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HISTORIA, «MAESTRA DE LA VIDA», «MADRE DE LA VERDAD»

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HISTORIA, “MAESTRA DE LA VIDA”, “MADRE DE LA VERDAD”.

 

POR CARLOS SCHULMAISTER

 

 

Para Cicerón la historia era “maestra de la vida” y para Cervantes “madre de la verdad”. En realidad, ambas sentencias eran y son  expresiones de deseo, esperanzas de que así sea, apuestas al futuro respecto de que la historia sirva para algo bueno, precisamente porque consustancial a ella es la verdad.

 

Especialistas de todos los colores han debatido largamente en los dos últimos siglos acerca de los fines de la historia  y de la verdad histórica, y mucho se ha avanzado en ese camino. Aquí mencionaremos muy al pasar algunas grandes conclusiones:

 

En la historia no existen predeterminaciones teleológicas, pues si así fuera obrarían como un cepo para la propia ciencia historia.

 

Además,  no es posible alcanzar en ella una objetividad absoluta que permita arribar a verdades definitivas.

 

Tampoco es la historia un espacio de relativismo total, porque ello constituiría un impedimento para la producción, acumulación y transmisión de saberes históricos.

 

Por último, así como la búsqueda de la verdad debe ser un horizonte ético que nunca debe perderse de vista, el quehacer historiográfico debe tener una finalidad de aplicación que trascienda su producto.

 

Lo anterior es el abc de la ciencia historia. De entrada, pues, se parte reconociendo la existencia de un desfase entre teoría, metodología  y filosofía de la historia, por un lado, y la realidad, por el otro. Desfase que conocían muy bien Cicerón y Cervantes hace ya muchos siglos.

 

Desde sus inicios hasta el presente  la producción de historia y su conocimiento fueron ampliándose cada vez más,  especialmente desde la invención de la imprenta con la consiguiente difusión de la lectoescritura; tanto como crecientes fueron sus distanciamientos de aquella  aspiración y recomendación axiológica de buscar la verdad por más difícil que ello pudiera resultar en la práctica.

 

Sobre todo desde el siglo XIX hasta la actualidad -precisamente el período de formación y establecimiento de las culturas nacionales primero y de las de masas después-  la investigación, la enseñanza y la formación de una conciencia histórica popular ampliamente representativa han experimentado una serie de procesos tendenciales que no transitan en la dirección que aquellos gigantes de la literatura señalaran como un deber ser inexcusable del oficio y ciencia de historiar y de la apropiación de los saberes históricos.

 

El carácter multimediático de la cultura en los últimos decenios convierte a todas las actividades sociales en eventos de mercado. Es decir, en programas de una agenda centralizada que año a año se repite en el vaivén entre lo reiterado  y la innovación. Estas consideraciones alcanzan también, obviamente, a la actividad científica y literaria y a todas las que quedan al alcance de las modernas industrias culturales. Es decir, a todas las actividades sociales, las cuales se expresan constantemente en narrativas y descripciones que formulan y reformulan, crean y recrean de mil formas novedosas la realidad social. Así aparecen cada vez más  el cambio y la diversidad como las notas salientes de esa realidad cuyas transformaciones y la velocidad con que ellas se producen responden a un complejo de causas que se inscriben en la  tesis de la “producción de la realidad”.

 

Rasgos destacados como novedad y diversidad, que hasta hace muy pocas décadas  no eran demasiado exploradas ni debatidas en la ciencia historia por la fuerte tendencia contraria a la uniformización y conservación de saberes y paradigmas de interpretación -especialmente durante la vigencia de la teoría del progreso de la historia-  hoy son el ardiente objeto de deseo de una ciencia que cada día más se mueve al ritmo de inducciones mercantiles, por ende necesitada de renovados estímulos para la producción de mercancías culturales.   

 

Así, las demandas de la función social educativa del país, cada vez más crecientes, junto con la agenda de celebraciones de aniversarios históricos van delimitando los alcances y modalidades de las  ofertas historiográficas  correspondientes. Cortes temporales como las fechas de aniversarios de hechos y procesos del pasado, que son meras formalidades sin significados reales, que se expresan por lo general con números de años pares, mediante decenas, cincuentenas  y centenas de años, son producidos a repetición por los gobiernos buscando el estímulo y la dinamización de las actividades productivas de mercado, como la producción de diversas industrias culturales (del libro, la gráfica, el cine, y también el turismo y las actividades conexas) en lugar de impulsar procesos socioculturales de revisión de la historia vivida con miras a producir transformaciones de los comportamientos sociales para las sociedades del futuro.

