IMPRESIONES MEXICANAS

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IMPRESIONES MEXICANAS

 

POR CARLOS SCHULMAISTER

(Argentina)

 

En diciembre de 2012 estuve durante un mes en México DF visitando por primera vez a mi hermana que reside allí desde hace 22 años. Fue un sencillo viaje de descanso, por años postergado.

 

I

Viajar siempre es bueno. Viajar, no huir…

 

Lo que realmente me agrada es el ver algo nuevo, algo distinto, aquello que es inédito para uno.A menudo decimos que son las cualidades del nuevo lugar recorrido las que nos agradan, pero yo siento que las motivaciones experimentadas no dependen de los contenidos de mis percepciones sensibles de las cosas que me rodean, sino del impacto que ellas, cualquiera que sean, producen en mi ánimo, en mis emociones, en mis reflexiones más íntimas. Y es el contraste, casi siempre más rápido que la monotonía resultante de permanecer largo tiempo en un mismo lugar, el que queda prendido en nuestros recuerdos.

 

De modo que si hubiera nacido en México y más tarde, en los últimos años de mi vida, hubiera viajado por primera vez a Argentina habría experimentado seguramente los mismos procesos a los que acabo de referirme.

 

Que no se trata de las cualidades del lugar al que visitamos, sino del cambio en si, lo confirma el hecho de que millones de personas que viven en lugares paradisíacos de todo el planeta sienten las mismas ansias de partir hacia horizontes nuevos o relativamente nuevos para ellos que las que siente cualquier persona independientemente de los atributos que califican su medio. Concretamente, muchos europeos que viven en medio de paisajes alpinos de gran belleza viajan a Bariloche y regresan maravillados. Pero no es la ubicación del lugar en el ranking de la belleza paisajística lo que determina el mayor o menor impacto en la sensibilidad total del viajero, como vengo diciendo, sino la curiosidad por lo desconocido (por más que una información previa pueda ilustrar e interesar al viajero), sus condiciones personales, particularmente su sensibilidad profunda así como su sensibilidad estética y sus estados de alma (remedando a Amiel, para quien el paisaje está en el alma, y no fuera de ella).

 

Resumidamente, cualquier lugar novedoso en la existencia de una persona puede provocar en ella los impactos más grandes independientemente de sus condiciones naturales, especialmente las de tipo paisajístico. Sobre todo en el turista, que es una suerte de viajero y “mirador” muy distinto al migrante, y sobre todo al exiliado.

 

Este desglose introductorio viene a cuento de ciertas “demandas” no cumplimentadas y de los consiguientes “reproches” que me efectuara una dilecta amiga que vive en aquella gigantesca república, a quien para el caso llamaré Esmeralda (esperando me perdone por el nombre elegido para la ocasión, el cual, sin embargo, en los tiempos de mi infancia se solía asociar con bellas princesas de los cuentos de hadas).

 

Esmeralda es una entusiasta -fervorosa es más correcto- admiradora de las culturas populares mejicanas, tanto vivientes como extinguidas. De modo que su amor transita desde  las personas cotidianas con las que se encuentra de pronto en una calle de Monterrey  como con los pescadores de algún pueblito en la zona costera del Golfo de México, particularmente con aquellos cuyos rostros dan señales atávicas de pertenencia a las  viejas estirpes del continente, aquellas de rostros morenos, casi cobrizos y a menudo de rigidez pétrea que evocan una larga historia de sufrimiento ancestral.

 

Pero como buena culturalista ella ama especialmente las cosas que aquellos hombres y mujeres originarios (por usar un término al uso)  han creado en sus respectivos mundos  históricos. Las que son materiales y las inmateriales, es decir, objetos, utensillos, vestimentas, moradas, ciudades, altares, pero también ideas, mitos, cuentos, creencias y saberes.

 

Esas cosas, se sabe, están vivas en las diversas culturas actuales, tanto en las que se conservan más puras como en las que están ya deculturadas o expresan sincretismos de nuevo cuño y renovadas puestas en valor. Me refiero tanto a objetos y a técnicas como a creencias. Pero fundamentalmente esas clases de cosas, cuando pertenecen a tiempos lejanos, se hallan preservadas con mayor o menor fidelidad en los museos.

