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Nostalgia para una generación Shuffle

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Hace aproximadamente 15 años vivía en Caracas, en una zona que se llama Santa Paula. Cerca de mi edificio, al menos lo suficiente como para ir caminando, se encuentra el Centro Comercial Vizcaya, en el que abrió sus puertas la primera tienda de discos Esperanto. Poco tiempo después de su apertura, comenzó a ser reconocida por la enorme variedad y el buen gusto que sus encargados tenían para seleccionar la música que ofrecían.

Allí compre mi primer disco de Aphex Twin, y por recomendación de un vendedor conocí a Sonic Youth. Era uno de los pocos lugares en el que encontraba a otras personas que respetaban la música tanto como yo. Comentar una canción, analizar un disco,  o criticar el arte de un «librito», era mucho más que una trivialidad. Aquellas conversaciones y recomendaciones surgían de una honesta pasión por la música, del reconocimiento de su importancia como algo que trascendía el mero entretenimiento.

En aquella época, era la única tienda en la que te permitían escuchar los discos antes de comprarlos. Por esto algunos iban solo a conversar y a oír un poco de música vieja o nueva, elegida en la sección de recomendaciones.  Sin control cambiario, los discos llegaban en la fecha de su lanzamiento mundial o apenas días después. Aun conservo la imagen de tres o cuatro tipos sentados junto al mostrador con audífonos puestos, y una columna de discos esperando para ser escuchados.

Era genial, para mí pronto se convirtió en un ritual ir una vez por semana a Esperanto y salir con un par de álbumes en la mano o una lista de próximas compras. A veces vendía discos viejos que no me gustaban para poder comprar algo nuevo. Cuando llegaba a casa me encerraba en mi cuarto, sacaba el discman y los audífonos, y escuchaba cada disco completo por lo menos una vez. Mientras sonaba, lo primero que hacia era leer los nombres de las canciones en la parte posterior de la carátula, luego sacaba el folleto y detallaba cada página. Si la banda cantaba en inglés, que era lo más frecuente, buscaba las palabras que no conocía para entender las letras.

Era una experiencia total, escuchar el disco como la banda o el artista lo habían concebido. Entendí que un LP era mucho más que una recopilación de canciones agrupadas al azar, que detrás del orden elegido para los temas, de los nombres de cada uno, e incluso del arte, había un concepto que buscaba producir sensaciones específicas en quienes escuchábamos; que en la música el orden de los factores sí  altera el producto, y que cada elemento era una pieza de un mensaje que debíamos descifrar.

Pronto descubrí que varios de los discos más grandes de la historia (o considerados como tales) eran conceptuales y estaban cargados de significado, de ideas que a veces eran complejas y profundas, y otras solo estimulantes en un sentido estético. La clave era la experiencia, darle a la creación la oportunidad de revelarse en sus propios términos.

Estaba consiente de que no todos escuchaban música del mismo modo que yo, que era eso justamente lo que distinguía a un oyente ocasional de un verdadero melómano. Yo lo adopté intuitivamente, como algo natural, y se transformó en un ritual, en una teoría general de la música. Más adelante, cuando comencé a leer revistas especializadas como Rolling Stone y a encontrar críticas en los primeros blogs que aparecieron en internet a finales de los años 90, entendí que no solo la música, sino todo el arte podía beneficiarse de una determinada estructura o formato, que toda obra de creación artística requería una serie de condiciones mínimas para poder ser apreciada en todo su esplendor. En ese sentido, nosotros como audiencia, teníamos un rol decisivo en la percepción del arte.

Por supuesto, no todas las bandas o artistas se interesaban por esto, pero un grupo importante de ellos se arriesgó a crear obras totales en las que cada elemento, incluso la duración de las canciones, había sido cuidado para producir un efecto determinado. “Sgt. Pepper” de Los Beatles y “The Wall” de Pink Floyd, por nombrar solo dos clásicos, son ejemplos perfectos. Luego bandas como The Smashing Pumpkins y Nine Inch Nails, con ”Mellon Collie and the Infinite Sadness” y “The Downward Spiral” respectivamente, continuaron con la tradición del álbum conceptual. Hoy, en menor cantidad, algunos se siguen atreviendo a pesar de las implicaciones comerciales, y en ciertos casos, precisamente por eso.

Sin embargo, el centro del argumento son los grandes clásicos, porque siguen siendo respetados, reconocidos e invocados cuando una escena pop rock demasiado mediocre desborda los niveles de tolerancia de una generación acostumbrada a la música trivial y genérica, concebida fundamentalmente como negocio. Porque incluso aquellos que crecieron con Guitar Hero y descubrieron a Jimmy Hendrix gracias a Rock Band, encuentran en The Beatles, Led Zeppelin y The Rolling Stones un legado que aun no ha sido superado. Pero a pesar del reconocimiento, de esa conexión que atraviesa décadas y culturas diferentes, se ha perdido algo esencial en la relación con ellos y en como experimentamos su música. Las condiciones mínimas ya no existen, sus obras son desmembradas y reducidas a sus partes elementales. El disco, como formato, ha muerto. Como catalizador de la experiencia artística ha sido abandonado por el single o sencillo.

Las razones son numerosas y complejas, pero la progresiva digitalización del entretenimiento y de la música a través de comunidades de intercambio como Napster y dispositivos como el iPod, ha contribuido a desplazar el LP para establecer al MP3 como el nuevo estándar. El espíritu de los tiempos ya no escucha discos, escucha canciones. Parece que la tradición no sobrevivirá al cambio de paradigma.

En reuniones de amigos y conocidos he visto cientos de iPods sin un disco completo de ningún artista, y cuando los tienen, los temas están desordenados. Como una novela de la que se leen solo algunos capítulos de forma aleatoria. Ni siquiera Rayuela soportaría esto.  Lo más obvio sería preguntar: “entonces, ¿qué se pierde?” En mi caso particular, la respuesta podría ocupar las páginas de otro articulo, pero es algo que en última instancia depende de cada quien. Lo único seguro e indiscutible es que la experiencia no puede ser la misma. Algo que, desde cierto punto de vista, es completamente lógico porque consumimos música del mismo modo en que vivimos. Escuchar un disco requiere tiempo, compromiso y un estado de ánimo particular que nos permita entregarle nuestra atención durante 40 o 60 minutos. A la velocidad que vivimos actualmente es difícil disponer de “tanto” tiempo. Siempre hay correos que revisar, tweets que leer y páginas que visitar. La mayoría de las veces escuchamos música mientras hacemos otras cosas, y eso está bien, pero perdemos algo cuando solo es así. En la vida y en la música hay un exceso de shuffle.

Hace tiempo leí una encuesta en la que había que elegir entre vivir sin sexo o sin música. El 80% respondió que preferiría vivir sin sexo. Pocas cosas son tan importantes en nuestras vidas, aunque en ocasiones no estemos completamente conscientes de ello. Mi propuesta es que intentemos no diluir el arte, no darlo por sentado y no permitir que se evapore en la vertiginosa banalidad del cinismo pop. Recuperar algunas de esas cosas que se desvanecen en el cambio, y recordarle a quien pueda interesar que un gran disco es mucho más que una canción, y que la suma de las partes no siempre es el todo.

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