Antonio Escohotado exige un debate de altura sobre la despenalización de la droga. Vargas Llosa se une al coro de un tiempo para acá, después de ganar el Nobel. Sin embargo, la industria cultural responde desde su trinchera sensacionalista y moralista. Dos trabajos llegan a la cartelera para comprobarlo. En primera instancia, Salvajes describe el doble rasero de Oliver Stone alrededor del caso. De la boca para afuera, el autor americano reivindica las propiedades del consumo de la marihuana.
Por el contrario, su reciente película aborda el tema con la superficialidad de una campaña prohibicionista al sur de la frontera, bajo el lema de “el crimen no paga”. De hecho, los jóvenes protagonistas del largometraje son castigados por traficar con los capos del país vecino en el medio de una lucha intestina por el control del negocio.
Aun así, el ritmo del montaje, la estructura del guión y el matiz irónico del desenlace bipolar, tienden a favorecer el acabado de la cinta, equiparándola con las obras maestras del realizador. Pero en general, los dislates de la dirección inclinan la balanza hacia el lado oscuro del género, a merced de una locución redundante, una galería de secundarios de caricatura xenofóbica y un conjunto de interpretaciones olvidables. Es digno de encomio el esfuerzo por hacer visible el problema, al denunciar sus aristas sociales e institucionales.
Con todo, el aporte es mínimo y el resultado no logra deslastrarse del círculo vicioso denunciado por el argumento de Réquiem por un Sueño, estelarizado por chicos guapos caídos en desgracia por venderle el alma al diablo de los estupefacientes. De igual modo ocurre con El Cartel de los Sapos, perjudicada por su transferencia de la novela a la pantalla chica y de la televisión al cine.
La duración comprime las ideas profundas y extiende innecesariamente las anécdotas fútiles de los personajes. La mujer cumple un papel decorativo de esposa desesperada. Los hombres libran batallas predecibles a sangre y fuego, entre clanes opuestos.
En descargo del film, rescatamos las actuaciones, la secuencia de introducción, el humor negro, la fotografía, el uso de material de archivo y la presencia de figuras de la talla del fallecido Pedro Armendáriz Jr o del intimidante Tom Sizemore. Lamentablemente, al contenido le cuesta evolucionar más allá de su título.
Cali y Medellín sucumben por el propio peso de sus redes disfuncionales y corrompidas, fáciles de comprar a cambio de la seguridad del programa de testigos. La traición demarca el ocaso épico de una mafia global, surgida del fracaso de la modernidad en América Latina. A su vez, la muerte y la soledad definen el declive del imperio de la cocaína, según el epílogo de la trama vinculada a la imaginería clandestina de Carlos.
La DEA entra a jugar un rol preponderante como árbitro parcial de un tribunal de delatores, judas y hermanos enfrentados por mero interés de salvar el pellejo. Herencia de las pandillas de gángsters e infiltrados de Scorsese.
La conclusión prefiere sacar de cuadro a los políticos, los bancos lavadores y los poderosos de cuello blanco. El cierre no escapa de la falsa promesa demagógica de tregua y apaciguamiento. En realidad, todavía seguimos a la espera de una solución menos traumática para el asunto.
*Publicado originalmente en «La Ventana Indiscreta» de «El Nacional».