LA CLASE MEDIA EN LAS CALLES.
¿ANTIPOLÍTICA O POLÍTICA AUTÉNTICA?
POR CARLOS SCHULMAISTER
Días atrás conversaba con un amigo acerca de la utilización despectiva del término “antipolítica” que se está aplicando últimamente por parte del oficialismo hacia las formas colectivas no convencionales o no tradicionales de canalizar inquietudes, deseos y reclamos por parte de algunos grupos sociales.
La minusvaloración oficialista de estos movimientos sociales pone el acento, en primer lugar, en que están constituidos principalmente por integrantes de una variada clase media, con lo cual denota y connota en ella unos caracteres de ilegitimidad y por consiguiente de inferioridad moral, respecto de la legitimidad y “natural” superioridad moral que el discurso populista actual atribuye a la clase baja de la cual proviene, en principio, el grueso de sus adherentes.
En segundo lugar, su descalificación como sujeto político por parte del gobierno y del oficialismo se sitúa en la inexistencia de dispositivos organizacionales y formales, con lo cual su continuidad se vería en principio comprometida. Derivado de ello se halla, desde esa óptica, la inexistencia de dirigentes políticos a la cabeza de esas movilizaciones, entendidos como dirigentes políticos y sociales de tiempo completo en las cuales aquellas se puedan referenciar y a la vez, éstos puedan obtener réditos políticos entendidos a la luz de la tradición partidocrática argentina.
La utilización del término antípolítica, en este caso, se realiza entonces desde la mirada de un sector político determinado, no desde una concepción política académica. Mejor dicho, desde el núcleo de intereses del gobierno y el oficialismo. Con lo cual, es fácil advertir, la descalificación que anida en el término no es casual ni inocente.
En este caso, desde la semántica, el término antipolítica representa la negación de la dimensión simbólica de la política, como saber y como acción social.
Llama la atención que el gobierno ponga tanto énfasis en los mecanismos políticos cuando se trata de acciones colectivas de signo contrario, por parte de un sector social en el que no sólo no ha hecho base sino al cual fundamentalmente procura desintegrar, en consonancia con un supuesto “modelo” nacional y popular que, paradójicamente, restringe la extensión del campo de la nación y del pueblo, con toda la ambigüedad que ambas poseen en el imaginario colectivo de Argentina, al basarse en un planteo de lucha de clases que excluye cada vez más en el camino y en los fines a la clase media y alta.
Precisamente cuando el concepto romántico de “trabajadores” en los usos actuales del discurso oficialista no se compadece con las características de la realidad socioeconómica actual. Primero porque aquellos, hoy menos que nunca pueden sentirse expresión de una clase sociopolítica, con todo lo que esta noción implica, a saber, conciencia de clase y proyecto de clase.
Un discurso y una praxis populista, por ende paternalista, es el antídoto más eficaz contra la conciencia y la autonomía de la clase trabajadora. La actual situación de alienación de la conciencia de esta supuesta clase, reflejada en su conformismo básico, en la obsecuencia, en la transferencia de la soberanía a una persona que más parece una reina (es decir, la cabeza de un sistema monárquico) no es precisamente una muestra de un proyecto de suscripción realmente popular.
Para colmo, he aquí que el gobierno, en todas las jurisdicciones, permite los reclamos sociales de los estratos bajos que dice representar, y los alienta incluso, siempre y cuando le convenga, al punto de aparecer como una puesta en escena prediseñada, toda vez que dispara su participación consistente en acudir presto y solícito a escuchar “la voz del pueblo”, al cual “socorrerá” mediante subsidios obtenidos imperativamente de otros sectores sociales a los cuales cada vez más necesita demonizar para lograr esa falsa redistribución de la riqueza que constituye su mitología actual.
Siendo que la producción social de riqueza, es decir, de excedentes económicos, es una empresa que requiere la participación ordenada de todos los sectores sociales de una nación. Y decir ordenada implica la existencia de una concepción sistémica de economía nacional, una concepción de esfuerzos sociales armónica realizados, con sustentabilidad y racionalidad tanto política como económicamente, y no meramente ideológica.
