digo dos cosas: “Absorbe todo lo que puedas y ¡no pierdas el acento!”). El acento es un lugar más real que un territorio. Ahí somos, pertenecemos y nos encontramos. Mirándome allá, entiendo que el país ficcionado estaba herido de muerte (1986), la decadencia (esa sensación) comenzaba a embozar su peculiar mueca. (Escucho los éxitos de Juan Gabriel y Rocío Durcal, el casete de Alí Primera, Silvio Rodríguez y Tito Rodríguez, que mi papá tenía en el carro. Veo la embriaguez desvaneciendo. Pero era solo el comienzo. Y por supuesto el bati-bati (el chicle está en el fondo), la primera bicicleta, una tranquilidad y seguridad que no he vuelto a sentir, algo como una rara inocencia, ahora). Esas ansias de pertenecer, de ser del país de mis padres, me hizo adoptar un patriotismo ingenuo y sentimental, inofensivo, calmado. Algo como “No saben lo que tienen”. Y sí, después de 30 años, pienso, que los venezolanos no saben lo que tienen. Tal vez, yo tampoco, pero a mí me queda mi acento, mi familia, mis amigos, la genialidad del “te fueron o te fuiste”, y 11 o 12 cosas que harían de este párrafo un laberinto. Ellos son mi única patria
Hace 20 años o más, cuando todavía estaba en primaria los domingos me mandaban a comprar el periódico, me daban o un fuerte o un billete de 10 Bs, una fortuna que para mí equivalían a 5 Bati-Batis, con eso iba hasta el kiosco para buscar El Universal y luego a la panadería, también solía caminar con mis amigos hasta Sabana Grande o jugar en el parque frente a la casa hasta la noche. Vi, sin entender cómo mis primos y mi hermano no tuvieron esa misma crianza, no podían salir sin supervisión y jamás los mandaban a hacer algo tan inocuo como comprar un pan porque simplemente las cosas no son como antes. En el tiempo que llevo de vida recuerdo haber visto la instalación de las rejas del edificio, primero una puertica, luego una cerca completa y la última, hace unos años cuando las alargaron dos metros más con púas para frenar los robos. Y ese es nuestro gran problema, vivimos la última parte del antes y tuvimos que adaptarnos como pudimos al ahora sin mucha anestesia, nos tocó vivir el final de una era sin disfrutarla y el comienzo de otra que nos sigue costando entender.
Se podría decir que la década de los noventas fue convulsa, y lo fue, mucho, pero mientras mis padres le echaban bola, con ese peso difuso de “por-qué-me-devolví (algo inimaginable en esta época, pero en honor a la verdad, debo decir, que la ingenuidad, la heredé de mi padre) conseguían un trabajo estable y de alguna forma lo consiguieron, yo estaba en plena adolescencia, y no entraré en muchos detalles, porque a pesar de sus defensores, hoy, a mis 31 ya cumplidos, la adolescencia me parece una etapa lamentable, no sólo porque lo fui, sino porque, por cuestiones de trabajo, vi la adolescencia desde la “madurez”, y te das cuenta que es una etapa dura y muy impostada, estás construyendo una personalidad, etc. Pero sí les puedo decir que hace nada, en Venezuela, había sólo 5 canales de televisión, que bien o mal, hacían su mejor esfuerzo por el rating (no es por nada, que la segunda edad de oro de Radio Rochela fue en los noventas). Llegaron los celulares, en un país que comenzaba a despertar a su tecnosexualidad y los aparatos de todo tipo se reproducían como Gremlins bajo el agua, MTV trasmitía ¡vídeos!, y en 2000-2001 podías ir al cine popular, los lunes (1.500 bolos, de los viejos), salir del cine e ir a Mc Donals por un “Mc Ahorro” (2500, de los viejos), comprar una caja pequeña de Belmont (ya ni me quiero acordar) y echar 300 bolos de gasolina, todo eso, con 5000 bolos, de los viejos. En fin, la música bien (nunca te decepciona, no importa la década), el país con esperanzas, todavía. Pero la gente bebía y leía muy poco, eso fue una herida siempre, no por la bebida, yo lo hacía y lo hago todavía, sino por la conversaciones. Yo crecí en una época, y en una generación que leyó muy poco, donde yo era una bicha rara por haberme leído cuatro libros predecibles, y muchos interlocutores te respondían: “De pinga, yo me leí “El monje que vendió su ferrari”. Y si en otros países las etiquetas dan un estatus, en Venezuela la cosa rozaba lo enajenante: Camisa Tommy, Levis, pantalones kaki de pinza, sebagos o Timberland. No había otra. Los noventas fueron la decadencia en pasta, de acuerdo, pero también un preludio bastante grato. Después que te gradúas, te das cuenta: ¿Cómo hago para comprar una casa, en Venezuela? En caso de que alguien me la puedan dar, o ayudarme a financiarla ¿Cómo la mantengo? El mercado, los servicios, la vida, un piche restaurante, ¡la inseguridad! Ok, te preparaste, tienes dos posgrados, ¿Y entonces? Típicas preguntas que se hacías, y se hace, mi generación. No terminamos de procesar una crisis para enfrentar la otra. Ése puede ser la constante de mi generación, ser o vivir en un país de crisis