 

La cultura mejicana es de tipo patrimonial. Nada escapa casi a la dimensión colectiva de la idea de patria, tomada ésta en sus mejores sentidos, aun incluso en aquellas que han sido confrontativas y socialmente excluyentes. Pero la mexicanidad se expresa hoy vitalmente en la diversidad y en la revalorización -desde una ética vitalista y humanista- de esa misma diversidad que se cuela entre las sangres y las pieles de la mayoría de sus habitantes convirtiendo a cada hombre y a cada mujer en un hombre tan grandiosamente particular y singular como universal simultáneamente.

 

Estas reflexiones, descarto, son compartidas por Esmeralda inexcusablemente. Sin embargo, la consecuencia natural y lógica que constituye su búsqueda frenética de nuevos pasados y nuevos asombros presentes que la llevan a recorrer tanto los museos como los lugares cargados de historia y de valores culturales, como los espacios paisajísticos y ambientales y las muestras de arquitectura histórica, no tienen en mi el mismo correlato.

 

Quizá sea grave que eso le suceda a un profesor de historia, pero en todo caso, creo tener razones para ello.

 

Fui como ella amante de las culturas pasadas y de los museos y los testimonios vivientes del pasado. Pero eso era en los años de mi juventud, antes y después de estudiar historia y durante largos años dedicados a su enseñanza. Complementariamente me sumergí por entonces en las aguas de otras ciencias como la Antropología y la Sociología para intentar comprender mejor el pasado por medio del presente y viceversa.

 

Sin embargo, actualmente experimento una desilusión muy grande con la Historia y con las Ciencias Sociales en general. Estas razones -y muchas otras que por no sobreabundar ni aburrir omito- han hecho que mi visita a México no desembocara en una nutrida agenda de visitas a instituciones museológicas ni a lugares que testimonian no sólo valores de categorías particulares de cosas, como por ejemplo la arquitectura, sino a los que en si se asocian con momentos particulares y singulares de su historia.

 

Pues bien, habiendo mutado gradualmente de la Historia a la Filosofía, podría decir rápidamente que atravieso un personal estado de decepción personal con aquellos saberes, amén de presentar atisbos de una filosofía de la decepción (una más que se suma a las tantas ya existentes), de la cual, encarecidamente ruego que no sea confundida con manifestaciones similares del hombre de la Posmodernidad. Pues si no sé con certeza de qué insumos está constituida sí intuyo firmemente cuáles se hallan ausentes de ella.

 

Esto que me sucede tiene un inexorable correlato en Esmeralda. Esmeralda también cultiva una suerte de filosofía o estado de decepción, pero a diferencia de mí, no se trata de ninguna situación relacionada con el mundo ni con la totalidad, como es mi caso, sino justamente conmigo, con éste su amigo de la adolescencia. Me explico, ella no comprende cómo he sido capaz de pasar de largo, de ser indiferente, de haber mirado otros objetos culturales en reemplazo de los que ella durante largos meses insistió en que debía dedicarles un tiempo de celebración en mi agenda turística.

 

Como puede observarse, ambos estamos cargados de decepción. Podría hablar de lo que significa (para mi) este estado y de lo que siento. Puede ser agobiante hacerlo, repito: para mi, pero también para el lector. Por eso creo que sobrevolaré apenas sobre el tema en los tramos subsiguientes.

 

II

Esmeralda pasa por ser actualmente una exponente del romanticismo, el cual se trasluce con tremenda fuerza expresiva en sus intervenciones estéticas, especialmente las que se hallan ligadas al arte de la fotografía que tiene en ella una eximia representante. El color local, la afectividad, la subjetividad, la sensibilidad perseguida y capturada en el objeto retratado y su propia sensibilidad de artista involucrada en un propósito inescindiblemente ético y estético lo manifiestan con toda claridad.

