DE LOS MITOS HEROICOS, O CUANDO MATAR Y MORIR ES
POR CARLOS SCHULMAISTER
El Diccionario Sapiens (ed. 1981) reza para el término “Heroísmo: esfuerzo elevado de la voluntad y la abnegación, que lleva al hombre a realizar actos extraordinarios en servicio de Dios, de sus semejantes o de la patria”.
Y para “Abnegación: sacrificio de la voluntad, de los intereses o de los afectos en servicio de Dios o de los semejantes”. (Aunque no lo diga expresamente, de hecho se ha incluido también históricamente la Patria).
En tanto que para “Abnegar: renunciar voluntariamente a pasiones, deseos o intereses”.
No sólo la razón mueve al mundo, también lo hace la sinrazón. En realidad, la mal llamada sin-razón, pues ésta es una forma de la primera y no su ausencia, o, por lo menos, no su ausencia total. Históricamente se ha asociado a la razón con el bien y a la sinrazón con el mal. De ello se ha desprendido una equivocada fórmula de sentido común según el cual lo bueno descansa sobre lo racional y lo malo sobre lo irracional. Pero no necesariamente esta ecuación es exacta, pues el mal, para serlo, necesita de la racionalidad, de la inteligencia, si no sería un mero acto instintivo, por ende sin responsabilidad para sus autores.
A modo de ejemplo, el más famoso de los genocidios conocidos: el Holocausto, requirió de altas proporciones de inteligencia –pensamiento racional, lógica- que no estuvo solamente en la concepción de la idea y de los fines, (en la formulación filosófica, ideológica o política) sino también y muy especialmente en la ingeniería necesaria para optimizar los recursos disponibles para su ejecución.
Siendo el hombre un ser racional, la inteligencia de la humanidad funciona como un sistema, no como simples saberes y actos aislados. De modo que los andamiajes o sistemas de sentido producidos y transmitidos en la historia son formulaciones racionales, pero ello no impide que algunas piedras basales no estén correctamente articuladas con las demás.
Con frecuencia sucede que, como en una construcción de mampostería realizada por chapuceros, algún ladrillo no esté correctamente encajado o ensamblado con los vecinos pero que se haya ocultado el defecto con el revoque. Y sin embargo, el edificio permanece en pie y parece sólidamente afirmado. Por más que la experiencia nos enseñe que no se puede construir un castillo sobre la arena, so riesgo de que se venga abajo más temprano que tarde, nada impide hacerlo en condiciones menos riesgosas –pero igualmente riesgosas- que por lógica diferirán y reducirán los modos y consecuencias de su inexorable colapso.
La humanidad, análogamente, se reproduce mediante insumos materiales y simbólicos que reorganiza y así crea y recrea y a todo lo explica y lo justifica con lógicas impecables que parecen conferirle gran solidez. Trátese, otra vez, de objetos materiales o de ideas de todo tipo. No obstante, mucha de esa edificación histórica posee fundamentos erróneos, a menudo producidos a designio. Sin embargo, la solidez de lo edificado parece indiscutible. Tal el caso, emblemático por cierto, de cosmogonías y religiones que se mantienen en pie desde tiempos insondables.
Una de las fuentes principales de este fenómeno de perduración lo constituyen los mitos y las mitologías. Particularmente los mitos heroicos, conocidos por todos los pueblos del planeta en todos los tiempos, a menudo con rasgos similares, como es común en la vida social genérica de la humanidad.
Sin embargo, la gestación de muchos mitos heroicos no siempre se ha producido por causa de una credulidad popular, espontánea y anónimamente consolidada a lo largo del tiempo. Por el contrario, con frecuencia nacieron de un acto mistificador, justificado por la necesidad de contar con un relato fundacional, creador y original, concreto y deliberadamente pergeñado, transmisor de emoción, de sentimentalismo y trascendencia espiritual, efectos mediante las cuales se buscaba anclar el origen de una historia colectiva, o el de un linaje particular, volcándolo en el correspondiente relato mítico.
Tanto los mitos como los héroes a ellos asociados han estado relacionados con intereses, concepciones o cosmogonías relacionadas y pertenecientes a un poderoso, a una clase, un estamento, un grupo, una casa dinástica, o una causa política, religiosa o ideológica, los cuales transmitirán y confirmarán a través del discurso y la imaginería, y con mayor o menor vitalidad y fidelidad según tiempos y lugares futuros, a tenor de los innumerables cambios que atravesarán.
El poder cohesivo y legitimante del particularismo identitario que los mitos representan al interior de sus respectivos colectivos socioculturales, junto con el sentido finalístico que les proveen, y la carga espiritual aristocratizante que brinda el culto de los héroes a las generaciones posteriores, permiten comprender la funcionalidad y finalidad de su existencia en relación con la construcción y el ejercicio del poder real y simbólico sobre hombres y sociedades del pasado, del presente y del futuro.