 

Eventos y producciones de ocasión, habituales en la agenda cultural de América latina,  son replicados hasta el hartazgo bajo los lineamientos de la cultura espectáculo, razón por la cual no representan momentos o estaciones en los cuales las respectivas sociedades hayan de autoexaminarse, más si algo de esto pudiera llegar a tener algún punto de realización se sabe que será siempre fragmentaria e incompletamente, y lo peor de todo será que las miradas y las preocupaciones abocadas al examen minucioso de los tiempos pasados se quedarán allí, sin dar lugar al aprendizaje de ninguna lección para el futuro, tal como debería suceder si realmente la historia fuera “maestra de la vida”.

 

En el presente, el pasado es sólo un pretexto útil  para la realización de fines que nada tienen que ver con la conciencia histórica, como sucede con el principal de todos ellos: la producción  de mercancías sin valor de uso, más allá del solaz que puede eventualmente representar para públicos de todas las edades y características una historia novelada o una película histórica convenientemente aderezada con ingredientes culturales actuales, propios de las industrias culturales exitosas del mercado que se considere.

 

 

Y ello es así por más que la profusión de discursos al uso de gobernantes y autoridades  pueda hacer creer a los menos avispados que, por ej., “este gobierno” (el que sea) está interesado en poner en foco el análisis de los últimos 30, 50, 100, 200 ó 500 años de historia de “nuestra Patria”,  o de “nuestro Pueblo” (en estos casos siempre son escritos con mayúsculas cuando no hay ninguna razón para ello).

 

No sólo la conflictividad de las relaciones sociales va en aumento en todas partes, sino que la misma  producción de historia y de ciencias sociales en general aborda preferencialmente su estudio  con procedimientos tremendistas y conflictivos en el plano teórico-metodológico, pues no siendo así corre peligro su realización como mercancía, o bien ella se alcanzará en condiciones menos rentables. De modo que la presencia de acciones, sentimientos y pasiones contrapuestas en los múltiples objetos históricos habitualmente considerados en la producción historiográfica actual, junto con la presencia de enfoques y métodos altamente discutibles  constituyen evidencias cada vez más notorias de la presencia de formulas o “miradas” históricas sesgadas, parciales, incompletas, superficiales, cada vez más deliberada y conscientemente producidas, y no ya como en otros tiempos, como resultado de un excesivo personalismo de los historiadores involucrados. Eso sí, siempre queda lugar para que muchas presencias o ausencias narrativas también sean fruto de las limitaciones intelectuales de aquellos, y no sólo de sus opciones conscientemente realizadas.

 

La producción de ciencia/mercancía está hoy desembozadamente determinada y condicionada por las necesidades de las grandes editoriales, como se observa con la producción de trabajos acerca de cuestiones altamente conflictivas desde la teoría y la práctica, como por ejemplo los Quinientos años de América o el Bicentenario de Mayo. Los intereses ideológicos también están presentes en la oferta  oficial, sobre todo, destinada a la educación masiva, pero ya en segundo lugar, detrás de su carácter mercantil. 

 

De modo que la abundante oferta actual de contenidos diversos, novedosos y contrapuestos,  en múltiples soportes y formatos, así como los innumerables encuentros académicos y conmemorativos llevados a cabo  no constituyen necesariamente  indicios a priori de mayor claridad, ni de facilidad, y mucho menos de objetividad -aunque más no fuera en proporciones mínimas- en la producción teórica del pasado histórico de una sociedad, ni en la asunción de una conciencia o mentalidad colectiva homogénea o relativamente extendida respecto de aquél.

 

Hasta los años 70´s del siglo XX  era frecuente escuchar de boca de especialistas en ciencias sociales que  según fuera el espesor del pasado considerado el  velo subjetivo que empañase las miradas de los investigadores o divulgadores sería inversamente proporcional. Así, cuanto mayor fuera el tiempo que separase al intelectual de su objeto de estudio se suponía que correría menor riesgo  el compromiso indebido de su subjetividad, y cuanto más cercano se hallase aquel objeto respecto del presente del historiador o del analista mayores riesgos tendría éste  de incurrir en errores impropios de un científico, imparcial por definición.

