La crítica no fue benevolente con ella en Estados Unidos. Los especialistas americanos pidieron la cabeza del director, acusándolo de banalizar la novela de Seth Grahame-Smith. Para muchos, la película debería recibir “una estaca en el corazón”.
La fuimos a ver el domingo en el Tolón y no la pasamos tan mal. De hecho, la compramos en tercera dimensión y salimos recompensados con un grupo de secuencias donde el efecto especial cobra sentido.
Las escenas de acción pagan el precio de la entrada y le aportan consistencia a la técnica de la imagen estereoscópica.
Al principio, un descendiente de Nosferatu asesina a la madre del protagonista y le pega un latigazo en la cara a un niño indefenso. Los golpes son proyectados hacia el espectador, involucrándolo con la trama en la transgresión de su espacio.
Ambas situaciones de violencia marcan el destino del protagonista y definen su punto de no retorno. En adelante, Abraham Lincoln no dormirá en paz hasta lograr saciar su sangre de venganza y libertad para los esclavos.
De ahí nace la principal paradoja del guión, cuyo argumento busca hacer una lectura irónica y políticamente incorrecta de la fundación de un mito del progresismo anglosajón.
Es la gran fortaleza de la mirada iconoclasta del realizador de las discutidas piezas de culto, “Wanted” y “Guardianes de la Noche”.
Para Timur Bekmambetov, junto con John Ford, siempre se imprime la leyenda, la versión oficial. Por tanto, el relato oscuro queda en un segundo plano, omitido y censurado con el transcurso del tiempo.
El nuevo film del creador expresionista quiere sacar a la luz la memoria oculta del padre fundador de la patria, por medio del recurso de la metáfora, no necesariamente sutil o poética.
Enorme diferencia con el trabajo reciente de Steven Spielberg dedicado a reconstruir la efigie clásica del hombre clave de la emancipación de la raza afrodescendiente.
El contenido engloba una cruda filosofía zombie, de muertos en vida condenados a subsistir al margen de la ley dentro de un inframundo paralelo con tintes de western posmoderno.
Así, el retrato de Abraham Lincoln se aparta del cliché heroico de costumbre, para mostrarlo como un personaje ambiguo al borde del abismo y la esquizofrenia. Pragmático en su vertiginoso ascenso a la Casa Blanca. Desdoblado como una encarnación gótica de “Doctor Jeckill y Mr. Hyde”. Empeñado en impartir justicia por su propia mano, a punta de hachazo limpio.
El apetito de revancha vuelve a confirmar la relación de Bekmambetov con su mentor, Quentin Tarantino, a quien el ojo por ojo le roba el sueño desde el once de septiembre, según Adrian Martin.
No en balde, “Abraham Lincoln: Cazador de vampiros” supone un antecedente para “Django Unchained”. Desarrolla un libreto similar en el mismo contexto de la negritud discriminada y posteriormente reivindicada, bajo un sello de desacralización a la manera de “Inglourious Basterds”.
En el planteamiento del subtexto de la obra, los sudistas establecieron un despotismo acartonado y rancio, basado en la explotación de la gente de color. Los blancos integristas adoptan el comportamiento de una legión del Ku Kux Klan, imbuida del espíritu de Drácula.
Por ende, salta a la vista la conexión con la realidad contemporánea. La alegoría llama la atención en el entorno de la actual campaña por la reelección de Obama.
Los republicanos conservadores y del Tea Party serían los herederos de los aristocráticos vampiros de la cinta. Abraham Lincoln fungiría de alter ego de Barack en la oficina oval, asediado por el complot de las fuerzas invisibles y el fantasma del magnicidio.
En efecto, Bekmambetov concluye con un mensaje de alerta, de anticipación o de refrescamiento del trágico atentado contra el caballero del sombrero y la barba. Una pesadilla latente, un miedo recurrente, un temor compartido por varios intelectuales contemporáneos. Es el caso también de Robert Redford en “La Conspiración”.
Nada más por ello el largometraje de Timur merece atenderse con cuidado. A lo mejor le sobran minutos, se dispersa en el segundo acto y le falta capacidad de resumen.
Sea como sea, su trabajo de reelaboración de una fuente conocida, lo redime y lo convierte en un potente reflejo de las guerras civiles, no declaradas, a consecuencia de la consagración del líder demócrata del tercer milenio.
Es cuando Hollywood se compromete a defender la causa del abanderado del “Yes We Can”.
¿Una simple y vulgar moda de la industria para extraer beneficios del clima polarizado y del electorado fascinado por “The Help”?
¿Una jugada oportunista?
¿Una respuesta a la corriente superada de Bush?
La meca tiene la palabra.
Me suena a la idealización de un candidato, de una estatua mediática con pies de barro.