Lo malo de la soledad es que llegamos a acostumbrarnos a ella, se vuelve habitual. Por lo menos eso me ocurrió: ese año perdí tanto a mi novia como a mi perro, los dos únicos seres que realmente me importaban en la vida, a excepción de mi madre, quien para ser totalmente francos había levantado una especie de muro entre nosotros, tal vez para darme la privacidad que suponía yo ansiaba, pero también (y cómo me pesa ahora) por mi culpa, ya que nunca hice nada para darle a entender lo contrario. Me volví un ser bastante huraño: mi vida se resumía en atender la tienda y encerrarme en la biblioteca, con una frugal cena y de vez en cuando una copa de brandy, a leer alguno de los cientos de volúmenes que ella albergaba. Destinaba los raros fines de semana que no iba a trabajar precisamente a enriquecer esa biblioteca, pero ni siquiera esa actividad entrañaba contacto social, pues había decidido no hacerme asiduo a ninguna librería, sino que las variaba siempre; no acudía a los libreros sino que me guiaba por mi instinto. Si alguno de ellos se me acercaba, abandonaba de inmediato el local. Hoy en día entiendo que fue un grave error, y que si me hubiera dejado guiar por ellos mi colección de libros sería mucho más interesante e importante. Pero así era yo en esos días, y no puedo echar para atrás el tiempo. En cuanto a los perros, decidí que más nunca iba a tener otro, pues el dolor que me había causado la pérdida de Hamlet fue demasiado hondo, casi físico.
Durante un par de años me volví una especie de monje tibetano, un asceta en la esfera de los sentidos. No volví a relacionarme con mujer alguna; no salí a locales de moda para tratar de conocer gente; las raras veces que salía a cenar era en compañía de mi madre, quien lo hacía a duras penas pues no era amiga de derroches innecesarios, cosa que en ese momento era risible pues los negocios iban viento en popa – tal vez por mi dedicación exclusiva a ellos, ya que me metí de cabeza en la gerencia e introduje innovaciones que lograron captar una gigantesca clientela, la cual aprovechaba el momento de bonanza del país para equipar viviendas y renovar guardarropas. Mi mamá se espantaba al ver los precios en las cartas de los restaurantes, y ordenaba los platos de menor precio para gran diversión mía, que por mi parte hacía todo lo contrario. Para molestarla pedía las cosas más inverosímiles en esa época, y de esa forma llegué a probar alimentos desconocidos, algunos muy sabrosos, otros francamente desagradables. Esas veladas transcurrían plagadas de silencios, interrumpidos muy de vez en cuando por un comentario sobre el servicio del lugar, alguna noticia aparecida en los periódicos, o informes de la tienda. Pero nunca escarbamos lo más importante, los hechos íntimos de la familia, los sentimientos. Esos temas estaban tácitamente vedados de nuestras conversaciones.
Así transcurrían mis días, todos iguales, con pocas novedades qué destacar. Una monotonía cadenciosa como un aguacerito pertinaz y constante. Y lo peor es que no hacía nada por cambiar ese estado de cosas: la abulia se había instalado en mí y la dejaba gobernarme. Sabía en cual época del año nos encontrábamos por las temporadas que se sucedían en la tienda: carnavales, semana santa, fin de clases, vacaciones escolares, inicio de clases, navidad. Esos eran los acontecimientos relevantes en mi vida. Me había convertido en una máquina de trabajar y acumular dinero, sin otro fin que el de mantenerla en funcionamiento. Era un ser estéril y seco. Pero un acontecimiento vino a remecerme los cimientos: mi madre comenzó a perder peso de manera alarmante, y una visita al médico confirmó las sospechas que me habían surgido: había contraído cáncer. No duró ni 3 meses, se fue extinguiendo lenta e inexorablemente como un cirio de iglesia. Su muerte fue tan repentina que no me dio tiempo de asimilarla, ni de ajustar cuentas con ella. Las últimas semanas las pasó entre atroces dolores e inyecciones de morfina, que ya al final eran ineficaces. Llegué a pedir que su muerte se acelerara, tal era su estado. Ese deseo se me cumplió, y una mañana amaneció muerta, en su cama. Por fin logró el descanso; una sensación de placidez salía de su imagen, parecía una larga y flaca muñeca de trapo en el medio de una cama demasiado grande para tan poco cuerpo.
Otro funeral, otro carrousel de visitas de familiares lejanos y amistades olvidadas o -en muchos casos – desconocidas; un aturdimiento que me hacía ver las cosas como a través de un velo, o como si estuviera viendo a distancia mi propio cuerpo compartiendo con esos desconocidos, recibiendo palabras de pésame y sin entender mucho. Luego el entierro, y por fin la soledad completa. Volver al enorme caserón fue duro; aunque en la práctica vivía solo, por lo menos antes sabía que a poca distancia se encontraba mi madre, y que en cualquier momento, cuando se me antojara, podía aparecerme en su casa para que me preparara una taza de café, o me diera un poco de la sopa que siempre mantenía en el fogón. Los pequeños detalles que hacen la cotidianidad empezaron a hacerme falta, y en ese momento comprendí que la vida está hecha precisamente de eso, las cosas en apariencia insignificantes pero que en conjunto construyen la existencia.
Comprendí que estaba llevando mal mi vida, y tomé dos determinaciones: reanudaría mi vida social, y conseguiría otro perro.