Caminando por las calles de ciudades repletas de contrastes, se repite una y otra vez esa sensación ensordecedora y cruel. Comenzar a dar pasos apurados frente a una presencia que pretende no hacerse notar. Y uno se involucra en el juego tratando de mantenerse como un outsider, casi un fantasma que no está en la misma dimensión que los demás. Fingir que no se ve, que solo se trata de un pasaje distante en el recuerdo de lo real.
Encontrarse frente al invisible que se muestra auténtico, sin disfraces ni caretas, ante filas de expectantes ojos exhibiendo su más profunda miseria. La desgracia de no tener un hogar. La ausencia de una casa. La pérdida en la memoria de ese primer dibujo infantil que inconscientemente muestra su importancia. La carencia de un espacio propio, de un refugio para el resguardo. Ligero contacto de miradas que hace estallar en diminutos y afilados pedazos emociones que impactan. Imágenes que se cuelan a través de la vista mientras se intenta evadirlas. Es inevitable cerrar los ojos al pasar. Sólo se quiere disimular esa mirada que refleja misericordia, que te hace sentir ridículo y completamente ajeno a ese otro que vive fuera del contrato social.
Una persona sin hogar es un desertado social. Es un ser humano que no está incluido en ninguna cadena productiva, que ha perdido sus condiciones de supervivencia, que vive aislado de todo sin dejar ningún rastro en nada. Se pasea por la calle con la mirada perdida como si flotara en el espacio y cada quien que lo observa rehúye de su presencia. La sensación de no tener hogar es la vía más directa a la locura. Me rechazo a mi misma por momentos cuando veo que no soy capaz de acercarme, que me paralizo al verlos y que los llamo infantilmente “locos”, apartando esos sentimientos compasivos y mostrándome contradictoriamente indiferente.
Las personas sin hogar duelen. Porque la casa es el sostén de la vida. Y no hablo solo de la familia, hablo del espacio propio, del lugar donde te apartas de lo social. Esa desnudez frente a la gente no me la puedo explicar y las cifras que hablan de la indigencia sostienen que muchas de estas personas hasta han asistido a la universidad. ¿Qué los ha podido llevar a este exilio hacia dentro? ¿Cómo es que dejaron de pertenecer a eso que los trajo a vivir en comunidad? El contacto con esos que nada tienen produce una emocionalidad muy fuerte, porque forman parte de un colectivo que los ha excluido por su “inutilidad”.
Lo mismo con aquellos que lamentablemente han perdido alguna parte de su cuerpo o son de la tercera edad. Vivimos en una sociedad que anula cruelmente al que se sale de la “normalidad”. No es fácil reconstruir pedazo a pedazo eso que se rompe cuando se choca con la realidad. Individualmente, no hay mucho que hacer, pero si se puede traer el tema sobre la mesa y exigir la reinserción de estos “parias”. ¿Será que cuando se acabe el teatro de lo político alguien se enfocará en construir ciudad/sociedad? En pensar en las rampas, en las casa hogar, en los refugios, en los orfanatos. En darle un lugar a cientos de seres humanos que se pasean a nuestro lado aceptando ese rígido margen que los mantiene injustamente aparte.
Es muy duro ser indiferente a lo visible aunque ellos practiquen la invisibilidad.