(Esta fue mi entrega final para el Diplomado en Narrativas Contemporáneas, que terminé a mediados de este año 2012)
[ I ] Horas antes
Anabella tardaba en comprender lo que pedía el señor Finn.
—Pero ya probásteis desde atrás varias veces —le decía Anabella.
—Desde atrás sí, pero no por la otra puerta…
—¿La otra puerta?.
—Sí, la más estrecha.
Hasta que finalmente comprendió.
—¡Pero señor Finn! ¡Qué decís! Sois demasiado voluminoso, ¿queréis lastimarme?
Y en esto no exageraba. Finn era también portugués pero descendiente de vikingos, de los que combatían sin armas con los osos. Era un hombre descomunal, dotado de una virilidad proporcional a sus dimensiones.
—Además, señor Finn, por esa puerta… ¿no es pecado? Si la inquisición se enterase, terminaríamos en la hoguera.
—¿Quién dice que es pecado?
—Ni las bestias hacen eso, señor Finn. Pero además… ¿No os complazco como ordena natura?
—Claro que sí, no es eso —le dijo forcejeando un poco.
—¡¿Pero qué hacéis señor Finn?!… ¡Os digo que me lastimáis! ¡¡¡Que no!!! —gritó con determinación.
El señor Finn se bajó de la cama resignado. La contempló. Era su tercera esposa. Las dos anteriores, también jovenes y hermosas, habían sucumbido a la peste.
—¿Sabéis qué es verdadero pecado? —dijo el señor Finn—. No complacer al marido.
Tomó una lámpara de aceite, un hacha, y salió hacia el bosque.
—¿Dónde vais a esta hora? ¿Me dejaréis sola señor Finn? —dijo Anabella con voz débil. Pero él no respondió.
[ II ] El bosque
Anabella, de apenas dieciséis años, se hundió en llanto. Allí estaba, sola, en el lecho nupcial, y su marido, casi veinte años mayor que ella, se alejaba molesto.
“¿Y si el señor Finn tiene razón?” Su tierna mentalidad medieval se puso a elucubrar en medio de las lágrimas. “Si complazco a mi esposo en esto, estaré permitiéndole pecar y peco yo misma; pero al no complacerle, ¿no estoy pecando por ello? ¿Acaso me acusarían de empujarlo al adulterio, o a yacer con bestias? ¿Dónde hay menos pecado?” Sonaban unos aullidos de lobo a la distancia. “Y ahora ha salido a los peligros de la noche, ofuscado y enfurecido, y por mi culpa”. Anabella se colocó sus sandalias y un camisón de dormir de fino lino blanco que le cubría de los hombros hasta el suelo.
—¡Señor Finn! —gritó desde la puerta de la cabaña. La luna llena se dejaba ver a ratos entre nubarrones oscuros. La noche de verano estaba fresca. Anabella vio que el foco de la lámpara de su esposo se adentraba ya a lo lejos en el bosque.
—¡Regresad, por favor!
La llama seguía alejándose y Anabella echó a correr. Su camisón, cabellera, y los aromas de su lecho se fueron flotando tras ella en el viento.
[ III ] El ermitaño
No tardó en perderse. Buscó y buscó en la oscuridad del bosque hasta reconocer que se había perdido. Su camisón se había ya desgarrado en mil partes de rozar tantos brezos y ramajes. Escuchó más aullidos de lobos, y se detuvo asustada frente a un arroyo. Vio una luz que se aproximaba desde la otra orilla. Se movía con lentitud, y pronto descubrió que no era su señor Finn, sino un viejo encorvado con aspecto inofensivo. Llevaba una túnica con capucha que parecía de monje, un candil en una mano, y un cayado en la otra. “¡Un viejo sabio de las montañas!”, pensó Anabella. “He de pedirle consejo sobre mi dilema”.