Una vez echados a andar, los mitos tienen el poder de ocultar sus orígenes, así como la identidad de sus verdaderos beneficiarios, facilitando la creencia general de que “el acceso colectivo a su uso y disfrute es libre”, según fraseología de moda. Sin embargo, ningún mito es inocente o inocuo.
Hasta hace muy poco, en Argentina, los mitos y los héroes no se discutían. Proponérselo e intentarlo era descabellado y altamente sospechoso pues se reputaba como un intento disolvente de “los núcleos morales de la nacionalidad” (fraseología nacionalista ya superada que habilitaba la puesta en marcha de ejemplares procedimientos estatales y sociales de castigo). Hoy se considera un acto “destituyente” y los mencionados procedimientos han cambiado, pero siguen existiendo.
La escuela, las fechas patrias, los actos patrios escolares y cívico-militares, los símbolos nacionales, los libros de historia y de geografía, hasta los mismos mapas, eran vehículos para su apropiación explícita e implícita, como aquel exiguo párrafo en letra pequeña y a pie de página en el libro de historia antigua de primer año de José Cosmelli Ibañez, publicado desde 1961 hasta el presente, referido a los trescientos espartanos de Leónidas que enfrentaron a un millón de persas muriendo por la patria en las Termópilas. O el relato conmovedor de la madre espartana a la que le comunicaron que su hijo había muerto en combate y que se enorgullecía porque lo había hecho por la Patria. La defensa del suelo natal, del territorio, de la Patria, interpelaban a los vivos y demandaban la ofrenda de valores extremos, de esos que albergan los corazones y que manan cuando fluye la sangre generosamente derramada en la liturgia del combate.
Ambos relatos son abrumadoramente dudosos en cuanto a su veracidad, pese a lo cual cumplieron grandes servicios a la patria (reducida en esos tiempos a las polis) pero más aún al posterior patriotismo nacional de los griegos hasta llegar al Occidente contemporáneo.
La historia argentina está poblada de héroes de talla descomunal, junto a otros de discutible heroicidad, demasiado pequeños frente a los primeros. En muchos casos, con estaturas y jerarquías ganadas en vida pero pérdidas en la posteridad; otras veces sucedió lo contrario: habiéndoseles escapado la gloria en vida -y no simplemente por una cabeza sino por varios cuerpos- el procerato y el heroísmo atribuido post mortem les fueron inventados y adjudicados por famosos historiadores “orgánicos”.
Cuando las glorias legítimamente obtenidas se confunden con otras adquiridas con métodos espurios, todos los héroes pasan por tales en las penumbras de la historia oficialmente consagrada, y todos sirven a los fines a los que se hallan alineados. Si bien, últimamente han aparecido nuevos héroes contraculturales producidos por ciertos mistificadores profesionales de turno.
Sin embargo, la historia no construye héroes civiles, que los hay en abundancia y cuyas acciones heroicas son con frecuencia más conmovedoras que las referidas a los héroes épicos en batallas convencionales o irregulares. Una conducta heroica es, por ej., dejar de comer el único mendrugo de pan disponible para dárselo a alguien con más hambre; o como dice el poeta: no dormir esta noche si hay un niño en la calle; arrojarse a aguas turbulentas para salvar a un niño a punto de ahogarse; entrar a una casa que está incendiándose para rescatar a un ocupante en peligro de muerte; la opción de vida del Dr. Maradona de quedarse para siempre en la selva chaqueña para servir a los necesitados; lo mismo que el Dr. Albert Schweitzer renunciando al mundo académico de Alemania para crear un hospital en Lambarené, o la Madre Teresa de Calcuta consagrándose a los pobres.
Heroísmo como abnegación, como renuncia y entrega voluntaria al prójimo.
En todos los casos, los mitos heroicos que entran en la historia son mitos agónicos, de combatientes humanos entre si. Matar y morir es la conducta extrema que el mito heroico pone en valor.
Yo descreo absolutamente de esta clase de héroes. Me resultan tremendamente conmovedores los millones de personas de todas las edades que estuvieron, murieron y sobrevivieron en los campos de exterminio del Holocausto. Con virtudes, con altivez, con fuerzas casi imposibles de sacar, con sonrisas y afecto, y también con miserias, con flaquezas, con locura, ellos son héroes para mi.
Pero para la mayoría no son héroes sino anécdotas y estadísticas que terminan en olvido colectivo. Por eso es que los genocidios nunca son prevenidos: porque son olvidados. En cambio, los héroes épicos son rescatados, representados, exaltados, proyectados al futuro y tomados como ejemplos de vida para los vivos y para nuestros descendientes.