 

De modo que, como se sabe, tras su mirada de fotógrafa romántica cabe un manifiesto de impugnación a la realidad aún cuando su tema aparente ser, en ocasiones, sutilmente descriptivo o paisajístico. En consecuencia, en gran parte de su obra está presente, inevitablemente, un alegato por la justicia. Por lo tanto, su arte encierra gozo y a la vez dolor, inextricablemente entrelazados, como ocurre en cualquier aspecto de la realidad.

 

Pues bien, yo era así a los 20 años de edad, cuando creía que había que sentir el dolor de los pobres en carne propia para exorcizar el sentimiento de culpa personal por su estado. Tiempos en los que también creía que había que sentir en carne viva los grandes valores éticos que justificarían haber pasado por la vida comprometidamente, especialmente rayando en la abnegación.

 

Pues bien, aquel idealismo exacerbado de esas generaciones de los sesentas y setentas trajo muchos dolores y sufrimientos, muchos más que los gozos y las liberaciones prometidos. Pero ese resultado no es exclusivamente atribuible a los hombres malos de entonces que se oponían al bien, supuestamente representado por “nosotros”. Existe al presente una polémica por la verdad histórica acerca de lo ocurrido en esos años llamados “de plomo” que no logra ver totalmente la luz pues la historia es no sólo la búsqueda de la verdad histórica en cuanto al pasado sino un arma poderosísima de organización y control del presente y sobre todo del futuro.

 

La Historia y las Ciencias Sociales en América latina tuvieron chispazos momentáneos de iluminación para las conciencias libertarias en general, pero complementariamente fundamentaron relatos, memorias, teorías y prácticas políticas que generaron distorsiones descomunales entre los objetivos iniciales y los resultados obtenidos.

 

Los colores locales, las apelaciones a “lo nacional” y a  “lo popular”, connotándolas de una supuesta superioridad moral cuya definición y alcances eran de dudoso contenido moral, fruto de situaciones históricas cargadas de autoritarismo mesiánico, y a cargo de organizaciones sectarias, me cansaron, me agotaron, igual que sucedió con muchos miles de connacionales.

 

Sucede que el particularismo y el nacionalismo positivo pueden ser calificados así si se piensan como un momento del devenir histórico de una nación en busca de un destino universal, lo cual no significa procurar llegar a ser una nación imperial que domine el mundo sino aquella que se reúna democráticamente en la cultura plural, diversa, y en igualdad de condiciones con todas las culturas particulares del planeta.

 

En ese sentido, se puede ser nacionalista siempre que se tenga en claro y no se pierda de vista que cada hombre en la Tierra es un universal, y no sólo una promesa de tal, y que el destino de la humanidad es justamente su realización genérica.

 

De modo que la Globalización no me afectó como a los sectores falsamente progresistas que habitualmente son designados como “progres”. La Globalización era previsible en el desarrollo evolutivo del sistema capitalista. Ponerse en contra de ello es una muestra de estolidez incalificable. Los indiscutibles beneficios de la Globalización son los que les permiten a los agoreros del izquierdismo subvencionado actual poder trabajar de defensores de los pobres, de las culturas nacionales, de los pueblos originarios y de los derechos humanos sectorizados con mayor eficacia que en los tiempos del capitalismo del estado de bienestar.

 

De ahí que mi desilusión no se compadece en lo más mínimo con los efectos producidos por la crisis de los grandes relatos, la fragmentación cultural, la anomia, la falta de utopías, etc., como el discurso posmodernista nos acostumbró a escuchar urbi et orbe.

 

Celebro la pérdida de poder del estado-nación en el mundo actual, en tanto no sea camino para la fragmentación de la gobernabilidad mundial, y por el contrario facilite la democratización de las prácticas políticas mundiales.

 

La desmitificación de simbolismos y sacralidades irracionalmente subsistentes también la celebro. La Globalización no es un ataque ni una conjura de los poderosos como el iracundo e histérico discurso izquierdista mundial plantea, sino todo lo contrario, es decir, es la organización racional de la supervivencia y continuidad sustentable de la civilización.

