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Mi vida, a través de los perros (XXVII)

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Tal vez no sea un gran hallazgo, pero puedo afirmar con conocimiento de causa que la vida no es otra cosa que una combinatoria de casualidades, más o menos afortunadas. Por mucho cuidado que se tenga en la planificación del curso que se le pretenda dar a la propia existencia, las circunstancias harán que se desvíe hacia alguna dirección diferente a la imaginada en primer lugar. Pongamos la mía como ejemplo: según mi temperamento e inclinaciones juveniles, hubiera debido dedicarme a algún oficio relacionado con la literatura, tal vez bibliotecario o forzando un poco la barra, porqué no, escritor. Sin embargo emprendí una carrera diametralmente opuesta como lo es la ingeniería civil. Cuando ya me había hecho a la idea, tuve que convertirme en tendero. Y así por el estilo sucedió en todas las esferas de mi vida. En realidad no tenía mucho de que quejarme: estaba llegando a los 30 años y había tenido una serie de vivencias de todo tipo que me habían obligado a madurar y me definían como hombre. Los 30 años constituyen una especie de hito  en el cual corresponde hacer un alto y echar una mirada retrospectiva. Yo no escapé a ese ritual, y realicé mi balance respectivo: en el plano económico no tenía nada de qué quejarme, pues por fortuna la tienda no dejaba de producir dinero. Pero en el aspecto personal era un pordiosero, un mendigo. Casi no tenía relaciones, más allá de las forjadas alrededor de mi actividad comercial: veía con envidia como, al llegar la noche, mis dependientes salían charlando animadamente, citándose para tomar algo en los bares de la zona, o tomados del brazo de la pareja que los aguardaba en la acera. Yo no tenía a nadie quien me esperara. Cerraba la pesada santamaría, buscaba mi carro y me iba a casa, a tomar una cena frugal, o bien a algún restaurante anodino cuando no tenía ánimos para siquiera prepararme un sandwich. Total, allá en la casa no había nadie aguardando mi llegada: ni siquiera las dos perras que habían quedado de la camada inicial, pues no sobrevivieron por mucho tiempo, después de la muerte de mi madre. En esos momentos de soledad pensaba que hubiera podido contar con la compañía del hijo que por la decisión de Lucía no llegó a nacer. Aunque ella me había aclarado que no tenía por qué ser mío, en el fondo de mi ser sabía que sí lo era. Pero ya había quedado en el pasado. Aunque cuando pensaba en eso me invadía una sensación entre la amargura, la tristeza y la rabia, esos episodios solían pasar pronto.

Había algo cierto: debía sacudirme esa soledad de alguna manera. Para ello decidí reanudar mi vida social.  Compré una acción en un club de playa, el cual comencé a frecuentar de manera constante. Allí me inscribí en cuanta actividad grupal estuviera disponible: desde clases de velerismo hasta partidas de póker. Nunca había sido asiduo a los juegos de azar, pero empecé a agarrarle el gusto. Era evidente que en el fondo mi ánimo era débil y fácil de ser atrapado por el lado oscuro: pronto me hice asiduo a esa actividad, y llegué a  adquirir destreza en las artes del engaño y el envite. Como es común, esa actividad comenzó a convertirse en un vicio acompañado de otros, y llegaba a pasar noches enteras en interminables manos, regadas con cuantioso licor. A la mañana siguiente, después de una ducha reparadora y un café cargado, me tiraba en la playa a dormir la resaca. En esas ocasiones mi estado era lamentable, y lograba el efecto contrario al que estaba buscando, pues empecé a cobrar fama de libertino. Después de unos cuantos bochornos y una llamada de atención a tiempo, recapacité y me alejé de las mesas de juego, en procura de actividades menos escandalosas.

Otra cosa que ya me estaba faltando era la compañía de un perro, y empecé las gestiones para conseguirlo. Quería un can que llegara a ser fuerte, pero a la vez temía que se fuera demasiado pronto, por lo que emprendí una investigación para hallar la raza que satisficiera ambas necesidades. Tras largas consultas en enciclopedias de animales, me decidí por el bulldog inglés: no llegan a ser demasiado grandes, pero sí poderosos, y su expectativa de vida es bastante larga. Hice las averiguaciones pertinentes, y al cabo de unos meses recibí la llamada telefónica que estaba aguardando: un criador acababa de tener una camada de esos perros, y me ponía a disposición un macho. Lo fui a ver, y me gustó enseguida. Fiel a mi tradición literaria, lo llamé Byron, en honor al lord y poeta inglés, esperando que su vida fuera menos trágica que la de su homónimo.

Poco a poco mis cosas comenzaban a encaminarse de nuevo, dentro de cierta normalidad. Me faltaba, sin embargo, lo más importante: la compañía de una mujer, que compartiera conmigo el trecho de vida que tenía por delante. Esas cosas, se sabe, no se decretan. Suceden cuando tienen que hacerlo, y por lo general de maneras inesperadas.

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