El manuscrito se intitulaba: “Teoría de los estados inmutables”. Su autor era un reconocido filósofo.
No hallando un editor para él, el autor decidió limar algunas asperezas de índoles técnicas. Obvio la metafísica del principio de incertidumbre que declara la imposibilidad de saber a un mismo instante dos características fenomenológicas de un hecho, (vgr. cantidad de movimiento y posición, vida y muerte, amor y odio) por críptica. La sustituyo por una metafísica del azar; elaborada, original, pero no menos complicada.
No encontrando aún un editor que se embarcara en la empresa, comprendió el sin sentido de su obra: una teoría que no se soportaba a si misma. El libro actual era una morisqueta del original, tanto había cambiado que parecía que las palabras contenidas en los folios habían sido dispuestas como por azar.
En una tarde de otoño el libro le pesaba más que su orgullo, lo tomó de la gaveta y lo arrojó a la chimenea. Las últimas incandescencias se desvanecieron enigmáticamente, las ideas enarboladas en numerosas letras se habían convertido ahora en cenizas de bellas formas. Sólo en ese momento el autor lo comprendió todo.