La superioridad del que se abstiene
Cada vez que se acerca una fecha rutinaria, de esas en las que nos detenemos a hacer lo mismo cada año o cada cierta temporada, suele surgir un sector de personas que, creyéndose muy originales y de avanzada, andan por ahí, cual religiosos conversos, predicando la falsedad de la fecha y lo aburrido de la rutina. Trátese del día de las madres o de los enamorados, de la semana santa o de la navidad, siempre aparece ese preclaro personaje a decirte que el día de los enamorados es un invento para que compres flores y cajas de chocolate y que la navidad es una manipulación de la iglesia católica inspirada en las fiestas paganas. No molesta, claro, que eso sea verdad, tampoco que te lo digan; lo que realmente enerva es el tonito de superioridad moral con el suelen acompañar la prédica. Usualmente es un discurso condescendiente que se pretende esclarecedor, pero que en realidad resulta arrogante. Algo como: “Pero no seas bruto, ¿qué haces comprando vino para esta noche? Yo soy ateo y este 24 de diciembre no pienso unirme a esta celebración tonta de estas personas ignorantes que no saben como la iglesia católica los ha manipulado con sus mentiras, blah, blah, blah…”. ¿Les suena conocido?
Cuando hay elecciones ocurre algo similar. En los días previos a la cita electoral, aparecen los preclaros iluminados a soltarte una moralina que se supone muy avanzada pero que, de hecho, resulta de un simplismo alarmante. “La política es algo sucio”, “los políticos son todos iguales”, “no importa que votes, nada va a cambiar”, y mi favorito: “Mira a esos pobres ingenuos que siguen ciegamente a un líder sin saber que el problema de este país somos todos nosotros”.
No niego que, en efecto, las clases políticas sean profundamente corruptas. Tampoco que el voto en sí mismo, es un acto bastante más limitado de lo que nos dicen en las rimbombantes campañas para invitarnos a votar “por la democracia”, “por el progreso”, “para tener un país mejor”. Sin embargo, ¿por qué el abstencionista presume que sabe algo que los demás ignoran? Es decir, ¿por qué alguien piensa que yo no puedo ser ateo y estar absolutamente consciente de que la teología cristiana tiene mucho más de ciencia ficción que de realidad, y aun así tener ganas de aprovechar las festividades navideñas para reunirme con mi familia a compartir una cena y celebrar un rato? Del mismo modo me pregunto, ¿puedo ser una persona consciente de las limitaciones del voto y la política y a pesar de ello tener deseos de participar en las mismas, no como un elemento salvador, pero sí como el primer paso para la construcción de mi ciudadanía?
Pareciera que lo que molesta a ciertos ateos (y yo soy ateo desde mi adolescencia, por cierto) no es la manipulación religiosa, sino el hecho de que Dios no existe. Por eso razonan de una forma tan básica, despachando al creyente como un simple ignorante que le reza a personas invisibles. Parece, también, que lo que molesta al abstencionista no es que los políticos disfracen sus deseos de poder con discursos apodícticos y mesiánicos, sino que dichos discursos no sean verdad. Por eso cuando te increpan, te preguntan cosas realmente absurdas como: “¿de verdad crees que mañana, después de las elecciones, todo será perfecto en tu vida?”. Presumen que quien vota lo hace desde la ingenuidad y la ignorancia, que no existe el votante consciente, así como tampoco existe el que, aún sin ser religioso o creer en el amor cursi y estereotipado de las tarjeticas de hallmark, sin embargo se toma una pausa en su cotidianidad para compartir vinos y regalos el 24 de diciembre o para salir a bailar con la pareja el 14 de febrero.
En los últimos días he estado pensando mucho en ello con motivo de las elecciones presidenciales que el próximo domingo 7 de octubre enfrentarán en las urnas a Hugo Chávez, actual Presidente y candidato a la relección luego de 13 años de gobierno, con Henrique Capriles Radonski, gobernador de Miranda, expresidente de la cámara de diputados y exalcalde de Baruta, quién aspira a sucederlo en el poder. Y lo he estado pensando cada vez que viene alguien con su voz de sobrado y preclaro, con su complejo de inteligencia superior a decirme que ambos candidatos son “la misma mierda”, que no hay diferencias entre ellos más allá de la gorra tricolor de uno y el mono deportivo con que el otro ha sustituido su sempiterna boina roja. Lo siento, pero estoy convencido que quienes creen eso se equivocan, y son los verdaderos ingenuos.
La del próximo domingo no es una elección cualquiera, es el momento en que los venezolanos decidiremos si queremos continuar con un gobierno que lleva trece años en el poder. Ya de por sí, eso debería ser suficiente. Un gobierno, cualquier gobierno, no debería haber estado trece años en el poder, así se tratase del mejor de los gobiernos. Los gobiernos deben tener periodos limitados, esos periodos deben respetarse, los presidentes no pueden reformar la constitución para hacerse relegir, llámense Álvaro Uribe o Hugo Chávez, es inaceptable.
