No soy consumidor de televisión. Hace algunos años cambié la diversión que me suministraba la caja boba por la de otro aparato, que tiene ínfulas de inteligencia. Es por ello que el nombre de Rosita no significaba nada para mí, hasta que empezó a formarse el revuelo de su escandaloso caso en las redes sociales. Poco a poco me fui montando un imaginario sobre esa muchacha, con los retazos de información que recogía involuntariamente por allí. En la mañana, camino al trabajo, César Miguel Rondón me informa puntualmente sobre las vicisitudes por las que pasó la «bomba sexy» el día anterior: que si le dio una subida de tensión, que si le objetaron los fiadores, que si salió dándole vivas a la revolución con su gorrita de Podemos. A través de Twitter leo los comentarios de una horda de seguidores y de detractores de la muchacha, que la hacen oscilar entre el fango y la gloria.
Su nombre verdadero, Jimena Araya, podría presumir de cierta alcurnia, y no desentonaría como apelativo de un personaje protagónico de telenovela. Rosita, por otra parte, se lo ponen a los personajes de menor escalafón en esos medios. Tal vez como Jimena Araya hubiera podido seguir la misma senda que antes recorriera otra «bomba sexy», como Diosa Canales; total, atributos no le faltan, para nada. Pero el destino le encasquetó el Rosita, y se le torcieron las cosas. Terminó enredada con un «Pran», con todo el peligro y el estigma que eso significa. Y allí comienza a funcionar la imaginación: fiestas mil y unanochescas entre las rejas de la prisión, bailes eróticos, sexo desenfrenado, plenitud de alcohol y otras sustancias, secretas humillaciones, quien sabe si pasión real. ¿Cómo terminó enredada de esa manera una muchacha que hubiera podido tener otra vida, si hubiera jugado sus cartas de forma diferente? Eso por supuesto se puede solamente especular; lo cierto es que por los momentos está confinada a una celda, a la espera de alguna medida cautelar que la ponga en libertad por lo menos condicional, mientras que el «Pran» causante de todas sus peripecias anda libre.
Quién sabe si en un arranque de heroísmo, copiado de los folletines del siglo XIX, el «niño Guerrero», como se conoce al «Pran», intente un desesperado rescate de la dama que por su causa está presa. Apuesto por lo contrario: el romanticismo está divorciado de la cruda realidad contemporánea. Pero cierto espíritu literario y romanticón que de vez en cuando se instala en mi interior se sentiría complacido al saber de la redención del Pran al tratar de rescatar, en una orgía de sangre y fuego, a la muchacha que cayó en desgracia por su culpa. Y ver posteriormente la lectura de un director de cine de este episodio de la farándula criolla. Tarantino, preferiblemente: su estética se casaría a la perfección con los acontecimientos.