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Mi vida, a través de los perros (XXXIII)

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Releo los últimos párrafos que escribí, y me doy cuenta de que parecen el episodio de una telenovela. Pero, ¿qué le puedo hacer? Durante ese período mi vida fue una especie de culebrón televisivo, y no precisamente ideado por la excelsa pluma de Félix B. Caignet, sino por la de algún escribidor de cuarta categoría, un Pedro Camacho cualquiera, dadas las circunstancias por las que transitó. Así que de antemano advierto que las próximas líneas tal vez contengan una alta carga de edulcorante, por lo cual les recomiendo a las personas con hipersensibilidad al amelcochamiento saltárselas sin remordimiento alguno.

Y es que, de manera imprevista, un sábado cualquiera apareció – con una confusión de maletas, carriones y bolsos – nada menos que la sin par Lucía. En vuelo directo desde Nueva York, sin escalas ni remordimientos, como si nada hubiera pasado en esos años. Y sobre todo sin aviso previo, lo que me tomó por sorpresa y con las defensas sin la debida preparación para afrontar ese reencuentro.

El taxi estaba allí, frente a la entrada de mi casa, un gigantesco Ford Fairlane 500 verde agua con la maleta abierta exhibiendo su carga de equipaje color pastel, y Lucía, en un esplendor de pañuelos de iridiscente seda y anteojos para el sol, enfundada en una breve minifalda amarilla, con su sonrisa matadora y amagando un abrazo que me sentí incapaz de resistir, a pesar de que mi dignidad pisoteada me aconsejaba todo lo contrario. Pero más pudieron el deseo y la nostalgia, y en el instante siguiente la tenía entre mis brazos, con su boca a una distancia nada prudencial de la mía, por lo que fue imposible detener el beso, francés, australiano, polaco, ruso, en fin, de cualquier nacionalidad en la que se haya producido alguna vez el atávico encuentro de labios, dientes y lenguas que presagia continuación en otro lugar, íntimo acolchado y horizontal.

Por supuesto, a continuación de ese vértigo en forma de beso no hubo ninguna explicación; parecía darse por sentado que el tiempo transcurrido desde su último portazo allá en mi oficina y ese día no tenía importancia alguna, por lo contrario había sido un hiato intrascendente.Cómo si mi vida se hubiera puesto en pausa durante el tiempo en el que ella estuvo buscándose a sí misma en tierras lejanas – cosa que por otra parte no se alejaba mucho de la realidad. Con un autoritario movimiento de sus ojos le ordenó al taxista el traslado del equipaje al interior de la vivienda, lo que ocurrió de manera inmediata y ordenada.

-¡Por fin veo como «nos» quedó la casa! Es un espectáculo, aunque le falta el toque femenino. Y esos cuadros… En fin, cariño, hazme el favor de pagarle al señor, que carezco de moneda local – me solicitó una vez estuvieron depositadas sus pertenencias en el hall de entrada.

-Por supuesto, no se por qué me lo imaginaba.

-Ya extrañaba tu habitual ironía, Tomás… la verdad, me estabas haciendo falta desde hace rato.

Despaché al conductor, tratando de poner en orden mis pensamientos y recomponerme ante el imprevisto giro de los acontecimientos, cuando vi con asombro cómo Byron estaba agazapado en una esquina sumida en la semioscuridad, con una expresión que jamás había notado en él, mezcla de curiosidad y desconfianza, gruñendo por lo bajo.

-¿Y ese enanito inamistoso quién es? – vociferó Lucía al percatarse de la presencia de mi perro.

-Esto sí no lo voy a tolerar: ese mal llamado por tí enano es un noble perro, de sangre anglosajona y rancia prosapia, que lleva por nombre Byron.

-¿Byron? Ya veo que no se te ha quitado la manía.

Al ver que llamaba «manía» mi afición por la literatura empecé a enervarme, pero cuando me disponía a responder a su impertinencia de manera adecuada hizo su aparición en escena nadie menos que mi inquilina. Helga, vestida con su indumentaria de pintora, es decir bluyines y franela, ambas prendas convertidas en caleidoscopio multicolor por las salpicadas de óleos y acrílicos.Escena digna de verse: el enfrentamiento entre ese par de mujeres, de edades parecidas pero diferentes en cualquier otro aspecto, que se identificaban mutuamente como potenciales rivales, en mi mente afiebrada hacía saltar chispas en el ambiente. No me quedó más remedio que efectuar las presentaciones de rigor, y los «querida» y «hermosa» no se hicieron esperar. Siempre he admirado la diplomacia femenina, de dagas embutidas en tafetán.

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