Estábamos en tierra arrasada. Predominaban el ocre, el rojo y el negro. Todos apiñados esperábamos con emoción el mensaje navideño del bienamado líder. No, mentira. Casi todos. Uno que otro disimulaba, trataba de pasar desapercibido, mostrar expectativa falsa, como yo. ¿Falsa? No, mentira. Todos estábamos al borde del llanto, golpeados hasta la sumisión, ansiando una prueba de vida, un dedo meñique, una oreja como regalo de navidad de sus captores cubanos.
En eso llegó el helicóptero y bajó Nicolás entre vítores Se acercó a una gran pajarera ¿o era un nicho? y allí inauguró una ceremonia en la que soldados sacaban de los agujeros y repartían pequeños ataúdes de madera llenos de café, petróleo, juguetes de piñata. Regalos comprados por el estado que nosotros los súbditos le enviaríamos al másgrandedelosgrandes. Los ataúdes eran selectivamente acompañados por tarjetas de navidad. Pero sólo los afectos al régimen recibían una. Nicolás decidía quién tenía derecho a rellenar una tarjeta, quién podía acompañar el «trabajo» con un mensaje de amor. Nicolás lo sabía todo y al decir «él es nuestro, él no», todos lo sabíamos todo.