1. Venezuela: un país raro
Una colega lanzó un reto interesantísimo:
Se refiere, por supuesto, en el contexto de Venezuela, donde lo político lo ha permeado todo, al punto de causar divorcios y distanciamiento -cuando no franca ruptura- entre consanguíneos.
Esto que es tan obvio -casi natural- para los venezolanos, representa una anomalía en términos del escenario de los países occidentales, globalizados en la actualidad. Tal y como apuntaba Zizek en una de sus más recientes ponencias, lo que podemos verificar en esta modernidad tardía es la irrupción de lo privado en el ámbito de lo público. Contaba el intelectual cómo en uno país de Europa Oriental (no precisamente un país “desarrollado”) se filmaba esta película porno: un hombre y una mujer se montaban en un autobús y empezaban a copular. Tras el choque inicial, los demás pasajeros volvían a sus periódicos y sus iPods en clara señal de “eso es asunto de ellos”.
Esta tendencia extrema se verifica en hechos más cotidianos, como la del hombre que entra al baño público y encuentra a otros dos masturbándose en los urinarios. Este incidente que en Venezuela exigiría el escándalo del macho ofendido, pasa de largo en otras latitudes. Hay altas probabilidades de que nuestro ciudadano en cuestión, de ocurrir ésto en Norteamérica o Europa, orinaría haciendo caso omiso de los cruisers y se iría sin “meterse” en lo que no le importa. Por cierto, es precisamente esta idea de la irrupción de lo privado en lo público la que nos permite leer más adecuadamente el fenómeno de los reality shows: no es que se expone lo privado al escarnio público; es que cada uno de nosotros, frente a estos programas, es colocado en la posición de un voyeur. Es tal como ocurre en los videochats; muchas miradas individuales en un solo punto, lo que no necesariamente implica la constitución de un gran Otro, de un grupo o colectivo simbólico sedimentado. Tal parece que el proceso social en curso implica que eso que fue un colectivo es ahora un desagregado de individuos aislados. A eso apunta esta modernidad globalizada, a la realización de cada uno de nosotros como las mónadas de Leibniz.
Por supuesto, esta tendencia supone muchos problemas, los cuales formarían parte de una discusión más amplia. En el caso concreto que nos ocupa, el de la reconciliación en el contexto de la familia venezolana, lo primero que debemos reconocer es que se inserta en un contexto distinto al de la generalidad de Occidente. “Maracucho que se respeta le pega a muchacho ajeno”; esta podría ser una buena síntesis del dictamen del gran Otro de la cultura venezolana. El venezolano debe ser confluente y mantener relaciones simbióticas, es decir, carentes de límites, con los otros. Esa es la expectativa y así tienden a comportarse todos aquellos identificados como ‘venezolanos’. De este modo, recién nos conocemos y ya decimos que somos “los mejores amigos”; golpeamos al mariquito de la clase para que entienda que acá todos nos apegamos una definición rígida del género masculino; hacemos chistes (cuando no asaltos) a todo aquel que se salga del rebaño. Como diría Osmel Sousa: somos un pueblo sencillo y cristiano.
2. El declinar de la metáfora paterna o la disolución de las instituciones en Venezuela
Dentro de la tradición de pensamiento en la que se ubica Zizek, esa que ahora uso para teorizar sobre el tema de la reconciliación en la familia venezolana, es ya un lugar común insistir en lo que se conoce como el declinar de la metáfora paterna. Con esto se apunta a un viraje en la estructura, del cual se desprenden los fenómenos relacionados con el acortamiento (cuando no desvalorización) de la autoridad. Para ilustrarlo con ejemplos: hace 50 años (y en Venezuela incluso en los 70) cuando alguien acudía a un analista, se calaba el aguacero de interpretaciones, incluso por años. Algo había que hacía que la gente confiara en la autoridad. “Si me lo dice debe ser por algo; es el experto ¿no?” (Amantes de las series, las primeras temporadas de Mad Men, cuando Betty Draper va al psicoanalista dan una idea de cómo era la cosa antes). Ahora todo es muy distinto: me siento mal, “algo no funciona”; estoy deprimido, entonces voy a terapia. Si no me gusta lo que me dice, si “no me sirve”, no importa; busco a otro; así hasta que consiga un terapeuta con el que “haga click”.
Esto no es sólo con el analista o los terapeutas. Eso que llamamos respeto de los hijos por sus padres ha sufrido una transformación radical, al igual que el respeto a la policía, los médicos, los profesores… ¡sólo vean en lo que han quedado convertidos los sacerdotes en la sociedad contemporánea!
