Sandler es una figura complicada para analizar en frío. Cuenta con un sólido ejército de fanáticos, quienes lo respetan y lo interpretan como la encarnación del clásico antihéroe de clase media.
Su imagen pervive en el imaginario colectivo. Aunque es una ilusión. Gusta vestir de manera informal, con tejanos, franelas y zapatos de goma. Sin embargo, el hombre es un magnate de Hollywood. Atípico por demás.
Por ende, lo siento estancado en su estética demagógica y populista. Le funciona para seguir cobrando los cheques y mantener activa a su caja registradora.
Los críticos esnobistas se lo perdonan y hasta lo justifican. Nunca se lo admitirían a Sofía Coppola. Al simpático de Adam le permiten extender su reinado de la apariencia.
Al verlo, atestiguo la nostalgia por el ghetto de su grupo y generación de comediantes pobres enriquecidos a la sombra de la meca.
Irónicamente, atacan los cimientos y las imposturas del sueño americano. No obstante, dejémonos de pavadas, ellos son la personificación del éxito del modelo, de la mitología del “self made man”. Pasaron del anonimato al estrellato en un abrir y cerrar de ojos.
Aun así, la flexibilidad de la pantalla grande les garantiza la oportunidad de prolongar su fantasía de quedarse en la nota de los barrios bajos, de disfrazarse de cínicas víctimas de la crisis y la depresión.
Nada diferente del ídolo hipócrita, de pies de barro, de Michael Moore y de otros vampiros de la marginalidad, de la periferia en condición de paro. Legión en la Venezuela del CNAC y la Villa.
Por consiguiente, nos llega el último vehículo para el ejercicio del exhibicionismo y el narcisismo supuestamente “white trash” de Adam Sandler.
“That’s my boy” es puro alarde de su “humildad” y de su humor negro contra el blanco favorito del progresismo de la industria: la gente conservadora, falsa y de doble moral de la pequeña burguesía, medio republicana y kistch.
El actor, junto con Andy Samberg, no la tiene difícil para lograr su cometido, burlándose de los rituales de inclusión, de las familias acomodadas y de los barrios elegantes, durante la organización de un matrimonio absurdo, arreglado, con olor a trampa.
Personalmente y fuera del dilema planteado, disfruté a carcajada limpia de la rocambolesca y efectiva puesta en escena del autor, cuya depuración debería erigirse en un ejemplo para los estudiantes de las academias, interesados en dirigir comedias.
El productor dicta cátedra de cómo sacar mucho de poco, entre diálogos veloces y secuencias de alto impacto audiovisual, donde la mecánica del gag encuentra a un nieto ilegítimo, sacrílego y bastardo de los payasos iconoclastas de la modernidad.
Voluntariamente o no, el autor resucita el espíritu de los secuaces de Mack Sennett, de las pandillas eufóricas de Mel Brooks, de las salidas caricaturescas de Jerry Lewis, de la escuela prodigiosa de “Saturday Night Live”.
De ahí su natural y sabia economía de medios y recursos, aprendida en sus tiempos al frente de las cámaras de televisión.
En efecto, el “no estilo” de Sandler, es un estilo.
El argumento es lo de menos, es una excusa fabricada desde la autonconsciencia del agotamiento de las fórmulas y paradigmas de la estructura canónica.
“That’s my boy” cuenta el relato simple del reencuentro de un padre con un hijo en el contexto de un casamiento forzado.
Lo interesante radica en el proceso de deconstrucción del género, potenciado con el pretexto de filmar una película de guión trillado, dándole la vuelta a su escritura tradicional.
En consecuencia, los arquetipos del romanticismo de smoking y vestido largo, recibirán la peor parte de cara a la galería de “freaks” y de “loosers” reivindicados por el promotor de la gozada.
Al final, no hay “happy ending” en el altar y ganan los chicos malos del inframundo, secundados por los renegados y olvidados de la cultura mainstream.
Sandler se redime en la recuperación humana de sus colegas censurados por las listas negras de los estudios. Adam prefiere reunirse con Vanilla Ice, el hermano mayor de Arnold el Travieso y los bebedores de cerveza de un bar de quinta categoría.
En dicho sentido, es fiel a sus orígenes. Según entendemos, aquí el pana no nos miente. El largometraje proyecta las afinidades y los afectos verdaderos del muchacho negado a crecer, como un Michael Jackson refugiado en su rancho de “Neverland”.
A lo mejor, sí cambio drásticamente el fondo económico de su espacio, de su ámbito de acción. Antes era modesto. Ahora es el de un incipiente empresario de andar por casa con pantuflas y bata de dormir, cual versión Ozzy de Hugh Hefner.
Se lo merece por su empeño.
Claro, su fachada en el cine, de eterno imitador chaborro de Bruce Springsteen y Elvis, es ficción.