 

Y si en contra de esto se opone el remanido argumento de las nefastas prácticas concretas que realizan en ciertas áreas del mundo algunas grandes compañías multinacionales que atentan contra esa sustentabilidad antes mencionada, contesto que en todo ello tienen gran responsabilidad los propios políticos de los países afectados, así como sus empresarios, sus sindicalistas e incluso sus masas clientelares, de lo cual la experiencia concreta da múltiples testimonios, sobre todo en Argentina, mi país de origen.

 

En consecuencia, me cansé de los discursos que supuestamente “explican” la realidad depositando fuera de los lugares locales las responsabilidades. Es que en el planeta existen muchos países en los cuales las leyes sí funcionan efectivamente, y ello es así porque sus pueblos tienen una cultura que lo permite.

 

A esta altura, pues, cabe acoger mi desilusión por causa del retroceso provocado por los renovados intentos de restauración de los discursos de izquierda totalitaria, especialmente en los aspectos culturales, mediante los cuales viene recuperando espacios que en el plano económico social había perdido absolutamente ante el fracaso de sus delirantes planteos.

 

Me cansé de enseñar las particularidades históricas en mis clases de historia antigua. Particularismos históricos en los cuales tantas veces se ha pretendido, se pretende y seguramente se continuará pretendiendo hallar “raíces” idiosincráticas para formular supuestos caracteres “nacionales”. Hoy, por el contrario, prefiero la enseñanza de aquello que las culturas tienen en común en todos los tiempos y lugares, pues de ello ha de nacer sin duda la noción de nuestra semejanza con todos los pueblos de la tierra, tal como el arte, las tradiciones y el folclore  de todas las sociedades lo demuestran aún pintando sus propias realidades con colores locales.

 

De ahí que no tenga más ganas de mirar hacia atrás, hacia el pasado histórico, pues rechazo que el pasado nos domine y nos determine aún en las cuestiones más íntimas de la vida. La cultura popular y la sabiduría popular no son válidas por ser viejas o inveteradas, sino por ser vitales. Es la vida, lo viviente, lo que da derechos a identificarse con sus componentes. De ninguna manera lo es la muerte ni los cadáveres.

 

Por eso digo: no más al pasado como matriz conservadora del pensamiento con anteojeras, del pensamiento de una sola mano. Es el presente, mejor dicho cada presente el que legitima o deslegitima; por lo tanto es a los hombres que están vivos a los que hay que proteger y amar, más que a las tradiciones históricas. Y es por eso que ya no me atrae visitar museos.

 

III

En primer lugar, la ciudad de México DF está llena de museos por doquier, por lo cual la selección de cuáles se habrán de visitar se vuelve una tarea ímproba, especialmente cuando uno es un turista que tiene poco tiempo disponible; en mi caso, apenas un mes.

 

Si a ello se une la tremenda dispersión espacial de la ciudad y la obvia ausencia de esquemas espaciales internalizados mentalmente por mi, recién arribado por primera vez; además de mi falta de aptitud para utilizar el transporte colectivo (incluso en Buenos Aires) en ausencia de un automóvil a mi disposición, pero sobre todo por mi imposibilidad lógica de conducir en aquella gigantesca ciudad; y ni hablar del costo que supondría manejarme con taxis particulares; todo ello hacía suponer de antemano que mi agenda museística habría de llenarse con pocas pero emblemáticas instituciones a visitar.

 

¿Cuáles son esas instituciones emblemáticas desde la mirada de un recién llegado que desconoce más que lo que conoce de aquella gran Nación? Pues no lo diré, deliberadamente. Primero porque mi juicio es muy vulgar y ligero al respecto, y segundo porque a ningún mejicano le cae bien que un argentino hable como tal de su patria (la del mejicano), es decir, como si supiera de lo que habla…

 

Por lo tanto no mencionaré ningún nombre. Gracias a Ana María, una amiga de mi hermana Mónica, pude visitar el museo más grande, el más famoso, y supuestamente (debido a mi ignorancia del tema) el más calificado técnica y científicamente.