Pero, además, en el caso venezolano no estamos hablando de trece años normales, sino de trece años de disminución de nuestros derechos; trece años de militarismo; trece años de abuso de poder; trece años de la corrupción más descarada e impune; trece años en los han muerto más de ciento cincuenta mil personas producto de una violencia desatada y, también, impune; trece años de una inseguridad que ha crecido exponencialmente, que nos ha sometido en nuestros hogares a un claustro infame; trece años de misoginia televisada en cadena; trece años de persecución al periodismo independiente; trece años de sometimiento de los empleados públicos al miedo y el chantaje; trece años de aniquilación de las instituciones democráticas; trece años de persecuciones selectivas a personas encarceladas sin haber cometido un delito; trece años de todas estas cosas que han llevado a más de un millón de personas a irse del país buscando una vida mejor que, por cierto, no siempre consiguen; trece años de una economía estancada e hiperinflacionaria, que ha profundizado la ya de por sí gravísima crisis social existente cuando Hugo Chávez llegó al poder; trece años de jugar con el hambre de las personas, extorsionándolas con su pobreza y necesidades; trece años que han sacado lo peor de nosotros, nuestro lado más indolente, nuestras peores carencias como sociedad. Y, lo más importante, trece años en los que el gobierno se ha dedicado, afanosamente, a destruir el tejido social de Venezuela, colocando a los venezolanos a odiarse entre sí, separando familias, creando una sociedad fracturada y llena de rencores.
Yo, conscientemente, decidí no relegir eso. Yo iré a votar el próximo domingo, y lo haré por Henrique Capriles. No porque sea ningún ingenuo que apueste a nuevos caudillos, o porque no esté consciente de las limitaciones del voto, sino porque la mitad de mi vida ha transcurrido bajo un mismo gobierno. Como yo, toda una generación sólo ha conocido un gobierno, una forma de ejercicio del poder fundada en el abuso, el atropello, la soberbia, el militarismo y el autoritarismo. Para cambiar eso hay que votar el domingo y enseñarle a una generación completa que el poder puede ejercerse de otra forma, que no estamos condenados a una misma cosa y que podemos ser mejores. Sonará cursi, pero es verdad.
Es cierto que la oposición, entendiendo por “oposición” ese cúmulo de partidos políticos agrupados en torno a la repulsa a Chávez y su gobierno, se ha ganado todos los insultos de parte de la ciudadanía, es cierto que esos partidos y sus dirigentes han reincidido una y otra vez en los peores errores y hasta en una imitación patológica de las peores taras del gobierno que combaten, pero también es cierto que esa ha sido la única plataforma política que se ha opuesto a todo lo descrito. Vivimos en un país donde un gobierno omnipresente y omnipotente ha aniquilado la independencia de los poderes públicos, haciendo que no existan contrapesos a sus autoritarias medidas. Esa clase política será muy despreciable, y algunos exquisitos los mirarán con asco, pero si no existieran, prácticamente no existiría en Venezuela nada que no fuera chavismo.
Durante estos años la historia nos ha puesto en la terrible disyuntiva de tener que elegir sin elegir realmente, de tener que votar “en contra de Chávez”, más que por una opción real. De alguna manera, me alegra saber que el domingo eso será una excepción. No votaré por Henrique Capriles bajo protesta, lo haré convencido y con mucho respeto. Creo que la oposición se ha equivocado mucho, pero también creo que no reconocer que esta campaña electoral ha sido un acierto es una mezquindad demasiado grande. Yo no sé si Capriles podrá ganar el domingo, pero sí sé que éste es el único momento en que esa errante clase política ha hecho lo que había que hacerse para ganarle las elecciones al chavismo. No creo que Capriles Radonski sea una especie de “peoresnada” que elegimos porque no teníamos más opción. Todo lo contrario, el próximo domingo votaré finalmente por una opción que sí se parece a mucho de lo que me gustaría ver en el gobierno de mi país: civilismo, discurso conciliador, políticas públicas que busquen el beneficio de la mayoría sin discriminarlos, intenciones de superar y no de regodearse en los problemas sociales que nos afectan, alternabilidad democrática, respeto por el contrario, seguridad y retorno a la convivencia democrática.
¿Y si gana el chavismo?
Estoy escribiendo estas notas justo cuando el gobierno cierra su campaña electoral en la avenida Bolívar, la misma en la que hace cuatro días estuve marchando con miles de persona descalificadas a parte iguales por el chavismo y por los exquisitos abstencionistas. Para Mario Silva, el pasado domingo en esa avenida estábamos unos 30 mil sifrinos que irrespetábamos la bandera y que, como decía la desagradable crónica “Un recorrido chic desde el este a la avenida Bolívar”, publicada en la agencia estatal AVN, estábamos bebiendo whiski y pisando un territorio (el centro de Caracas) que nunca pisamos porque somos del este y no salimos de nuestros ricos municipios. Para los preclaros abstencionistas, en cambio, el domingo estábamos un rebaño de ovejas ingenuas e ignorantes que marchábamos ciegamente, que repetíamos consignas vacías y nos convertíamos en una masa amorfa y sin identidad, incapaz de pensar y razonar.
