Al parecer, por fin se desataron los demonios. Sin el control de su jefe, que – quién lo diría – da muestras de ser el menos irracional de la partida, decidieron por fin dejar de lado las apariencias y soltar toda la furia que tienen represada hace décadas. Con su fuego sacramental pretenden limpiar el territorio nacional de todo vestigio opositor.
No la tienen difícil: con el control absoluto sobre las instituciones – léase poderes del estado – y con el monopolio de las armas, se intuye que no van a tener obstáculo alguno en terminar de materializar su proyecto hegemónico. Ya la primera campanada fue dada: primero el 8 de enero en la Asamblea Nacional, y para rematar la faena el día después en el TSJ, deciden que la constitución se interpreta de acuerdo a su conveniencia, y hacen posible que unos señores que tienen el contrato vencido por finalización del lapso presidencial anterior se lo autorenueven. Con base en una carta firmada no por el presidente Chávez, sino ¡por Maduro! Es que en el arte de pagar y darse el vuelto no tienen competencia.
Acto seguido, sin que les tiemble el pulso, comienza la violación de los derechos. Primero despliegan todo el poder militar que se les antoja en los sitios que suponen pueden ser focos de insurrección – como si los venezolanos no estuviéramos curados de eso, por cierto. Y vemos como Plaza Altamira es tomada por decenas de militares, en sus resplandecientes motos, armas en ristre. En señal inequívoca de que no piensan tolerar el menor bochinche por parte de los que ellos denominan despectivamente escuálidos. El derecho a la protesta es cercenado de facto, pues nadie en su sano juicio va a enfrentarse con un tipo que porta armamento de guerra. Acto seguido acallan el derecho a la libertad de expresión, al prohibirle a Globovisión la transmisión de unos micros sobre el artículo 231. A esta hora desconozco si los lograron colgar en Youtube, espero que lo hayan podido hacer. Es casi el último reducto que nos queda.
Y queda latente la cuestión primordial de este sainete: la salud de Chávez. ¿Está vivo? ¿Está sobreviviendo gracias al soporte de unas máquinas? ¿No tiene nada, y está esperando que pase el chaparrón para aparecer en medio de la próxima crisis y fungir de salvador – otra vez – de la patria? Nadie lo sabe, salvo los acólitos más cercanos. Y los hermanos Castro, por supuesto, quienes fungen de grandes titiriteros del macabro espectáculo.
Frente a este panorama, ¿qué nos queda? Creo que no mucho, salvo dar a conocer a la mayor cantidad posible de personas, dentro y fuera del país, lo que nos está sucediendo, exigir una fe de vida de Chávez (cosa que en el fondo le debe angustiar a más de un chavista “de a pie”) y documentar este período oscuro de la patria, para contribuir a la reconstrucción posterior como legado a las generaciones que nos seguirán. A ver si no repiten nuestros errores.