El extraño cruzaba el riachuelo y caminaba directo hacia Anabella sin haberla visto, y solo al casi chocar con ella notó su presencia. En aquel momento soplaba una brisa agradable, y el viejo se encontró en la oscuridad de la noche frente a aquella doncella hermosísima, de labios, pechos y piel sonrosada que delataban un frenesí reciente, cubierta con apenas retazos de tela que flotaban a su alrededor en todas direcciones de manera casi mágica, mostrando a ratos los distintos encantos de su desnudez.
—Bienaventurado seáis, anciano. Necesito vuestro consejo —dijo Anabella con la mayor dulzura.
El viejo abrió los ojos, puso rostro de espanto y casi desfalleció. Alzó su cayado y lámpara cruzándolos en gesto de defensa, y retrocedió unos pasos.
—¡Vade retro, criatura de las tinieblas! —dijo temblando y con un acento extranjero muy marcado.
Anabella no entendió aquellas primeras palabras.
—¿Decís?
—¡Vade retro, Legión! ¡Olor de mujer y de hombre al mismo tiempo, fornicación y concupiscencia, felicidad y llanto, sangre y lágrimas, olor de todas las plantas del bosque juntas! ¿A quién pretendéis engañar? ¡Apestáis a Legión! ¡En ningún exorcismo os habéis presentado tan claramente!
—Solo quisiera preguntaros algo —dijo Anabella.
El viejo la observaba lleno de terror, pero también maravillado. Y es que no podía saberlo, y Anabella tampoco, pero entre el cabello y retazos revoloteando a su alrededor, bajo la luz intermitente de la luna y ante aquella lamparilla, Anabella era en aquel momento la criatura más hermosa sobre la faz de la tierra.
—¿Acaso venís a reclamar la sangre de los… herejes? —gimió el viejo—. ¡La santa iglesia me avala! ¡Soy un humilde soldado de…
Anabella se impacientó y fue al grano.
—Mi señor quiere la entrada… por la puerta más estrecha. Solo quiero preguntaros: ¿Acaso no es esto abominación… entrar por la puerta más estrecha?
El viejo inquisidor se sintió sometido a las astucias del maligno: era una prueba, eso era. Respondió receloso.
—Ya lo dice el santo libro: Bienaventurados los que entráis… por la puerta estrecha.
“¿Bienavendurados?… Vaya”, pensó Anabella. “Entonces el señor Finn solo procuraba buenaventura después de todo”.
—Anciano que albergáis sabiduría, aunque esté permitido, mi señor es muy grande… En verdad, es inmenso. Temo sufrir dolor. ¿Acaso no es doloroso ese transitar por la puerta estrecha?
—El señor claro que es inmenso, y vuestra puerta es la entrada misma al dolor, ¿por qué me preguntáis… por vuestros dominios? —respondió el viejo.
“¿Mi puerta es la entrada al dolor?”, pensó Anabella. “El señor Finn entonces… ¡quizá buscaba hacer penitencia! ¡Ay de mí! ¡Yo pensando que buscaba complacerse!”
—¡Sois un verdadero iluminado, señor!— le dijo emocionada. Anabella sujetó el cayado para apartarlo, se le acercó al viejo, le retiró la capucha y le estampó un beso en las canas, todo en un instante. Haciendo aquello, los grandes pechos de Anabella se apretaron de lleno contra el rostro y la boca del anciano. Atolondrado por el contacto inesperado, el ermitaño soltó cayado y candil llevándose las manos al rostro:
—¿Qué habéis hecho?… ¡La marca de la bestia! ¡No! ¡No!
[ IV ] El regreso
La lámpara del viejo dio con las piedras del riachuelo haciendo un estruendo; su luz titubeó pero se mantuvo encendida. Anabella se quedó sujetando el cayado y notó que estaba resbaloso.
—¿Vuestro báculo está aceitado?
En medio de la conmoción, el viejo respondió aquella pregunta mundana sin darse cuenta:
—Así la madera aguanta más.