Y es que nosotros no somos ni Generación X ni Y, tenemos de ambas y no precisamente los mejores rasgos. Crecimos pensando que la democracia era ir a votar cada cinco años, que si estudiabas en la universidad salías con trabajo garantizado y que todo era tan simple como estudiar, casarse, tener hijos, comprar casa, tener perro, ser viejo, morirse y volver a empezar. No contamos siquiera con la guía de nuestros padres porque a ellos les tocó algo quizá peor: legarnos un mundo cambiado casi irreconocible donde sus hijos no tendrían las mismas oportunidades que ellos con su respectivo sentimiento de culpa por haberse conformado con lo que había, pensando que duraría para siempre. Somos pues, los hijos del viernes negro y del 27F, criados en una clase media absurda con una mentalidad insostenible, de edredón de plumas en el trópico, de salir con suéter al cine cuando en la calle hacen 35 ºC, de un apetito voraz que nos hizo comernos un país entero. Así terminamos creciendo añorando un sueño que era más bien pesadilla y recibiendo otra patria que lejos de cambiarnos nos enseñó que nuestros defectos eran virtudes y que la única ley vigente era la de la jungla. Pero no es solamente que Venezuela cambió, es que el mundo cambió a nuestro alrededor, pero con el país secuestrado tampoco pudimos verlo, tengo la sensación de estar en bachillerato y luego en la universidad viendo hacia afuera, como mejoraban países quebrados como España y Colombia mientras nosotros nos enfrascábamos en peleas que se suponían superadas. Los cambios tecnológicos provocados por Internet achicaron al mundo pero también nos aislaron. Muchos de mis compañeros de clase no saben utilizar google o facebook o twitter y tienen en general una aprehensión primitiva a Internet y sus usos más allá de chatear enviar cadenas de niños enfermos y del cierre de hotmail/gmail/facebook/twitter. Esos están más jodidos, esos sí que no tienen idea de dónde están parados.
Venía yo, intoxicada, arrastrando un nacionalismo, inocente, pero totalmente, improductivo. En términos reales ¿de qué me servía? De nada, la ficción se terminó, esto es lo que hay. Cuando Chavéz ganó la presidencia, yo tenía 17 años, no podía votar. Hoy, después de tanto tiempo, no reconozco ciertas caras, pero sí conozco ciertos rostros. Hace unos años te hubiese dicho: “Pa lante, todo pasa”. “¡No es tan grave!” “¡La política es una mierda!”, en fin. El destino me trajo a Panfletonegro, donde me desintoxique. Bien visto, eso es Panfletonegro, un centro de desintoxicación. Gracias por eso, siempre. Y no sigo, porque me pongo cursi, pero sí, hay que despertar del coma y rescatar el merengue (el reggaetón es una vaina oportunista, de aquí a la pared donde tengan el bille, el merengue vuelve, poco a poco, paciencia)
Para terminar, quiero decir que esto no es un intento de martirizarme, cada generación enfrenta sus propios problemas y siempre habrá alguna a la que la haya ido peor y otra a la que le haya ido mejor, pero éstas son las cartas con las que nos tocó jugar, llegar de últimos a la fiesta para terminar recogiendo los pedazos mientras añoramos un pasado que no conocimos y no tenemos forma de saber si era mejor, un pasado definido por la frase “ta´barato dame dos” y un presente de “vamos a raspar el cupo Cadivi”; de acostumbrarnos a ser ahora un país de emigrantes y de pasarnos la vida pensando en estas pendejadas.
Creo que Venezuela es un país de nostalgias, más que de otra cosa. Cada generación echa su cuento de lo que pasó, de lo que fue. La nostalgia primordial proviene de la herida de ser un país con tanto potencial desperdiciado, tener con qué pero no aprovecharlo. Hoy, después de 30 años, (¿cuántos años aguanta un país soportar una nostalgia sostenida?). Hoy, 27 de septiembre, no sé qué va a pasar en Venezuela, pero espero, que sea mejor de lo que nosotros fuimos (las generaciones, ¡esas quimera!) Qué sean mejores, porque a nosotros nos tocó tipo Skype, Facebook, Twitter, pero no es lo mismo. Los quereres se van, quieres a la gente que se va y que ya está ida, y no puedes sino desearles lo mejor, de verdad. Y sabes que están bien, que mejor están allá que acá. Pero hay algo que se quiebra, cuando celebras un cumple, o haces una reunión, algo te falta, es evidente. Esa es mi generación.
Habría que pensar en este piso y lo que significa, más allá de su evidente belleza