Estos efectos residuales negativos que produce esta clase de heroicidad no son imputables, por lo general, a los presuntos héroes en torno a los cuales se generan, sino a los mistificadores de turno, sean civiles o militares, religiosos o laicos, gobernantes y gobernados, autoritarios y sometidos. Ellos son quienes de mil maneras explícitas e implícitas perpetúan el círculo vicioso de la heroicidad de origen religioso y político, heroicidad de bando y de facción, nunca de carácter universal.
En España hay muchos casos de mitos y heroísmos al servicio de causas personales o de facción. Recuerdo dos en los que el mito es siempre el mismo: el de la Patria (con mayúscula, como ente metafísico) y los héroes respectivos dispuestos a morir por ella, a aceptar la muerte con alegría, como si de una amiga se tratara, según clamaba cierta poesía envenenada de falangismo.
Uno de ellos es el de Don Alonso Pérez de Guzmán, defensor de la plaza de Tarifa, sitiado en 1294 por el infante Don Juan en alianza con los benimerines del norte de África. El infante capturó a Pedro Alonso, hijo de Don Alonso, y lo presentó maniatado afuera del castillo, amenazando con degollarlo allí mismo si su padre no se rendía. Pero Don Alonso no sólo se negó sino que dijo que le daría su propio cuchillo para matar a su hijo y a otros cinco hijos si los tuviera, y allí mismo le arrojó su cuchillo en prueba de su determinación. Enfurecido, Don Juan lo degolló en el acto y catapultó la cabeza hacia el interior del castillo.
La otra leyenda es la del coronel Moscardó, atrincherado en el Alcázar de Toledo, el 23 de julio de 1936, durante la Guerra Civil Española. Se trata del mismo tipo de héroe que en los ejemplos anteriores. Ese día nace la leyenda nacionalista (reproducida en innumerables sitios de Internet) según la cual el Jefe de las milicias republicanas que asediaban el Alcázar había telefoneado al coronel Moscardó que si no se rendía ejecutarían en diez minutos a su hijo Luis, de 24 años, capturado esa mañana.
La leyenda menciona el siguiente diálogo:
— «Para que vea que es verdad le va a hablar» —dijo aquel hombre, llamado Cabello.
— «¿Qué ocurre, hijo mío?»
— «Nada, —respondió el muchacho —que dicen que me fusilarán si el Alcázar no se rinde».
— «Si fuera cierto —contestó su padre, el coronel Moscardó —encomienda tu alma a Dios, grita un ¡Viva España! y muere como un héroe. Adiós, hijo mío, un último beso».
— «Adiós, padre, —contestó Luis —un beso muy grande».
Cabello se puso al teléfono nuevamente, entonces Moscardó contestó que no hacía falta esperar que se cumplieran los diez minutos pues…
— «… el Alcázar no se rendirá jamás».
Incluso habría escuchado por teléfono el disparo en la nuca de su hijo.
Un mes después, el 26 de septiembre, la plaza semiderruida es recuperada por las tropas nacionalistas del general Varela. Moscardó, cuadrándose marcialmente, habría contestado, imperturbable y lacónico (como buen habitante de la Laconia, según ese famoso libro de historia antigua de primer año):
— «Mi general, sin novedad en el Alcázar».
Hoy se sabe que este relato es una leyenda, una falsa historia, que Luis Moscardó murió el 23 de agosto ejecutado por los republicanos junto con otros presos como represalia por un bombardeo de los nacionalistas, y que el teléfono del Alcázar estaba cortado desde antes del 23 de julio. Y lo mismo se dice del mito de Guzmán el Bueno.
¡Ah, la Patria! ¡Ah, la paternidad! La madre espartana, fría, dura y orgullosa rediviva en la España brutal, desde donde el nacionalismo y el catolicismo la proyectarán a América para que continúe generando modelos de pensar y sentir como se debe, como corresponde a todo hombre de bien, católico y nacionalista por supuesto. ¡De qué otro modo si no!
Patria, la del pueblo y la raza; paternidad, la de la sangre y el amor. Ambas fundidas en el imaginario colectivo del momento, exaltadas en los tiempos del romanticismo y de los Estados Nación para sentirse orgullosamente enlazados con la grandeza de aquellos “fundadores” medievales.
¡Qué mezcla repugnante de soberbia, vanidad y narcisismo!
Ambos relatos son construcciones falaces de los hechos históricos. Sin embargo, igual que muchos otros, han servido para alimentar emociones muy íntimas en el alma de los españoles falangistas, así como en los nacionalistas contemporáneos de Hispanoamérica, especialmente los del primer peronismo, y en sus descendientes, muchos de ellos protagonistas marciales del segundo peronismo, que habían recibido el mito del coronel Moscardó por transmisión oral de sus padres, por lecturas (cuando todavía se leían libros) o por “cursillos” especiales en innumerables cofradías católicas y militares de esos años.