 

No teniendo fresca la historia precolombina de México y menos aún un mapa arqueológico en mi mente, me encontré con ausencia de cronología y de mapas geográficos de las diversas culturas allí representadas. Más aún, la cartelería no estaba pensada con sentido educacional (no sólo de escolares y estudiantes sino de los diversos públicos que suelen visitar museos). Si esto es grave para los nacionales, que de alguna manera van armando sus esquemas histórico-culturales geográficamente situados gracias a su recorrido por el sistema educativo, imagínese cuánto más grave ha de serlo para los turistas, habida cuenta que el grueso de éstos no suele ser especializado en estos temas.

 

Por eso me hallé perdido en una sala, y en otra y en otra. Faltaba una guía de ruta a seguir pensando en aquellos que, como yo, conocen o recuerdan poco o nada del poblamiento inicial.

 

También experimenté otras sensaciones que nunca había tenido en las visitas a museos de Argentina. Por ejemplo, me impactó la abundancia de piezas arqueológicas, el buen estado en que se hallaban, la prolija organización de las series y sobre todo la gran magnitud y volumen de muchas de ellas, agigantada por la monumentalidad del edificio del museo, con sus paredes y techos altísimos.

 

Todo ello me produjo una impresión de espectáculo más que de espacio para explorar y bucear, como me gusta que sean los museos. Por consiguiente, las piezas arqueológicas y yo estábamos frente a frente pero como si estuviéramos en dos espacios distintos, y en dos tiempos distintos. Aquellas piezas ya no parecían reales. Y entre ellas y yo había una distancia que no podía desandar ni intentando leer los consabidos carteles o data, como allí se dice. Es que la grandiosidad de las piezas las sustraía a mi posible interrogatorio, pues me paralizaba.

 

Y así era en una sala y en otra, experimentando la conocida saturación visual y agotamiento mental que había estudiado en museología y que ya había experimentado en museos de Argentina. Hasta que no aguanté más y le dije a mi encantadora cicerone que por favor saliéramos de allí -por más que restaban muchas salas por recorrer- porque me sentía como creo que se sienten los que sufren de claustrofobia, aunque sin saber a ciencia cierta cuáles eran esos síntomas.

 

Una vez en el patio intenté explicarle  qué era lo que me sucedía. Le hablé entonces de la indiferencia que me producían esos restos arqueológicos. Entre ellos y yo existe una distancia real tan grande que no tiene ningún sentido revisar una a una todas las series existentes en el museo, ni tampoco ir rellenando lagunas de conocimiento. Si esto último tenía sentido sesenta años atrás era cuando la Enciclopedia, pese a sus numerosas zonas erróneas, también tenía sentido en la ordenación intelectual de nuestro mundo, o quizá deba decir de mi mundo, pero no es demasiado importante la diferencia.

 

Por de pronto -le explicaba- siento un revoltijo de tripas cuando leo o escucho las legitimaciones discursivas que hacen actualmente algunos voceros del culturalismo indigenista latinoamericano para justificar los crueles sacrificios humanos de los aztecas mediante el recurso al presunto honor que ese destino supondría en las futuras víctimas. Ese tema merece todo mi rechazo más visceral. A la vez, comprendo el carácter ideológico de ese maquillaje intelectual toda vez que comparo cómo sí podemos repudiar (y hasta resulta obligatorio hacerlo) los crueles sacrificios humanos de niños al dios asirio Baal. Pero en ningún manual existe referencia a los veinte mil niños sacrificados en un solo día en la cima de la pirámide tal o cual por los aztecas.

 

Es cierto que la división de la Historia en eras y edades ha convertido a los hombres de la prehistoria en extraños para nosotros, los hombres de la “historia”, siendo que entre ambos no existe cesura alguna de ningún tipo. De modo que un acto reparador de esta errónea percepción debe ser, sin duda, reconocernos en ellos. Somos una sola familia histórica, sobre todo, o también, porque en los primeros tiempos de la humanidad no había referencias territoriales ni espaciales ni registros de nativos ni de entrada y salida de inmigrantes, en ninguna parte del planeta.