Claro que los reclamos sociales de “los de abajo” no exceden los límites de las reivindicaciones socioeconómicas, incluso cada vez más distorsionadas, toda vez que buena parte de sus integrantes no trabaja pero son asistidos por el gobierno. Mientras los reclamos sean de ese tipo el populismo no se preocupa demasiado. Con plata todo se arregla, y si no hay recursos genuinos de alguna manera se obtendrán de aquellos sectores que los posean, y se transferirán…
Con sus métodos y sus fines, ya claramente comprendidos fuera de sus propias filas, el gobierno y el oficialismo contribuyen a establecer como “política” aquellos reclamos socioeconómicos que recuerdan tanto a los del primer siglo de la revolución industrial. En consecuencia, todo lo que no sean básicamente reclamos salariales son expresiones “destituyentes” de sectores vinculados o funcionales (“idiotas útiles” sería) a las grandes corporaciones (sic). Término este último que no agrega claridad y que disimula la exclusión obligada por parte del gobierno de los términos anteriormente utilizados y demonizados como aquél de las “transnacionales” (ése que sustituyó varias décadas atrás al de los “monopolios”), toda vez que la economía global tiende a la alta concentración de capitales y activos como requisito indispensable de su propia existencia.
Todo lo que es reputado de destituyente, sean reclamos individuales o colectivos concretos que traspasan los límites de las reivindicaciones sociales de los de abajo, es visto hoy como expresión de antipolítica, de negación de la política. En suma, de palos en la rueda a la tarea del gobierno.
Todo reclamo, toda puesta en valor, del núcleo duro de libertades y garantías de rango constitucional por parte de los grupos que se movilizan actualmente fuera del oficialismo es considerado destituyente y antipolítica. Ausencia de política, por las razones antes mencionadas.
Con ello se apunta a connotar la degradación moral del contenido de los reclamos de esa índole y de sus portadores. De modo que cuando el gobierno y el oficialismo hablan de inclusión no es cierto. La inclusión que aquel lleva a cabo es la de los de abajo, en forma de asistencialismo, y la consiguiente exclusión del resto de la sociedad. Además de la expropiación creciente de ésta en beneficio de los primeros.
Decir que existe ignorancia política no es ofender a ningún sector en particular. Todo populismo, toda demagogia, requiere de cantidades crecientes de ignorancia y de ignorantes. Ésta se produce desde el gobierno con los mismos recursos educativos con los que debería combatirla. Es lógico, en todas partes es así, que esta característica abunde en los sectores sociales más vulnerables de una sociedad.
Pero también se produce ignorancia e ignorantes políticos en otros estratos, por ejemplo en los de clase media, en aquellos integrantes que pueden ser caracterizados como “progres” (no progresistas). Su incapacidad para leer la realidad cuando deberían hacerlo correctamente por disponer de una formación intelectual interesante, unida a su vulnerabilidad ante los espejismos y las estéticas disruptivas puestas en juego en el campo gubernamental, meros sustitutos y placebos diferidos de las frustradas ansias de protagonismo mitológico correspondientes a los exiliados generacionales de los 70´s y a sus farsantes restauradores juveniles, los constituye en los auténticos cultores de la antipolítica.
Por el contrario, quienes hoy son reconocidos peyorativamente como caceroleros representan la supervivencia de la política como contenido simbólico genuino, en estado proteico podemos decir. En ellos reside no sólo la representación de anhelos sociales colectivos concretos, fundamentales y de urgente instalación, sino, muy especialmente, la supervivencia de los valores más altos elaborados por la nación histórica en dos siglos de existencia.
De modo que, como colofón, téngase en cuenta que no son estos valores los que corren riesgo, pues no hay una auténtica crisis de valores en la Argentina. Lo que sí existe es una crisis muy grande de los valorantes, enajenados de si mismos y de la sociedad, por causa de los nuevos encantadores de serpientes.
En: El ansia perpetua – 3 de octubre de 2012 –
En mi opinion, la anti politica no existe, ya que toda forma de participación ciudadana en asuntos públicos, es política. Al pagar impuestos, se ratifica la responsabilidad del Estado, para con los ciudadanos, de administrar justicia, proveer salud y educación. Anti política es lo que ejerce el gobierno de turno al pretender que no tiene responsabilidad.