Mi vida, a través de los perros (XXXVII)

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Me quiero detener en ese momento y recrearlo con todos sus detalles; es un placer que me concedo de tanto en tanto. Como es de imaginarse, debido al frío inclemente del páramo tuve que envolverme en el edredón, pues mi pijama era insuficiente para contrarrestarlo. Así, parecido al capullo de alguna monstruosa mariposa, me dirigí a la puerta, y al abrirla me encontré con alguien de mi especie, es decir, otro gigantesco capullo del cual sólo asomaba tímida la carita sonrosada de Helga. Soltamos una risa al unísono, dado lo ridículo de la situación. Pero con un empellón me hizo apartar, y me gritó:

-¡Cierra esa puerta, por el amor a Cristo!

Al hacerlo, le dije:

-No te conocía esas inclinaciones religiosas.

-El frío me las potencia.

-¿Qué te pasó?

-Pasó que en la miserable celda que me tocó en suerte, en esta abadía disfrazada de hotel, la calefacción no se da abasto, y si seguía allí iba a congelarme, ¡eso pasó!

A todas estas Byron la miraba muy interesado, y le saltaba encima emitiendo unos alaridos que querían ser festivos. A ella , en ese momento, no le interesaban mucho esas expresiones de cariño, pues lo que buscaba era calor. Sin embargo, le acarició la cabeza diciéndole «ya, ya». Acto seguido, sin mayor protocolo, se precipitó en mi cama. Yo me le quedé mirando sin saber que hacer, hasta que ella, con su practicidad teutona, me ordenó más que pedir:

-No te quedes allí, apaga la luz y caliéntame.

Como cualquier persona sensata podrá pensar, no me quedó más remedio que obedecer ese mandato, y me instalé a su lado. Ella yacía de costado en el estrecho camastro, que con dificultades nos podía acoger a los dos. Yo asumí la misma posición, recostando mi cuerpo del suyo, y noté que estaba temblando. No hubiera pensado que fuera tan friolenta, dada su ascendencia. Pero en realidad la estaba pasando mal. No puedo decir lo mismo: a pesar de que ese contacto no tenía nada de sensual, por lo menos para ella, yo disfruté cada instante de esa noche. Debo decir que me comporté como todo un boy scout, asumiendo que los boy scouts no se ponen cariñosos con las girl scouts. Me limité a proporcionarle calor por el mero contacto, y no me arriesgué a más nada. Sin embargo, a pesar de las gruesas telas que separaban nuestras pieles, me sentí más a gusto acostado con ella, sin hacer nada, que en cualquier momento que hubiera pasado con Lucía. Aspiraba el tenue aroma que emanaba de su nuca, un olor cítrico, como a mandarina, y me sumergí en él hasta quedar dormido.

Cuando amaneció, despertamos en la misma posición, y yo la rodeaba con mi brazo. Pero no estábamos solos: el perro se las había ingeniado para reptar entre los edredones, las cobijas y nuestros cuerpos, y había conseguido un lugar en la cama, para protegerse él también del frío. No lo regañé, pues de otra manera se hubiera congelado, el pobre. Helga dio los buenos días, estampándome un casto beso en la mejilla, y me dijo:

-Espero que no te hayas propasado anoche, sinvergüenza.

-Creo que tu hubieras dado cuenta, antipática.

-No, está todo en orden. Ahora me voy a mi celda, creo que nos toca movernos rápido, ¿no?

-Sí, es conveniente que nos pongamos en camino cuanto antes para aprovechar el día.

Nos alistamos, y una vez concluidos los trámites en la gerencia del hotel, volvimos a emprender el camino. Era una mañana luminosa, y el manto de nubes había desaparecido para permitirnos apreciar el paisaje majestuoso de las montañas, que de tanto en tanto mostraban sus picos nevados. Como había tiempo, me propuse hacer algo de turismo, y con la excusa de desayunar orillé el carro en un paradero desde donde, tras una breve caminata, se tenía acceso a una gran laguna, de oscuras aguas. Desayunamos con un apetito voraz, sin privarnos de nada. Grandes arepas de trigo, propias de la región, con sus variados rellenos, jugos de fresa y mora y el infaltable chocolate caliente.

-Vaya que comimos, ¿no?

-Quedé repleta, no has debido permitirme comer tanto.

-Así no es conveniente seguir el camino, te puede dar una indigestión. Vamos a dar un paseo, te va a encantar.

Paseamos sin mayor prisa por el sendero que tras atravesar una explanada cundida de esas extrañas plantas de hojas peludas, casi la única vegetación que nace en esas alturas, llevaba a la laguna. A Helga le llamaron la atención esas matas, y observó:

-Parece que fueran unas Edelweiss gigantes. ¿Cómo se llaman?

-Frailejones, verdad que son curiosas. Los locales las usan para muchas cosas, entre otras para preparar un té contra lo que se llama «mal de páramo», que no es más que un malestar producido por la altura y la falta de oxígeno. Espero que no te de, dicen que es muy desagradable. Ah, y también puedes usar las hojas en una emergencia corporal.

-Sí serás soez. Acabas de matar toda la poesía tras los frailejones.

-Qué te puedo decir, esa información te puede ser de mucha ayuda si te toca algún día vagar por estos lares y te dan ganas.

-Ya, deja el tema, que me matas toda la magia. Tan culto y tan escatológico, eres una personita contradictoria.

Byron aprovechaba para correr a sus anchas, pero el aire empobrecido le pasó factura y pronto se encontró jadeando, con el corazón acelerado. Tuvimos que hacer una pausa más o menos larga, para que se restableciera, y aprovechamos para admirar los alrededores, y mantener una charlita intrascendente, de esas que se sostienen a punta de recuerdos y lugares comunes. El tema de la noche quedó atrás, sin ninguna mención al respecto. Después de un largo rato, cuando se normalizó la respiración del perro, decidimos continuar nuestra travesía.

Volvimos a abordar el Mercury, con la intención de llegar de una vez al pueblito en donde debería estar viviendo la madre de Helga, pero antes de eso tuve que hacer una última parada. En una porción de la carretera que bordeaba un gran desfiladero detuve el vehículo, y le dije a Helga:

-Ven, este es el sitio.

-¿Cual sitio?

-El sitio de mi accidente. Tengo que bajar, este lugar me recuerda la inmensa suerte de estar vivo, y la segunda oportunidad que me concedió el destino.

Ella entendió lo trascendental de ese asunto, y sin mediar palabra se apeó del carro, para contemplar junto a mí el abismo, tomándome de la mano.

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