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DEL AMOR Y LA VIOLENCIA DEL CRISTIANISMO Y LA IGLESIA

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DEL AMOR Y LA VIOLENCIA DEL CRISTIANISMO Y LA IGLESIA

 

 

POR CARLOS SCHULMAISTER

 

 

Para los cristianos resulta cuasi natural demonizar la violencia del Islam y de otras religiones de oriente, al punto que ésta viene a ser funcional a la  necesidad de ocultar, olvidar y negar la propia violencia y el odio generados a lo largo de la historia en el seno de las comunidades religiosas del tronco  judeo-cristiano.

Sin ánimo ni pretensiones de desconocer aquella violencia, ni de subestimar su perfil y su magnitud, intento llevar al lector a tomar conciencia de  que la violencia está presente en todos los campos de la vida social, sin que ninguno pueda salvarse de ella, por lo cual resulta hipócrita  hacerse cruces ante  la violencia “ajena” sin blanquear antes la propia, tal como sucede actualmente.

 

 

Recordando la famosa, interesante, esclarecedora y olvidada polémica entre Lisandro De la Torre y Monseñor Francescchi, sostenida públicamente durante largos meses en dos periódicos porteños de la década de 1930 -publicada luego como “La cuestión social y un cura”- viene a mi memoria una afirmación de aquel gigante intelectual y moral acerca de que algunas religiones orientales llegaban en sus planteos doctrinales acerca del Bien a niveles de sublimidad, lo cual él no veía reflejado en el cristianismo.

 

Por cierto, la Iglesia Católica ha predicado el mandato cristiano del amor exaltando el deber de los creyentes de negarse a si mismos en beneficio del prójimo, o sea de renunciar a sus deseos, conveniencias, intereses, derechos y merecimientos. Y digo “ha predicado…” pues a ella, como institución, le ha faltado cumplimiento, más allá, por cierto,  de muchas páginas memorables y conmovedoras de la encarnación de aquel mandato, de lo cual dan testimonio la santidad y la religiosidad de individuos y comunidades cristianas de todas las épocas.

 

Sin recurrir a los Evangelios, tan abundantes en enseñanzas y mandatos de amor, recordemos por un lado el deber de “poner la otra mejilla” en lugar de practicar venganza, violencia o ira cuando nuestras expectativas se ven injustamente defraudadas; y por otro, el propio sacrificio de Jesucristo en la cruz.

 

En ambos casos es el otro, el prójimo, los demás, los destinatarios del amor cristiano cuando éste se traduce fundamentalmente en dar, antes que en recibir, tal como expresa aquel famoso poema cuya autoría se atribuye a San Francisco. Especialmente en aquel verso que dice: “Es dando como se recibe”.

 

Esta gradación superlativa del deber de amar de los cristianos llega a su punto máximo toda vez que incluye el deber de amar hasta a los propios enemigos. Creo que en este punto, el cristianismo está por encima de cualquier otra confesión religiosa. Por lo menos, en un plano doctrinal.

 

De modo que el amor cristiano es fundamentalmente un amor activo, o en acción, un amor objetivable, demostrable, visible; no reductible a una abstracción sentimental del amor sino a su encarnación y puesta en acto concreto.

 

Siendo así, la entrega del amor cristiano no tiene límites ni reservas, salvo que por causa de ella se perjudique a alguien que es acreedor de nuestros deberes de amor con anterioridad. Por ejemplo, un padre que es único sostén de su familia, o su único protector frente a peligros reales y potenciales serios no debe dejarla desprotegida para acudir en auxilio de terceros si con ello agrava aquellos riesgos y peligros. O una persona que tiene el noble propósito de ir, supongamos, al África, a ayudar a quienes padecen hambre y enfermedades por causa de la miseria de ese continente, no debería hacerlo si para ello debe abandonar a sus padres ancianos cuando él representa su única ayuda. Así lo indica una sencilla racionalidad y una sólida responsabilidad, convertidas en recaudos fundamentales para el ejercicio del amor.

 

De modo que el amor cristiano entraña responsabilidad no sólo teóricamente sino de hecho. No es un vago sentimiento de bondad con un objeto difuso que no llega a materializarse y del cual no nace ninguna responsabilidad. El amor cristiano debe demostrarse mediante las obras de amor. Por consiguiente, una obra de amor realizada en beneficio del prójimo, sea éste una sola persona, varias o muchas, no puede implicar paralelamente daños y perjuicios  para otras, también independientemente del número o cantidad de éstas.

 

El núcleo del amor es la entrega sincera, desinteresada, que no pretende ni busca recompensa de ninguna clase. El amor es eso cuando se cumplen estos requisitos. No siendo así, es lo más parecido al egoísmo. Pero como el egoísmo ha sido considerado muchas veces como vehículo o fuente del amor y de la entrega al prójimo me adelanto a negarlo desde ya, pese a que cuando era joven me pareció legítimo. Más adelante me explicaré al respecto.