Así como tomé la decisión de ir a votar el domingo y acompañar la candidatura opositora, tomé la decisión de acompañar, también, los actos opositores. En la marcha del domingo había muchas personas escépticas con los partidos opositores, muchos que fuimos a marchar sin uniformarnos con la gorra tricolor o la bandera de un partido político, y a los que los jingles de la campaña no nos gustaban mucho que digamos; decidimos, nuevamente, tomar una decisión consciente, la del que asumiendo sus limitaciones participa de algo, no como esperanza ciega, sino como un punto de partida. Y por eso estuve ahí, al lado de militantes de primero justicia y acción democrática, junto a gente de clase media y gente pobre, junto a rubios y negros; unidos todos no por nuestra condición borrega sino por la convicción de que estos no son tiempos para exquisiteces, que la unidad implica admitir que, afortunadamente, no somos un movimiento homogéneo sino heterogéneo, que no somos una masa de militantes ciegos y uniformados, y que por eso coincidimos los de una u otra clase social, los que militan en partidos políticos y los que no. Fue, contrario a lo que piensan Mario Silva y los exquisitos, un acto de conciencia.
Y debe ser por eso mismo que contemplo con mucha inquietud una cierta arrogancia por parte de muchos opositores que desde esta mañana insisten en que allí, en el cierre de campaña del chavismo, sólo hay autobuses y gente obligada, borregos y personas indolentes. Si me preguntaran cual ha sido el mayor acierto de la campaña de Capriles Radonski, diría sin duda que el haberle hablado a los chavistas, a los venezolanos que, por una razón u otra, se han sentido identificados con este gobierno. Capriles sacó el discurso opositor de esa limitada audiencia que ha tenido durante los últimos años y lo llevó a otros lugares, a otros oídos. Que nosotros no hagamos lo mismo es, de nuevo, una gran mezquindad. Ciertamente, el gobierno ha chantajeado a los empleados públicos para que participen de sus actos, es verdad que las marchas oficialistas han estado llenas de autobuses de instituciones públicas que trasladan a empleados estatales bajo amenaza de perder sus empleos si no asisten; pero no es menos cierto que el gobierno conserva un gran apoyo en muchos sectores y que, lamento decirlo pero el optimismo desmedido debe combatirse, es perfectamente factible y posible que el gobierno gane las elecciones del domingo.
¿Y qué si eso ocurre? Creo que sería trágico porque eso significaría que la mayoría de los venezolanos se identifica con esta forma de gobernar, que estamos dispuestos a aceptar el abuso y el atropello como forma de vida, que habremos naturalizado la inseguridad, que nos conformamos con la miseria, que aceptamos gustosos vivir como lo hemos hecho en los últimos años: odiándonos. Y peor, en términos de alternabilidad democrática, el triunfo del chavismo significaría que los venezolanos, tanto los mayores como los que formamos parte de esa generación que anda por debajo de los 40 años, viviremos la mayoría de nuestras vidas bajo un mismo gobierno, y lo trágico es que no sería un gobierno impuesto por la fuerza sino elegido por todos, como si todos hubiéramos firmado una carta de renuncia a nuestra democracia.
Eso hay que entenderlo para entonces asumir cosas muy importantes. La primera, qué haremos quienes no nos identificamos con esta locura y queremos un país mejor. La segunda, ¿qué falla en nuestra sociedad para que tantos se identifiquen con todas esas taras? Y por eso es bueno dejar la arrogancia y la actitud sobrada, tener un poco de humildad para admitir que el domingo será un día de incertidumbres, que hay que hacer el trabajo, salir a votar, convencer a cualquier indeciso que conozcamos, seguir haciéndole entender a esos venezolanos que esto no puede seguir así. Y la forma de hacer eso no es acercarnos a ellos para decirles jalabolas y negar su existencia.
Pase lo que pase, el lunes sabremos si hemos o no superado el reto y si el futuro se adivina promisorio o lúgubre. Yo, consciente de que la esperanza es un bien que se agota rápido y que el optimismo puede devenir en enormes decepciones, decido apostarle al optimismo y pensar que sí, que podemos creer que Venezuela merece un destino mejor. Nuevamente sonará cursi, pero es verdad. Las verdades existen, muchas veces, en esos lugares comunes que rechazamos en nuestro afán de ser únicos y originales. Hoy no me importa no serlo y creer un poco en este país del cual, de corazón, no deseo irme ni ver como se sigue hundiendo en este despeñadero lleno de tanta ignorancia y tanta ignominia.