A finales de los años ´60 y comienzos de los ´70 la épica guerrillera creaba un relato y una imaginería poblada de héroes juveniles, vivientes, de carne y hueso, cuyas vidas se presentaban reproductibles, imitables, al alcance la mano de aquellos que tenían sed de absolutos y creían que las luchas por Dios y, o, por la Patria, eran formas trascendentales de redención de la muerte inexorable. He ahí, pues, nuevos modelos vivos a imitar por los hombres de aquellas generaciones juveniles.
Valentía, temeridad, coraje, eran valores atribuibles sólo a héroes y semidioses en lucha. La dignidad y la altivez también eran modélicas, como cuando el coronel Dorrego pidió que le alcanzaran una chaqueta antes de enfrentar el pelotón de fusilamiento, o la del coronel Chilavert no aceptando el perdón de Urquiza ni el fusilamiento por la espalda, propio de los traidores. Sin embargo, en el fusilamiento del general Aramburu, acusado por sus ejecutores del asesinato del general Valle y otros militares y civiles en 1956, aquel pidió que le ataran los cordones de los zapatos antes de ser ejecutado. Lo que hizo, en realidad, fue vengarse para toda la eternidad de todos ellos al hacerle hincar la cerviz a quien cumplió ese pedido, reduciéndolos a la mínima expresión moral.
Conste que todas han sido muertes injustas ya que no hay muerte justa, y que toda muerte mancha a sus ejecutores. No importa a qué bando hayan pertenecido.
El heroísmo de matar y morir por Dios, por la Patria o por la comunidad es tal en el contexto de un imaginario del patriotismo concebido como la virtud mayor del hombre de la colmena. Imaginario compuesto de imágenes de acción, brillantes, emotivas, conmovedoras, que aluden a sentimientos de coraje y valentía, a abnegación, a amores y odios sublimes, todo lo cual se presenta en determinados momentos de la historia de un individuo como un “llamado”. Quien lo perciba, quien lo sienta, quien lo atienda, se unirá a la historia general, y si perece en combate se elevará a la gloria de los héroes olímpicos.
Muchos hombres y mujeres fueron seducidos por un ardiente patriotismo extremo para dar y recibir la muerte, y muchos lo hicieron por absoluto convencimiento. Sin embargo, en otros muchos casos, en la larga historia del nacionalismo, y también del comunismo, expresiones ambas del colectivismo, muchas entregas de la vida no fueron causadas por un auténtico patriotismo, por más extraviado que fuera, sino también por una megalomanía feroz. La psicología tiene mucho para decir, desde hace mucho tiempo, acerca de ciertas conductas suicidas y temerarias de raíz egocéntrica y narcisista, que vale la pena conocer despojados de prejuicios y con criticidad, como debe ser respecto de cualquier asunto: siempre se debe decir la verdad, pero toda la verdad.
Por último, matar y morir por la patria, extremos que suelen ir juntos, constituyen conductas repudiadas por el cristianismo –no hace falta mayor abundamiento al respecto-, precisamente la religión más representativa de Iberoamérica, que es donde florece y se propaga como peste esta clase de mitos. Y también son rechazadas por el pensamiento pacifista desde la antigüedad hasta hoy, así como también por el pensamiento ácrata.
Ciertamente, matar y morir buscándose una ética y una estética de respaldo, es –como el romántico “vivir peligrosamente”- una intensa manera de sentirse vivo para muchas personas. La mistificación de vivir a través del héroe, clonado con él, reivindicado en él, encarnado en él a partir de un sufrimiento indecible, proporciona un sentido de pertenencia a un supuesto núcleo de dignidad colectiva de la raza, de la nación, del linaje o del apellido, concebidas con características metafísicas.
Y eso sin importar la insignificancia o la miserabilidad que de hecho se pueda portar como capital real, como en el caso de Judas, que se sintió grande por unas horas, ni las miserias y extravíos reales, idiosincráticos, del “pueblo” que a un personaje así le haya tocado en suerte.
No obstante, es una opción equivocada y tremendamente egoísta, para nada valiente por más que pueda parecerlo, sino altamente cobarde por las condiciones y las legitimaciones no sólo morales sino eficientistas con que a menudo se realiza el matar, y sin hablar de la maldad que habita dicho acto en todos los casos y circunstancias.
Siempre, absolutamente siempre, matar por la patria, o por Dios, o por nuestros semejantes, aún en una guerra externa legalmente declarada, es siempre una desgracia que afecta no sólo a los combatientes sino a todo el género humano.
“El valor no es estar dispuesto a matar porque se posee un arma; hay un valor que vale mucho más que ése, aunque pueda temblar el cuerpo y vacilar la carne: es el valor moral de defender una idea” (Amílcar Vasconcellos, político uruguayo perseguido por la dictadura militar de su país, en su famoso libro Febrero Amargo).
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