Los ojos de Anabella se fijaron en el extremo del venoso madero, y en aquel momento le asaltó una epifanía como un fogonazo: una estrategia incremental con objetos lisos y lubricados como aquél; así lograría poco a poco ampliar su puerta estrecha hasta dar cabida, ¡sin dolor!, a la envergadura de su señor esposo. Pensando aquello distinguió a lo lejos una luz, y pudo identificar que era el mismo señor Finn con su lamparilla, cargando además una gran cantidad de leña y unas pocas flores. “Pues en esa leña traéis ya, sin saberlo, señor Finn, los cayados de vuestra buenaventura.”
—¡En verdad que sois un iluminado!—, dijo Anabella soltando el báculo a los pies del viejo que parecía algo aturdido, y desapareció corriendo hacia el señor Finn.
[ V ] El fin
El anciano abrió los ojos y se encontró solo con el rumor del riachuelo. Miró en todas direcciones y no vio nada. El olor a Legión seguía impregnando el aire; nubes espesas cubrían ya la luna. Se agachó y se lavó la cara temblando, luego recogió la farola y el báculo. Entonces vio su reflejo en el agua: un ermitaño con un cayado en una mano y un candil en la otra: su propia figura, pero invertida (*). Se sobresaltó con el aullido de un lobo y sin querer soltó de nuevo aquellos implementos. La lámpara entonces sí se hundió y se extinguió su luz, y daba lo mismo mantener los ojos abiertos que cerrarlos pues la oscuridad era absoluta. En la mente del viejo apareció otra vez aquella belleza inaudita e intrusa que lo llenaba todo: el recuerdo del hermoso ángel caído en forma de ninfa semidesnuda.
“¿Qué hechizo es éste? ¿Acaso soy muerto y estoy ya en el Purgatorio sin saberlo? ¿Por qué me habéis abandonado, Señor?”, clamaba el viejo restregándose la cara desesperado. Extrajo de sus ropas una cuerda de cuyo extremo colgaba una pequeña maza de metal con púas; se desvistió hasta la cintura, se apretó un cilicio que llevaba allí ajustado, se arrodilló sobre las peñas del riachuelo, y allí mismo comenzó a darse de latigazos con la maza en la huesuda espalda. Las costillas dejaban entrever cientos de cicatrices similares, y cada impacto creaba marcas nuevas y sangrientas. Vade retro decía entre los golpes, a los cuales la ninfa en sus pensamientos parecía inmune.
“¡A estas alturas de mi vida, mi Señor! Después de tantas brujas torturadas en vuestro nombre, permitís que una esbirra del infierno se aparezca a vuestro siervo en medio de la noche, y le haga derramar su semilla in vacuo, seguramente… ¡para robársela! ¡Ay de mí! ¡Vade retro!”, gritaba el viejo dándose más golpes con la maza. “¿Y qué embrujo es éste? ¡Esta oscuridad, esta pestilencia de íncubos y súcubos! ¿Por qué me habéis abandonado, Señor? ¡Vade retro, Legión!”
Iba a administrarse aquel martirio hasta el amanecer, quizás justo hasta la hora en que Anabella y el señor Finn iniciarían sus actividades matinales con un nuevo brío en sus rostros, ella cojeando un poco, pero ambos ya enrumbados a su particular bienaventuranza. Sin embargo, los lobos soberanos del bosque no tardaron en rastrear el olor de la sangre del viejo. Nunca los vio acercarse. El líder de la manada saltó y clavó sus fauces de lleno en su garganta, al tiempo que varios otros lobos mordían el cilicio y lo sacudían de manera salvaje para destriparle el vientre. El olor a Legión se confundió con olor a bestias y dentelladas y alaridos de muerte, y hasta su último respiro en la oscuridad, el viejo inquisidor se defendió de aquella ninfa hermosa que se lo llevaba al infierno repitiendo la misma letanía: Vade retro… Vade retro… Vade retro.
(*) El Ermitaño (Tarot) representa el espíritu de guía. En posición normal: consejo, conocimiento, solicitud, prudencia, precaución, abnegación, retirada, extravío, incapacidad para enfrentarse a los hechos, poseedor de secretos. En posición invertida: imprudencia, juicio incorrecto, inmadurez, precipitación, atolondramiento.