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Mi vida, a través de los perros (XXXII)

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Por los planes de expansión que estaba desarrollando me tocó hacer frecuentes viajes al interior, en la búsqueda de sedes adecuadas para las sucursales de mi tienda. Ya mi negocio, de precario bazar, se estaba convirtiendo en un pequeño emporio, y tenía una estructura –  en lo concerniente al recurso humano – que empezaba a ser autosuficiente, por lo que mis ausencias no dejaban secuelas qué lamentar. A causa de mi continua actividad viajera estuve alejado de los acontecimientos, cotidianos, mínimos pero acumulativos, que ocurrían en las inmediaciones de mi hogar, y que tenían que ver con la parejita instalada en la casa que fuera de mi madre. Cuando no tenía oportunidad de viajar con Byron, por hacerlo por vía aérea, éste se quedaba a gusto con Helga, quien lo atosigaba con mimos y chucherías. Kurt y él, por otra parte, no se la llevaban muy bien: parecían sentir cierto recelo el uno del otro, y se toleraban fríamente.


Un día, llegando de una remota ciudad, después de una travesía accidentada y tediosa, y con un humor negro por las calamidades que ese viaje en particular había prodigado, me encontré con un cuadro bastante desagradable: Kurt estaba borracho, en el caney, con una pila de botellas alrededor, bañado en su propio vómito, casi inconsciente. Escuché un sollozo apagado, en algún rincón del jardín. Traté de seguir el rastro, y al cabo de un rato me topé con Helga, sentada en la tierra, abrazando a Byron y con señales de haber sido golpeada. 


-¿Que te pasó? – Grité alarmado.


-Nada, nada… me tropecé como una tonta y me caí, eso es todo.


-¿Segura? ¿No fue Kurt?


-No, no… El sería incapaz de ponerme un dedo encima.


-Si, pero está borracho en el caney, en un estado lamentable, y si te soy sincero estoy a punto de correrlo.


-Si lo corres a él me estarás echando también a mí – Dijo con una firmeza inusitada, lo que me hizo recoger mis palabras y tratar de encauzar la conversación por otro camino.


-No, no es mi intención, solo que me preocupa tu bienestar; después de todo soy tu casero. ¿Quieres que te lleve a hacerte examinar por un médico?


-No es necesario, creo que voy a desarrollar unos vistosos moretones, pero hasta allí.


Me le quedé viendo a Byron. En ese momento hubiera pagado por escuchar su versión, ya que él seguramente había presenciado todos los hechos. Pero el perro se limitaba a lengüetear sin descanso la barbilla de Helga, mirándola con ansiedad y ternura, como si quisiera reconfortarla.


Ya a solas, instalado en la biblioteca, me entregué a unas torturadoras elucubraciones sobre lo que había ocurrido. Estaba claro que el causante de los maltratos hacia Helga había sido Kurt, pero no tenía como probarlo; por otro lado, la respuesta decidida de la mujer, cuando le había asomado la intención de echarlo, me dejaba claro que estaba subyugada por él, y cualquier cosa que intentara en su contra sería contraproducente para mí. 


Tras un largo rato de reflexión, tomé del estante un libro al azar, y el escogido fue – curiosa coincidencia – «La montaña mágica», de Thomas Mann. Me detuve en el párrafo en donde Peeperkorn da su concepto sobre la vida: 


«Nuestros sentimientos son la fuerza viril que despierta a la vida. La vida duerme. Quiere ser despertada para desposarse en la embriaguez con el divino sentimiento. Porque el sentimiento, joven, es divino. El hombre es divino en la medida en que es capaz de sentir».

Ese párrafo me traspasó con la violencia del rayo, y me hizo reflexionar: ¿Estaba dormida mi vida? ¿No había dejado de lado la voluntad de vivir a mis anchas, de luchar por lo que en verdad me importaba? En el fondo siempre fui cómodo, y dejé que la vida siguiera su curso sin interferir mucho en ello; fui sumiso, sobre todo con las pocas mujeres que desfilaron por mi existencia. Mis sentimientos nunca contaron mucho, solo sus caprichos y decisiones, que tomaron de manera independiente, como si yo fuera apenas un apéndice de sus vanidades y deseos. Sentí, en ese momento, lástima hacia mí mismo, una estúpida y malsana autoconmiseración.  


Traté de sacudirme ese estado de ánimo que no iba a serme de ninguna ayuda, y empecé a trazarme un plan de acción para lograr que Helga se diera cuenta de quién era quién en ese triángulo. Tenía una dura tarea en frente, pues en ese momento era evidente que su amor estaba dirigido hacia Kurt; pero yo sabía que en algún momento una chispa había saltado entre nosotros: era cuestión de jugar con inteligencia mis cartas y esperar mi momento. Y el destino, como veremos un poco más adelante, me tenía dispuesto un aliado inesperado.







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