 

Hoy es un lugar común que dicha presunción  sea considerada inconsistente en los hechos. Hemos conocido historiadores que durante toda su vida mantuvieron vivos rencores contra personajes históricos de facciones opuestas a las de sus propios héroes, de los cuales los separaban a menudo cien o más años. Tal el caso de tantos historiadores rosistas en los años 60´s del siglo XX respecto de Sarmiento,  y de tantos historiadores sarmientinos respecto de Rosas. Muchos de ellos, devenidos en animadores políticos de homenajes y aniversarios en sectas y cofradías de ambas trincheras, tan selectas como exiguas, han hecho de sus propias vidas un catálogo de frases célebres de sus héroes respectivos, compitiendo año tras año consigo mismos y con sus colegas en la producción de piezas oratorias brillantes para cada ocasión. De modo que en esos extremos, por lo general, el tiempo no aplaca los  arrebatos y estremecimientos propios de la pasión ni las consiguientes exageraciones por presencia u omisión ni las perfidias cometidos a designio por los intelectuales implicados. 

 

Rechazamos a priori la utilización de expresiones como “cada loco con su tema”, o “cada maestro con su librito”, como si cada quien tuviera derecho a decir “su verdad” por tratarse supuestamente de un derecho humano a la libre interpretación del pasado y que todos debieran respetar a rajatabla para no caer en alguna discriminación temática o de conciencia que pudiera agraviar potencialmente a historiadores y públicos.

 

La producción del pensamiento y su expresión son derechos básicos para los hombres actuales, independientemente de su reconocimiento legal previo, pues constituyen lo humano por antonomasia, tanto si se trata del pensamiento sobre la realidad presente o sobre la realidad pasada.

 

Con todo, al igual que toda realización social, el pensamiento y su expresión constituyen también hechos morales, por lo tanto sujetos a las necesidades y normativas propias de la convivencia social. Ergo, son  sujetos y objetos de responsabilidad social.

 

 Así, recordar, evocar, memorar, percibir, interpretar y creer son actividades individuales que pueden permanecer en el fuero íntimo (hasta cierto límite),  o ser compartidas con otros a partir de la explicitación de su carácter subjetivo. Y no son por cierto, tan libres o puras, o menos sujetas a controles y disciplinamientos como suele parecer.

 

A su vez, producir historia, es crear un  producto teórico reputado de científico,  acerca de la humanidad o de una parte de ella en el tiempo. Y es una actividad que tampoco es absolutamente autónoma por más que los historiadores intervinientes  se propusieran ser absolutamente independientes y ajenos a toda predeterminación de su pensamiento historiográfico, ya que aunque lo desearan fervientemente y dieran pasos en ese sentido nunca lo lograrían plenamente pues, como todas las personas, ellos también están atravesados por ideologías, doctrinas, creencias, concepciones personales y adscripciones conscientes e inconscientes.

 

Incluso esta limitación no es lo más comprometedor de la tarea social de historiar. Historiar, es sabido, no es lo mismo que recordar. Memoria no es lo mismo que historia. Las memorias son mayormente recuerdos de vida encarnados en la subjetividad, tanto que muchas veces son simples opiniones y en general se cimentan sobre arenas movedizas.

 

En cambio, la producción de historia es una función social acotada a determinadas productores y receptores, lo cual supone necesariamente responsabilidad social y consecuencias  sociales.

 

Producir historia, producir el pasado, es ni más ni menos que producir la realidad, es decir, producir el presente. Por lo tanto, no es una función en la que participen todos los miembros de una sociedad, y los que sí lo hacen están sujetos a normas explícitas e implícitas que deben respetar. Por ejemplo, no debe ser llevada a cabo a como dé lugar y según el agrado de cada historiador ya que es una función social con una finalidad que persigue una alta representatividad de casos particulares. De modo que una historia representa mayormente una abstracción o una síntesis, a diferencia de la memoria particular.

 

Por otra parte, y a diferencia de la memoria que se centra sobre si misma como expresión de una subjetividad concreta, la historia investiga no sólo hechos sino también y cada vez más, creencias, representaciones, sensaciones y expectativas sociales de otros  con las mismas exigencias y recaudos científicos que aplica a la investigación de los hechos.    

 

Ahora bien, ¿y la memoria colectiva? ¿Qué es eso? ¿Qué valor e importancia tiene? En principio, no existe una memoria colectiva porque no existe una cabeza colectiva, sino muchas cabezas individuales. En realidad pueden existir memorias ampliamente extendidas socialmente pero que nunca serán únicas  ni uniformes. De modo que sí existen memorias colectivas diversas y a menudo contrapuestas.

