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El triunfo de Hugo Chávez el 7 de octubre no solamente demuestra que su aura de salvador de la patria no sólo es real, sino consistente en el tiempo. El voto del chavismo no ha mermado, por el contrario, ha crecido, aunque dicho crecimiento no es consistente con el crecimiento del REP. También ha crecido la oposición, y de manera significativa; aunque no lo suficiente para poner en riesgo la hegemonía del caudillo reencarnado, inalcanzable en el espectro político de la Venezuela rural del siglo XXI.
Comienza a plantearse entre quienes tratamos de entender este país, la idea de comprender al chavismo desde una perspectiva más holística. Una mezcla entre demografía, las estadísticas electorales y sociología que nos permita apreciar más a fondo ese fenómeno, ¿quiénes son? ¿de dónde vienen? ¿qué hace que a pesar de los símbolos notables de deterioro del país, el pueblo apoye un proyecto sin claros visos de éxito?
El chavismo pierde gobernaciones y alcaldías, pero no la presidencia; lo que demuestra que este es un proyecto mesiánico más que político. Chávez es la chi (X) y la rho (P) en el cielo de esta Venezuela. In hoc signo vinces. Contra eso no puede haber como contrapartida otro acto de fé, o como dirían los anglosajones wishful thinking. Y me refiero al wishful thinking porque en eso pareciera haberse convertido la campaña de Henrique Capriles; un estado de mentira colectiva, de engaño auto-infligido. El debate girará por un buen tiempo en torno al caos de las encuestadoras, algunas tarifadas, otras no tanto, que al final contribuyeron con una enorme confusión. Confusión que algunos aprovecharon para crear una matriz de opinión en la cual la victoria de Enrique Capriles no sólo parecía posible, sino inminente. De ahí, las caras largas, el silencio, y muchas, muchas lágrimas el día después.
El tema es que la hegemonía del caudillo pareciera sedimentarse en una especie de entropía social mejor conocida como Oclocracia. Una especie de dictadura de las masas, una posición en el espectro político a ultranza, un no me da la gana revestido del bálsamo de los votos. Se cumple así el único requisito para la existencia de la democracia, el gobierno de la mayoría, pero se suprime la libertad individual y la esfera personal se vuelve propiedad colectiva. La teoría dice que una sociedad donde la mayoría de los ciudadanos actúan conforme a sus propios intereses siguiendo una mecánica racional, a la vez que su nivel de conciencia colectiva y valores sociales están muy por debajo de lo requerido, se transforma en una sociedad discreta. Este es el paso previo a la Oclocracia, definida ésta como el nivel más bajo de democracia que emerge de una situación de acción o participación social mínima. Los Einzelmenschen, aquellos actuando en su propio interés, no sólo describen de manera clásica a la élite chavista, sino al pueblo que los secunda. En el primer caso, la nueva burguesía bolivariana ha demostrado a lo largo del tiempo que es capaz de hacer cualquier cosa para mantener en el poder a su mesías; y por el otro, el pueblo chavista se aferra enérgicamente a aquellos beneficios que ha recibido, aunque esto signifique la destrucción del aparato productivo del país, la desaparición de la institucionalidad, de la infraestructura y las libertades civiles.
Al mismo tiempo, este hecho aparece como inexplicable para la clase media educada, venida a mucho menos y viviendo en un estado de nostalgia crónica. A la nueva clase media, erecta por entre los escombros del golpe de estado del 2002 y el paro petrolero, poco le importa resolver el dilema del líder y su conexión con el pueblo; son los nuevos testaferros de la riqueza petrolera; están muy ocupados sorbiendo del excremento del diablo como moscas.
La visión de país entre la vieja clase media y la clase pobre es simplemente una y otra muy distintas Venezuelas. Ninguno de los dos cabe en la opuesta visión. Para la clase media, las clases pobres son un obstáculo para el progreso; criminalidad, ranchos, reconcomio y envidia por lo ajeno que no han trabajado. Para los pobres, los sifrinos no tienen cabida por vendedores de patria, usurpadores, y copiones del modelo gringo; atrincherados en sus urbanizaciones no tienen contacto con los verdaderos dueños del circo que son ellos. El chavismo llama disociados a esa clase media; muy acertadamente. No porque la estigmatización es válida y pertinente, sino porque en realidad la clase media está escindida, divorciada de la amarga realidad, que no entiende; que se empeña en no entender. Se siente traicionada a lo largo del tiempo; el puntofijismo la despojó de su lugar en la sociedad, la hizo irrelevante. El chavismo se empeña en hacerla desaparecer, como un bochornoso vestigio de esa Venezuela del pasado.
La solución a la crisis de este país no es un simple cambio de gobierno, eso simplemente desplazará el reconcomio al otro lado, que buscará revancha. Ha sucedido algo muy grave históricamente en el país, y esto amerita juntar el rompecabezas, entender qué pasó, qué salió mal. De manera que mientras tengamos a un montón de pseudo-intelectuales escribiendo lo que sus viseras expulsan, cada vez que hay una crisis o la crispación es extrema, así nunca entenderemos nuestro drama ni podremos conseguir la tan mentada reconciliación nacional; si es que de reconciliaciones se trata. Tal vez se trata más de atender a nuestras responsabilidades, de prestarle atención a aquello que nos enseñaban en moral y cívica, educación ciudadana, o como quiera que lo llamen hoy en las escuelas.
La clase media debe retomar su rumbo y atender a sus responsabilidades; generar opinión, participar políticamente, tomar las riendas de la dinámica social; Capriles es quizás el símbolo más cercano a ese ideal. Sin embargo, aún luce lejano, ajeno, marginado del drama nacional. Tendrá que descender al purgatorio, renunciar a su casta, convertirse en monje franciscano, probar que sí sabe qué es ser pobre. A la clase pobre no le queda más que evolucionar, desarrollarse; no es su responsabilidad, sino nuestra, de las clases medias. Pero para eso hay que dejar atrás el complejo y el atrincheramiento. Porque al fin y al cabo es nuestra responsabilidad histórica, nuestro legado sin beneficio de inventario. Podemos escupir en la tumba, lamentar los errores de los ancestros, pero no podemos evadir la realidad y a la vez molestarnos cuando nos llaman disociados.