Del underground al mainstream, el cine de la diversidad irrumpe en la industria nacional para abogar por los derechos humanos de la comunidad LGBT. Primero fueron las proyecciones clandestinas, luego vieron luz ciclos esporádicos, después surgieron Festivales oficiales, y por último, la tendencia se abre camino en la cartelera nacional.
La pionera contemporánea del género llevó por título Cheila una casa pa maita y supuso una bocanada de aire fresco para la acartonada oferta de la Villa, muy a pesar de la esquemática propuesta formal de Eduardo Barberena, lastrada por un desenlace impostado. Sin embargo, a la película la rescataban el guión de Elio Palencia y la interpretación de Endry Cardeño.
De igual modo, el CNAC brindó respaldo al valiente trabajo de no ficción de Andrea Baranenko, Yo Indocumentada, denuncia de la discriminación institucional sufrida por los transexuales del país, condenados a vivir en el limbo burocrático a la espera del reconocimiento de su identidad. Una de las contradicciones del progresismo rojo rojito.
A la hora de la chiquita, las promesas de cambio mueren en la demagogia de los discursos de campaña. Es de agradecer el grado de compromiso y sensibilidad de la joven realizadora, a objeto de dignificar a sus personajes y permitirles exponer sus problemas delante de la cámara. Salvando las distancias, el mismo don posee la ópera prima de Miguel Ferrari, Azul y No Tan Rosa, beneficiada por una convincente dirección de actores.
Entre sus virtudes, cabe destacar la capacidad de imprimir ritmo a través de la técnica del montaje paralelo, el sentido del humor negro, la soberbia secuencia de obertura al compás de una coreografía de avanzada, los secundarios de lujo y el mensaje de fondo. El filme retrata el calvario de una pareja gay sacudida por la violencia de un entorno hostil e inquisidor, alimentado por el miedo a la diferencia.
El autor sabe reflejar la realidad de la exclusión, la impunidad, el maltrato doméstico, la cacería de brujas de la televisión amarillista y la intransigencia de la familia conservadora. Pero al cabo de los minutos, las buenas intenciones de partida comienzan a diluirse.
Desde el segundo acto, las costuras de la historia salen a flote a merced de situaciones forzadas, imágenes planas, escenografías inverosímiles y clichés de manual de superación de la adversidad, cual ejercicio de un alumno superado por sus maestros. Almodóvar lo hizo mejor en el pasado. Al lado de la obra de Fassbinder, Azul y no Tan Rosa es un juego de niños. La timidez y el recato dictan la pauta de la autocensurada puesta en escena.
Peor suerte corre el conflicto medular con el hijo, bajo la sombra de las arbitrariedades del argumento, subrayado con violines. Del academicismo saltamos al kistch. La tragedia alcanza cotas de comedia involuntaria en los insostenibles episodios del canto de la aria y el baile de tango.
La corrección política clausura la función al calor de un imposible happy ending, verbalizado por la arenga aleccionadora de Hilda Abrahamz. Todos son felices y elevan copas en la conciencia de conjurar la enfermedad criolla de la homofobia. Aunque nada menos cierto. Basta remitirse a las pruebas de Qué Detectives y La Ley. Sus chistes impiden la ocasión de concluir con una nota alentadora.
*Publicado originalmente en «El Nacional».