 

Sin embargo, lo que da sentido a la aventura humana y permite de algún modo disipar en parte sus arcanos es aquella idea que más de medio siglo atrás mi generación y yo en ella rechazábamos con inagotable petulancia como ignorancia: la idea de progreso. Y si bien hay que reconocer que no existe un progreso lineal en todos los aspectos simultáneamente, es preciso reconocer que el hombre actual (me refiero al hombre desde el cristianismo hasta hoy) ha avanzado, no sin retrocesos, en la creación de un marco normativo y valorativo que pese a todos sus defectos es claramente inclusivo de toda la humanidad en las escalas en que este término queda referenciado actualmente.

 

Lamentablemente, la Globalización no nos satisface completamente aún, quizá no tanto por lo que trae sino por lo que aún le falta: o sea la Globalización Ética, la gran ausente. En los planos económico, financiero y político la Globalización ha transformado en pocas décadas el mundo, pero la ausencia de una globalización ética tiende a sustraer y degradar los avances de aquellas.

 

Para abundar en este planteo quiero significar que no comprendo bien cómo es posible que los mismos cristianos sean inflexibles críticos de la Iglesia Católica, apropiadora del mensaje cristiano y con horribles manchas y culpas, pero no lo sean con los sistemas genocidas y autoritarios de los tiempos contemporáneos así como tampoco con los las culturas llamadas originarias. Obviamente, eso es obra del relativismo cultural.

 

Por ende rechazo a priori el relativismo cultural cuando se utiliza no para conocer sino para justificar lo injustificable. Especialmente rechazo el relativismo moral. Y ese relativismo moral está presente en gran medida en los museos.

 

Obviamente, alguien podría decir que las teorías que no sirven no son culpables de nada sino que los verdaderos culpables son aquellos hombres que las piensan y utilizan para fines nefastos. Generalmente quienes sostienen ardorosamente teorías totalizadoras no suelen tener completa coherencia entre ellas y sus diversas prácticas. Claro que es así. Por ejemplo, cuando a los niños, a los jóvenes y a los adultos se les pide que se identifiquen con un hombre del Antiguo Egipto, la gran mayoría lo hace con los faraones, su familia o sus altos servidores palaciegos. ¿Por qué será? Amamos la cultura egipcia antigua, tomamos mucho de ella para el acervo de la cultura occidental, pero nos es indiferente la esclavitud allí existente. Y sólo nos ponemos mal, y nos duele, cuando se habla de la esclavitud en los EE. UU., o en los tiempos de Martin Luther King, que es cuando las luchas por los derechos civiles (¡otro eufemismo!) nos caen “románticas”.

 

De modo que, por más que todos seamos descendientes de hombres crueles, y ellos sean entonces miembros de nuestra familia junto con algunos hombres buenos, lo humano del género es tanto la existencia del mal como la del bien, pero mucho más lo es el acuciante desafío por la autosuperación ética. Y esto muy a menudo se pierde de vista.

 

De ahí, entonces, que rechazo justificar presentes por culpa de los errores y desatinos del pasado, por más que exista razón y justicia para hacerlo. Porque lo único que salva al mundo no son las palabras ni los mensajes, sino la acción que se da en consecuencia de aquellas.

 

Finalmente, he amado el pasado histórico como campo de conocimiento, he creado bibliotecas y un museo, y sin embargo no frecuento ya esos ámbitos. La historia es ambivalente, inútil y hasta peligrosamente útil según quiénes, cómo y para qué la frecuenten. Las bibliotecas están llenas de libros que hablan de hombres que ya no existen, para otros que son distintos a los que inspiraron a sus autores, pues los libros también se vuelven anacrónicos, y la mayoría de los que se publican no se leen, pese a que son comprados y regalados cada vez más. Y los museos se ven una sola vez en la vida, y se huye de allí para nunca más regresar. Claro que he generalizado mucho, pero no arbitrariamente.