De nuevo, valgan las puntualizaciones. Esto que en otras latitudes ha representado un “suavizamiento”, en Venezuela toma los visos de una demolición masiva. En concreto, el gobierno ha desmontado al Estado y cada uno de los funcionarios públicos ha sido “liberado” de cualquier dignidad asociada al cargo que ocupa. Cosas impensables en otros lugares son el pan de cada día en Venezuela, por ejemplo, la ministra Iris Varela mandando a comprar vaselina para la sodomización electoral (por no empezar con la lista infinita de chaborradas del máximo líder).
De igual forma, se reemplezaron los programas sociales estructurados por “misiones”, de manera que, por ejemplo, no hay una red de hospitales, sino CDI’s donde se colocan médicos cubanos… Todo con la «gerencia» de militares que manejan las cuentas en efectivo. “Acá se hace lo que me da la gana nojoda”. Este sentir, en definitiva, es lo único que parece haber sido democratizado en los últimos 14 años.
Ahora bien ¿en qué ha consistido “el proceso” a la luz de lo que señalo? En acabar con el continente simbólico del venezolano. En vez de un Estado regido por un presidente que eventualmente debe, por ley, dejar el poder, nos encontramos frente a la identificación directa con un líder carismático que se las ingenia para salirse siempre con la suya. “Chavez es el pueblo; todos somos Chávez…” La situación podría enmarcarse con la siguiente imagen: la del padre que se comporta como una madre loca.
3. La familia: el último resquicio
Ahora puede entenderse por qué nos resulta fácil odiarnos (lo siento ingenuos; los hechos son contundentes y cualquiera lo sabe: los venezolanos se matan entre ellos). Frente a la ausencia del continente simbólico, léase el Estado, los individuos quedan desnudos frente a su goce -ese placer que se siente en estar constantemente irritado por lo que procede de lo real. Un goce que, por cierto, es estimulado continua y sistemáticamente por quien, en otra dimensión, debería ser el principal apaciguador, a saber, el presidente; el garante de la unidad de TODO un país; no el que pretende usar a todo un país para validarse como la única opción posible.
Así las cosas, esta “revolución” ha logrado concretar una distopía única en su estilo; ha puesto en escena un mundo a lo Mad Max, donde estamos a merced de los otros, debido a la ausencia de un gran Otro que, a través de la Ley, regule el goce. Las pruebas, creo yo, sobran: si estamos en la calle y me miras mal: plomo; si quiero algo que yo no tengo te lo quito, si no me lo das (o no lo tienes), plomo; se hace lo que yo diga, de lo contrario, plomo… Con Chávez todo, sin Chávez… ¡plomo!
La violencia en Venezuela, a mi entender, procede directamente de esta irritación constante. Es un problema estructural que afecta a todos por igual, independientemente de la identificación política.
Con esto llegamos al meollo del asunto: la familia ha devenido el último refugio; ese lugar donde (aún) no podemos echar plomo, pero sí levantar la voz y expresar de maneras menos bárbaras las frustraciones y el impasse en lo social. Por eso nos divorciamos, por eso dejamos de hablarle a nuestro hermano; es eso o… ¡plomo! Como todavía nos queda algo de decencia, los protegemos de nuestra agresión distanciándonos.
A estas alturas, hemos de decir que la familia, si bien simbólicamente más sólida que el individuo, no da para tanto; el continente es el Estado y no puede pedirse a la familia que opere más allá de lo que puede ser.
Resumiendo, eso que da cuenta de los problemas familiares relacionados con identificaciones políticas consiste, por un lado, en un imperativo de goce donde suponemos que “todos somos uno y lo mismo”; por el otro, tiene que ver con la ausencia de un gran Otro que regule nuestras interacciones. Como resultado, hemos dejado de ser una Nación, para convertirnos en un conjunto de individuos irritados que aunque no sienten la presencia del Estado, aún conservan cierto respeto por la familia.
Para cerrar, sólo me resta decir que la reconciliación, entendida como restitución del lazo social, es harto compleja y cuesta arriba en la Venezuela actual. Las elecciones de mañana, en este sentido, son una prueba de fuego donde o damos el salto al vacío hacia algo nuevo, o seguimos en el proceso entrópico de desnudarnos frente a lo real. La verdad dudo que en 24 horas los venezolanos cambien de posición subjetiva así que, siendo honesto, creo saber lo que puede pasar mañana, independientemente de quien gane: depresión es una de las opciones; la otra es esa que ya conocemos muy bien, a saber, ¡plomo!