Acompaño al pana serbio a fumarse un cigarro. Hace dos grados y está lloviznando. Me pregunta por Chávez. Yo le digo que nadie sabe nada.
–¿Cómo fueron los días cercanos a la muerte de Tito?
Đorđe sonrie –¡Ah! Primero nadie lo podía creer. Es que, claro, Tito estaba en todas partes. Cumplía 88 años y sembraron 88 flores en un pueblo, construyeron 88 edificios en otro. Era el padre de todos. Tantos años de propaganda, imagínate…
–Claro.
–Y después, pasaron como 5 años sin que nadie se atreviese a decir en público que Tito estaba muerto. Decían «Tito, que sigue con nosotros» y así fue hasta la guerra.
–Era como el tipo este de Corea… ¿como un rey?
–¡No! Tito no era un rey. Tito era eterno ¿ves?. Los reyes gobiernan sabiendo que un día van a morir. Gobiernan para sus hijos, para que sus hijos hereden el trono. Se preparan ¿entiendes? En cambio Tito no dejó espacio para nadie, montó una presidencia vitalicia. Y el partido… cuando tienes un sistema así… –dibuja una pirámide con sus manos– ¿me entiendes? El problema de la presidencia vitalicia es que tienes que ser inmortal, porque si no, inevitablemente, vas a defraudar al pueblo.
Le da el último jalón a su cigarro y lo tira al suelo.
–Yo nunca fui comunista –pisa la colilla– Siempre quise que se acabara el comunismo. Era joven, tu sabes. Rebelde. Pero cuando murió, estaba molesto, estaba muy molesto con Tito. No porque fuera un dictador, sino porque se había muerto.