Fueron unos días de gran expectativa, los siguientes a la aceptación de mi ofrecimiento por parte de Helga. Aunque no hubiera nada entre nosotros, por el momento, la posibilidad de tener a otro ser humano cerca, con el cual compartir una que otra velada, y poder charlar de vez en cuando, me llenaba de gozo. Contaba los días que faltaban para su llegada, y me parecía que cada uno duraba 60 horas, tan lento pasaba el tiempo. Mi ansia era tal que contraté a una señora para que le diera una limpieza a fondo a la casita, y así darle la mejor impresión posible a mi futura inquilina.
Por fin el momento de su mudanza llegó: no traía muchas cosas, pues sus posesiones eran ínfimas: apenas un par de maletas con objetos personales, y, eso sí, gran cantidad de material relacionado con su actividad plástica. Vi fascinado como sacaban, ella y la persona que tan amablemente le había provisto el transporte, grandes bastidores, cuadros a medio terminar y cajas repletas de pinceles y tubos de pintura al óleo. Byron no hizo sino corretearle alrededor a Helga, demostrando gran alborozo y curiosidad por la actividad, inusitada para él. Ella lo permitía de buen grado, y de vez en cuando se detenía para jugar con él.
Una vez terminada la escueta mudanza, me le acerqué para darle la bienvenida formal:
-Bueno, Helga, espero que te encuentres a gusto aquí.
-¿A gusto? ¡Comparada con mi alojamiento anterior, esta casa es un palacio!
-¡Que bien! Mira, te propongo algo: termina de llegar, ponte cómoda, y a eso de las 8 te acercas a mi casa, para que cenemos juntos.
Puso una expresión extraña, como si la proposición no la entusiasmara. Parecía empezar a argumentar una excusa, pero de pronto cambió de opinión y accedió de buena manera, aparentemente. Por suerte mía: me había esmerado en comprar la mejor comida preparada que pude conseguir, junto con unas botellas de champán, pasapalos y una mousse de chocolate, preparada por un famoso cheff pastelero francés que acababa de montar un pequeño establecimiento, y había adquirido tal fama que era necesario reservar sus creaciones con días de anticipación.
Por fin tuve la oportunidad de utilizar el gran comedor de mi casa. Esa era un área de mi vivienda por la cual casi nunca transitaba, pues jamás había tenido – o propiciado – la ocasión para estrenarla como es debido. Saqué la vajilla de lujo original de casa de mis padres, de azul cobalto con incrustaciones doradas, así como la cubiertería de plata, objetos que solo se habían utilizado en las grandes ocasiones, es decir, casi nunca. Me dejé llevar por el entusiasmo, lo que tal vez no fue una muy buena idea, pero así era yo, impulsivo y ansioso. A la hora señalada Helga tocó el timbre, y la fui a recibir con gran excitación; parecía un adolescente en su primera cita. Estaba muy sencilla, lo que contrastó con el ambiente elegante que había dispuesto de manera torpe, sin meditar primero sobre la inconveniencia de esa decisión, pues es evidente que después de una mudanza nadie tiene muchas ganas de emperifollarse para salir, y si Helga había accedido a mi solicitud fue solo por no crear fricciones desde el primer momento. Todas estas suposiciones y deducciones me las estaba haciendo al tiempo que trataba de hilvanar una conversación lo menos engorrosa posible con la mujer, pero mis intentos empezaban a ser demasiado evidentes y Helga me dijo:
-¿Te pasa algo? Pareces estar nervioso, no paras de hablar pero no entiendo nada de lo que dices. ¿Por qué no demuestras tus dotes de anfitrión y me ofreces algo de tomar?
Los colores debieron subírseme a la cara, pues la mirada divertida de Helga fue demasiado evidente. Hice como si nada, y le pregunté:
-¿Te apetecen unas burbujas?
-¿Champán? Vaya, debo andar con cuidado. La última vez que me ofrecieron esa bebida fue para pedir mi mano.
Alarmado, quise enmendar la plana pero me atajó enseguida:
-Jaja, si eres tonto, te estaba tomando el pelo. Pero sí, acepto tu proposición…
Aproveché para escabullirme hacia la cocina, a buscar el cubilete, llenarlo de hielo y depositar en él la botella. Con mucha ceremonia lo llevé al mueble bar, y con un gesto estudiado realicé el descorche, como lo mandan las normas: sin la tonta costumbre de hacer volar el cocho, cosa efectista pero perjudicial para el deguste posterior de la bebida. Serví dos copas, e improvisé un brindis:
-Por mi hermosa inquilina, y el comienzo de una linda amistad.
-¡Salud!
El resto de la velada pasó sin demasiados sobresaltos; coloqué una música suave, de fondo, que no interfería con la conversación; después de los entremeses, unos canapés de salmón ahumado que regamos generosamente con el champán, procedimos a comer el plato principal, una polvorosa de pollo, para mi gusto demasiado especiada pero que Helga, tal vez más acostumbrada a sazones fuertes, apreció mucho. Y llegó el momento del postre, que paradójicamente resultó amargo, para mí.