 

Esta afirmación merece una aclaración. Sobre todo desde la formación de los estados nación y la educación pública de masas se han ido produciendo constantes intervenciones de los poderes hegemónicos en las memorias colectivas que anteriormente atravesaban los tiempos por vía de la tradición. Por lo tanto, se han producido transformaciones en las memorias individuales tanto como en las representaciones colectivas,  caracterizadas por una creciente uniformidad en su factura.

 

De modo que los poderes públicos y privados  cada vez más cultivan mentalidades como si de tierras se tratara, con la diferencia de que a éstas últimas las consideran  propiedad privada, en tanto que las mentalidades han llegado a constituir propiedad del Estado, a cargo de los gobiernos de turno.

 

Por lo tanto, hablar de memoria colectiva hoy, sin efectuar aclaraciones previas, es hablar de memoria masificada producida desde el estado y los gobiernos, que se superpone a las  memorias de los miembros de la sociedad influyendo sobre éstas, generalmente transformándolas de acuerdo a los  intereses hegemónicos. Pero también  puede ocurrir que a nivel de memorias individuales tengan lugar procesos de resistencia contra la memoria colectiva manipulada.

 

Esas resistencias tendrán mayor o menor fuerza y firmeza según sean las particulares condiciones de todo tipo que caractericen a los individuos implicados: por ej., niveles de conocimiento, criticidad, posiciones y status, afinidades o adscripciones a formas de resistencia, etc. Muchas veces, pese a ser periféricas respecto a la centralidad de los poderes principales, la efectividad de esas resistencias puede ser mayor, como cuando se apoyan en claras determinaciones de tipo religioso, económico o ideológico que les permiten -gracias a una relativa autonomía de aquellos- mayores grados de cohesión interna.

 

Intervenir en la producción de la realidad, cualquiera sea el instrumento y las modalidades utilizadas, encierra una cuota de poder precisamente por el poder de producir los encuadres mentales y los correspondientes  marcos interpretativos que un grupo de personas que representan a otras personas ofrecerán a la sociedad para su apropiación supuestamente aséptica e incontaminada. Lógicamente, existirán entonces realidades diversas, algunas de carácter hegemónico y otras subordinadas o enfrentadas con las primeras.

 

Como ocurre con toda función social en tanto sea legitimada, sus realizadores devienen  agentes -de agencias o usinas-, con lo cual tiene lugar la colocación institucional de sus producciones  en el mercado de contenidos de la cultura global y de la cultura particular de que se trate.

 

Es sabido que la interacción con el pasado es fundamento de toda socialización en tiempo presente, de modo que el proceso de producción de la realidad está necesariamente acompañado por el proceso de producción del pasado.

 

Ambos procesos requieren para su realización  condiciones sociales y culturales necesariamente dotadas de ciertos rasgos de estabilidad, o si se quiere de ciertas condiciones de conservatismo que cumplen una importante función adicional: la de naturalizar la realidad. Sólo de ese modo podrá ser adquirida y luego, eventualmente, aceptada, consensuada, acatada, criticada y por último rechazada.

 

Los relatos históricos,  tanto los orales como los escritos, cumplen una función conservadora de la cultura y la sociedad. En consecuencia, quienes intervienen en ellos como productores, emisores y consumidores (por lo general todos los humanos hacen todo eso simultáneamente) se posicionan ante el pasado –por ende ante el presente- desde los extremos de la aceptación al rechazo, como ya vimos. 

 

Ello sucede desde las convicciones y de las intenciones. Respecto de estas últimas, entonces, hay que tener en cuenta que  junto con las pasiones de cada historiador profesional actúan también los designios de las agencias intervinientes en la producción histórica (en las cuales, además de los historiadores, las academias y cenáculos, se incluyen las no menos importantes agencias editoriales y distribuidoras de libros).

 

Esos designios pueden ser propios y exclusivos de ellas, aunque frecuentemente les son inducidos por otras agencias del estado o del establishment  tan interesadas unas como otras en la configuración canónica de las preceptivas oficiales acerca de la interpretación  ya no diré del pasado sino de la realidad, lo cual, también constituye el armado del futuro, la producción y reproducción del futuro.

 

Ahora bien. ¿Cuáles son los valores fundamentales en juego en estas operaciones?, ¿cuáles serán los que se deberían preservar para la producción de la realidad?

