Una mañana de Septiembre, de un día lunes para más señas, ocurrió la serie de eventos que le daría un nuevo vuelco a mi vida. El cúmulo de actos inmutables que se sucedían ordinariamente en las jornadas de trabajo se vio intervenido por una circunstancia imprevista: al tratar de encender el carro tuve la desagradable sorpresa de que la batería estaba descargada. Era el único vehículo operativo que tenía a disposición; aunque mi ya vetusto Bel Air todavía estaba en el garaje, hacía años que nadie lo utilizaba, tenía los cauchos desinflados, y ni hablar de la batería: debía estar muerta hacía rato. Resignado, entré a la casa, busqué la guía telefónica para localizar un taxi, y cuando me disponía a marcar uno de los números encontrados en el teléfono, ningún sonido emanó de él. De inmediato recordé que tenía el recibo en la mesa de la cocina, lo busqué y mis sospechas iniciales se confirmaron: tenía 15 días de vencido, por lo cual la compañía de teléfonos, con su proverbial diligencia, había procedido al corte correspondiente.
Mientras Byron daba vueltas a mi alrededor, ladrando alegremente y tal vez sorprendido por el cambio en la rutina, sopesé mis posibilidades y comprendí la precariedad de mi situación: estaba en lo alto de la colina en donde se posaba mi casa, el vecino más cercano (con el cual jamás había entablado conversación alguna) se encontraba a unos diez minutos de distancia, y esperar que un taxi se presentara a las puertas de mi casa era análogo a tener la esperanza de ver la materialización de alguna figura mitológica en el centro de la ciudad. Tomé la única decisión que tenía disponible, y emprendí mi camino hacia la avenida principal, que estaba a kilómetros de distancia. Afortunadamente era temprano, no hacía mucho sol y mis zapatos eran bastante cómodos; eso pensaba al principio para darme ánimos, pero cuando tenía veinte minutos andando sentía que avanzaba por un extraño desierto en bajada, portando un calzado de cemento. Por supuesto no habían aceras, y largos tramos de la vía estaban en construcción, por lo que en la práctica estaba caminando sobre guijarros. En un pasaje particularmente comprometido de la vía ocurrió el accidente: pisé mal, el tobillo se me dobló de manera innatural, y fui a dar cuan largo era sobre el proyecto de carretera. Por fortuna no había nadie que hubiera visto el accidente, con lo cual me salvé de ser atracción ocasional y pública; por desventura no había nadie que me pudiera socorrer. Me levanté, pero al tratar de pisar vi las estrellas: algo se me había lastimado, o roto, en el pie. El mal día parecía ir para peor.
No podía caminar, ya era un hecho. La hinchazón apareció de inmediato: parecía tener un balón acoplado al pie. Me senté a un lado de la carretera, a hacer lo único que podía: esperar por algún samaritano imprevisto que circulara por allí, que tuviera la amabilidad de detenerse a ayudarme, y que no lo animaran intenciones de robarme. Todas esas conjeturas las iba elaborando durante el largo rato que estuve sentado, bajo el sol inclemente de la mañana que comenzaba a picar fuerte. Pasaron unos dos o tres carros, pero sus tripulantes se limitaron a echarme una mirada furtiva y curiosa, y a rociarme de polvo; yo como compensación los maldije en silencio. Ya empezaba a desesperar: la tienda sin abrir, los empleados aglomerados en la puerta, los parroquianos que en cualquier momento comenzarían a llegar… me regañé a mí mismo por no haber tomado medidas de contingencia antes, por no haber previsto que eso podría suceder, por no tener algún empleado de confianza a quien delegarle funciones vitales. En fin, estaba bastante entretenido en esa sesión de autoflagelo, por lo que no me di cuenta del momento en que un Jeep se detuvo a mi lado, y una voz femenina, de acento extranjero, me preguntó:
-Caballero, ¿está usted en apuros?
Esos modos me tomaron por sorpresa, pero ésta se acrecentó al ver que la persona quien me interrogaba era una espléndida mujer, vestida con un overol de trabajo, desgastado, una pañoleta en la cabeza y una sonrisa inolvidable. Pensé que estaba delirando por el sol, pero decidí seguirle la corriente, y contesté:
-Es así, espero que tenga el tiempo y la amabilidad de ayudarme.
-¿Que le ha ocurrido?
Le relaté con rapidez los acontecimientos, y sin más se apeó del rústico, me tomó de un brazo y en un gesto atlético me subió al asiento del copiloto. Todo ocurrió tan rápido que no me dio tiempo de nada. Me sentí como un enano en contraposición a una gigante.
-¿A donde quiere que lo lleve?
-Creo que lo más prudente sería ir a un hospital…
-¿A un hospital? ¿Por una torcedura insignificante? No me haga reír, y sáquese el zapato.
No tenía fuerzas para discutir con la gigante, así que la obedecí de inmediato.
-Lo que sospechaba. Es una pequeña luxación. Si no le importa, soy enfermera graduada y puedo resolverle ese asunto.
Sin estar muy convencido, pero muy intrigado por la mujer, le dije:
-Vivo a algunos kilómetros, si quiere me puede llevar a mi casa.
Así hicimos, y en unos cinco minutos estábamos traspasando el portón de entrada de mi hogar. Byron, quien se la pasaba vagando por los jardines, se acercó curioso al Jeep, y una vez que la extranjera se bajó procedió a olfatearla con gran ahínco. Pareció estar satisfecho con lo que olió, pues en un instante estaba haciéndole fiestas, meneando el tocón de rabo y ladrando de manera amistosa. Vaya, la gigante tenía sangre para los animales: eso me agradó. Y más me agradó cuando, una vez acostado en el sofá, se arrodilló en el suelo y con un solo movimiento me templó el pie. Por un instante me pareció descender a los infiernos del dolor, pero esa sensación pasó de inmediato dándole lugar a un estado de bienestar.
-Caramba, usted es experta en lo que hace. Disculpe mi descortesía: mi nombre es Tomás, ¿pudiera saber el suyo?
-Helga.