 

Pues bien, el deber ser del cristiano auténtico reside fundamentalmente en la obligación de amar al prójimo. Esto es así desde la ética del cristianismo más puro. Sin embargo, la fe de la Iglesia Católica ha entrado históricamente en contradicciones toda vez que ha admitido y convalidado requerimientos del Estado para la utilización de la fuerza y la violencia, por lo demás legitimada y legalizada desde otros cartabones ajenos a las creencias religiosas y tan profanos como el derecho, la política y la administración. Éstos darán origen a diversos instrumentos regulatorios no sólo de su ejercicio sino del ejercicio del no amor -en un extremo de la gradación- hasta directamente del odio, el dolor, la crueldad, el sufrimiento, en el otro extremo. Es decir, de todas las manifestaciones antagónicas del amor.

 

Ahora bien, aquella respuesta de Jesucristo, “dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”, fuente de una extensa producción argumental desde entonces, sobre todo a favor de ella, es una contradicción basada en el hecho inexcusable de que no se puede servir a dos amos al mismo tiempo, cosa que ya los primeros cristianos reconocieron. No sólo porque César era Augusto, o sagrado, es decir, divinizado, sino porque la consiguiente obligación de servir en los ejércitos, de la cual nace el soldado, aquel que habitualmente utiliza armas para matar, es la máxima contradicción del mandato de amor a los enemigos.

 

Y digo “armas para matar” porque si bien éstas pueden ser elementos disuasorios,  atemorizantes y disciplinantes están concebidas para que de su uso pleno y total resulte la muerte de otros humanos devenidos en “enemigos”. Por lo demás, el único equipamiento de los ejércitos que no está destinado a matar ni a destruir, sino estrictamente para la propia defensa está constituido únicamente por los antiguos escudos.

 

De ahí, pues, la negativa de los primeros cristianos y de muchos cristianos actuales a tomar las armas como servicio ciudadano por contradecir el mandato de Jesucristo de poner la otra mejilla en caso de agravios u ofensas. Tanto así que el cristianismo más puro y profundo manda no matar a otro u otros ni siquiera para defenderse cuando éstos pongan en riesgo la propia vida.

 

En consecuencia, ese cristianismo no admite ninguna legitimación de la guerra, y mucho menos de la “guerra justa”, tal como efectivamente ha sido elaborado y sostenido por la teología católica hasta la actualidad.

 

Ahora bien, si se examina detenidamente la llamada historia sagrada del judeo-cristianismo se hallarán en el Antiguo Testamento innumerables ejemplos de violencia de toda clase, admitida, legitimada y legalizada dentro del mismo pueblo hebreo, al punto de que actualmente en ciertos países darían lugar a la intervención de los defensores de los “derechos humanos”.

 

Sin embargo, más atroz que el hecho de que aquella violencia, odios y desamores hayan sido admitidos y practicados por el pueblo hebreo resulta que ellas hayan sido “ordenadas” muchas veces por el propio Dios de Israel, autor y promotor temible de muerte, daño, destrucción, violencia y sufrimiento, de modo que ese Dios Padre no parece realmente un Dios de amor.

 

Si a ello se añade la existencia de una previa guerra celestial entre el Bien y el Mal, de la cual -pese a la derrota de los representantes de este último- el Mal continúa en combate, esto pone en duda otra vez la superioridad del primero sobre el segundo, y la certeza de que el Bien sea efectivamente tan bueno y deseable toda vez que la teología católica ha establecido que el Mal cumple una función necesaria en el plan divino.

 

Recuerdo que en los años 60´s del siglo XX, a aquella respuesta de Jesucristo, antes citada, que entrañaba el acatamiento a la ley de los hombres tanto como a la ley de Dios, los cristianos tercermundistas  le contraponían el evangelio de San Mateo, concretamente la expulsión de los mercaderes del templo por parte de Jesucristo, de la cual se desprendía una legitimación del ejercicio de la violencia que respondía a los fines de ese cristianismo encarnado y exaltado. Todo ello asociado a la hipótesis de la lucha de los zelotes contra la dominación romana. Lucha nacional con la cual habría simpatizado Jesucristo e incluso Juan el Bautista.

 

Hoy sabemos cuánto daño enorme se produjo al prójimo desde las cúpulas dirigenciales de la sinagoga y del templo cristiano, tanto como el producido por otras religiones al margen del judeo-cristianismo, por causa de intérpretes, comentaristas, teólogos y canonistas oficiales, generalmente conservadores y tradicionalistas, así como también sabemos cuánto enorme daño ha producido el fanatismo individual y colectivo de los cristianos en general, puestos a ejecutar mandatos “oficiales” con cargo al cristianismo tanto como a las diversas  iglesias cristianas y no sólo a la católica, y el producido por las interpretaciones “libres”, rupturistas, de base y no de cúpula, durante tantos siglos, antes del Concilio Vaticano II y después de éste.

 

 

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