 

Por otra parte, ¿por qué no se pueden cambiar los nombres de las calles, las plazas, y las obras públicas? ¿Por qué hay que ponerlos a perpetuidad? ¿Por qué los hombres de una época pueden impedirle a los de épocas posteriores revisar esas denominaciones? ¿Por qué los viejos y a menudo perimidos puntos de vista de los muertos, ilustres o anónimos, ha de considerarse superior a los de quienes hoy están vivos?

 

No puede haber sacralización de algunos, porque los hombres no son sagrados, aunque metafóricamente podamos decir que los hombres deberían ser sagrados para los hombres.

 

Lo que vale es vivir (con el ejercicio real de todo lo que ello implica).

 

 

 

 

IV

Ana María coincidía conmigo y abonaba con felices argumentaciones las mías, causándome asombro que siendo ella fruto de la mezcla de sangres autóctonas con europeas, y con fuerte predominio en su biotipo de las primeras, no se considerara a si misma ni “originaria” ni misionera de una supuesta identidad que muchos confunden con los rasgos exteriores provistos por los componentes biogenéticos.

 

Esta cuestión la tengo bien clara desde hace mucho tiempo. Estoy harto de escuchar y ver a personas cuyo estilo de vida y cultura es el propio de la cultura occidental, (por lo que no se diferencian en nada de un europeo, un yankee, un argentino o un australiano) pero que porque tienen ascendientes indígenas por ambas vías o por una sola se sienten automáticamente llamadas a dar testimonio de pertenencia in totum a la identidad cultural indígena correspondiente. Esto así aunque una de las vertientes sea europea (usualmente italiana, inglesa, española, etc), de modo que en estas circunstancias el sujeto considera que “debe” comportarse como miembro de la cultura indígena correspondiente. Entiendo que estas “opciones” son forzadas y entre otras largas consideraciones abonan esta mi posición el hecho de que ninguno de estos individuos se despoja de los adminículos de la tecnología moderna, por más que se disfrace de indígena en aspectos exteriores de su imagen y supuestamente en otros más recónditos manifiesten afecciones ideológicas rayanas en el primitivismo.  Ergo, puro bla, bla, bla.

 

He conocido personas que en el caso de poseer dos vertientes diferentes, por caso la mapuche y la europea anglosajona, consideran que existe algo éticamente superior en la inclinación a adoptar la identidad mapuche frente a la europea. Se trata a mi juicio de presupuestos falsos, pero más allá de las erróneas apreciaciones en que se fundamentan suelen constituir de hecho formas autodiscriminatorias, autosegregacionistas, que paradójicamente son revestidas (no sé si sentidas) por esas personas como actos de reparación cultural, cuando son formas de injusticia con respecto a la otra vertiente.

 

Las identidades, tal cual son consideradas y asumidas por estas personas, es decir, como corazas y corsets permanentes constituyen mitos negativos, por más que para ellos se traten de posicionamientos de superioridad moral.

 

Pues bien, tantas coincidencias hicieron que resultara más gratificante nuestra conversación que el recorrido por ese famoso museo. Así se lo dije arguyendo que me agrada conversar con las personas más que ser espectador de cosas viejas y sobre todo muertas. Ana María pensaba de igual forma, no obstante se ofreció a llevarme a otro museo muy cercano dedicado al arte. Y le dije que no, que podría conocer las obras expuestas por Internet si deseara hacerlo. De modo que prefería que fuéramos a tomar un café, y una vez en el bar aprendí cosas más interesantes que mirando piezas arqueológicas en el museo. Y no me salga ahora algún lector con que esas piezas cobran una nueva vida, aunque distinta, dentro del museo. Conozco esa remanida tesis, pero en ese caso yo no me apercibí de ello.

 

En el bar le comenté a Ana María que Esmeralda había insistido en que sacara fotografías de todos los lugares que eventualmente visitara, pero que no tenía cámara fotográfica y como soy muy torpe con los aparatos tampoco pensaba comprar una. Podría contar numerosas anécdotas que ejemplificaran esa torpeza, pero sería excesivo: he sido, soy y creo que seré cada vez más torpe con la tecnología. Efectivamente, Esmeralda se enojó muchísimo en días posteriores cuando supo que no había sacado pilas de fotografías sino que mi hermana había tomado algunas pocas en los lugares más dispares.