 

Para la ciencia historia el valor fundamental es la verdad. Para ella, para la filosofía y para la religión –en ese orden- la verdad es intrínsecamente valiosa y debe ser dicha siempre, pero en forma completa.

 

Para el mercado, en cambio, el valor fundamental es la realización de la mercancía en todas sus etapas. Sólo cuando así sucede el proceso correspondiente adquiere valor de verdad.

 

Para el Estado y para sus agencias dependientes y aliadas el valor a preservar a rajatabla es la Razón de Estado, bajo las formas más duras o más blandas, según sea la importancia de los intereses en juego y las correspondientes conveniencias. Sólo en estos casos, los hechos o sus interpretaciones  se convertirán en valor de verdad para aquél. 

 

Cabe preguntarse cómo se maneja esa confrontación de intereses diversos, a menudo antagónicos. Las formas varían según el correspondiente momento histórico. Por ej.,  por más que un país tuviera  un sistema político institucional firme, por caso el republicano, y por más que la forma de vida pudiera ser considerada, en principio,  como democrática, habría que explorar las particulares modalidades de ese republicanismo y de esa democracia en los hechos sociales concretos. Vale decir, las formas en que el poder concreto incide en el sistema desde lo político, lo económico, incluso –frecuentemente- desde lo religioso; etc, etc.

 

En los hechos es fácil comprobar la existencia de unas épocas de confrontación extrema o agónica y otras de conciliación o de eclecticismos tanto consensuados como “conducentes”. También hay momentos donde ciertas características del poder concreto son demonizadas desde determinados patrones éticos,  y otros en los cuales esas mismas características son tenidas como novedades recomendables. Al decir esto último no pienso en historiadores o ideólogos particulares enfermos de autoritarismo o sectarismo, como tantos que hemos conocido, sino en posiciones políticas públicamente asumidas con enjundia por el poder mismo,  aun siendo intrínsecamente perversas y ominosas. Tal el caso del “stalinismo”, aberración histórica de triste recuerdo y merecido y eterno oprobio, equivalente al nazismo y al fascismo, pero que en la Argentina del siglo XXI ha sido asumido orgullosamente por algunos “representantes del Pueblo” como un valor cargado de amor y entrega a una supuesta  causa nacional y popular capaz de reciclar toda clase de insumos políticos y económicos sin importarle en lo más mínimo sus lineamientos y trayectorias morales.

 

Recapitulando, el primer valor en desaparecer de la producción de historia es siempre la verdad cuando así lo requiere el juego de la oferta y la demanda del mercado, o las necesidades y conveniencias del gobierno o del poder hegemónico.

 

En consecuencia, ¡qué tremenda distancia existe en la realidad respecto de que la historia sea maestra de la vida o madre de la verdad!

 

Si la realidad se compone, se manipula, se disfraza, se maquilla, siempre se hace mediante las industrias culturales, el libro, la novela, el manual, la película, el documental, la información de los mass media, que conllevan necesariamente deformación siempre prolija y hasta bellamente plasmada  en  sus correspondientes elementos formales.

 

La realidad se encarna en la conciencia, y la conciencia se realiza mediante la palabra. Cuando la realidad es mentida o impostada el veneno está en la palabra. Palabra pronunciada, evocada, escrita o archivada. Esa falsaria e indigna dama que transmite y comunica, que forma y deforma, que enciende y vivifica, que apaga y  mata, y que sirve a cualquier amo según sea la paga.

 

Pero así como la mentira se expresa y se lee mediante la palabra envenenada,  también la verdad, o al menos, la luz, o incluso una claridad menor que esta última  requieren de la palabra para combatir a la primera. Esto, que es una obviedad, es a menudo olvidado. Y no debería ser así si se tiene en alto, con claridad y convicción como debería ser, que la condición de lo humano es por definición y vocación el lugar de la verdad.

 

De modo que como las palabras no tienen vida propia, no combaten por cuenta propia, no eligen sus  argumentos para demostrar, convencer, persuadir  ni disuadir sino que son armas o instrumentos de hombres con conciencia y voluntad,  la verdad, fruto de la creatividad humana, siempre se impondrá y marcará el límite de la mentira.

 

Por eso mismo, un cerebro no es un depósito limpio, ordenado y espacioso, sino un campo de combate permanente en el cual la conciencia experimenta saltos formidables.

Por cierto, las dudas, las incertezas, los miedos, constituyen grados de oscuridad y de dolor. Pero sólo después de haberlas experimentado es posible conocer y apreciar la luz.

 

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