 

He intentado explicarle por qué no tengo interés en sacar fotografías, pero no me ha comprendido o no ha admitido mis argumentaciones. Creo que ello obedece a sus características de personalidad, propias de un ser romántico, es decir, llenas de sentimientos encarnados y desbordados en materia de gustos y afecciones estéticas; a diferencia mía, convertido hoy en una suerte de hombre clásico, aunque con muchas contradicciones.

 

Esmeralda es disrupción y desborde y yo casi lo contrario; y a veces lo contrario, como cuando la realidad me paraliza en la toma de decisiones. Reitero aquello de que estoy casi en las antípodas de lo que fui. Esmeralda parece un joven revolucionario y yo un burgués conservador. Lo asumo, pero no es una elección voluntaria, pues mi voluntad declina frente a mi corazón y mi cerebro sin que pueda hacer nada para cambiar eso. ¿O será que no quiero hacer nada al respecto? Soy consciente de ello, ¿será cobardía? Puede que sí, puede que no.

 

Tengo para mi otros argumentos justificativos de mi reticencia a tomar fotografías. Brevemente lo explicaré.

 

Tener recuerdos de viajes, o de experiencias gratas de la vida, o de la vida afectiva de las personas es, por lo general, algo muy común en la vida de cualquier persona: los hijos desde que nacen hasta que se hacen adultos y se van del hogar; un viaje a la playa o a la montaña; los cumpleaños de los miembros de la familia; el casamiento de los hijos; etc, etc; suelen ser ocasiones en las que muchas imágenes quedan registradas con la cámara fotográfica o con la filmadora, o los balbuceos del bebé con el grabador en sus diversos soportes históricos.

 

Igual que los recuerdos materiales, igual que las piezas del museo, las fotografías integran series y llenan álbumes. Sin embargo, son más visitadas que los museos, y gratifican o llenan de tristeza, dolor o melancolía, según quienes sean los fotografiados.

 

Todos esos objetos tienen en común que son formas del coleccionismo; es decir, de acumulación deliberada y selectiva de ciertos objetos a los que se ha otorgado un valor singular.

 

También el coleccionismo alberga imágenes, pero no en un soporte determinado, sino como recuerdos, en ocasiones tan ricos que superan la vitalidad de una fotografía. Recuerdo que a los 17 años estaba en Buenos Aires por primera vez con un tío, cuando éste, apuntando a cierto edificio ubicado a unos 150 metros de allí,  me dijo “¿sabés que es eso?”  Y ante mi respuesta negativa respondió: “¡el Cabildo!” Fue un tremendo impacto para mi. Eran las 12 de la noche en verano. Sin vacilar recorrí esa distancia en pocos segundos ante el asombro de mi tío, y cuando llegué junto al Cabildo toqué con ambas manos las paredes como para impregnarme de su simbolismo, es decir, de su carácter histórico, con un extraño deseo de ser yo también parte de la historia argentina. En ese momento yo era igual que Esmeralda: los testimonios históricos me subyugaban y no podía sustraerme a ellos.

 

Treinta años más tarde, estando en la ciudad donde había hecho mis estudios universitarios con la finalidad de inscribir a mi hijo Hernán en la Universidad, reparé de pronto que estaba junto a un paredón muy alto, bien pintado de blanco y con alguna propaganda comercial, y que había sido ahí donde, veinticinco años atrás,  los militares de la dictadura habían ametrallado una noche a unos amigos que estaban haciendo una pintada de consignas revolucionarias. Y algunos de ellos habían sido amigos míos. En ese momento, para asombro de mi hijo, corrí hasta la pared y la toqué infinidad de veces… pero esa vez no experimenté ninguna sensación. No sentí la emoción que esperaba sentir en el instante en que redescubrí ese lugar, por eso la tocaba una y otra vez: para ver si sentía algo. Pero no, no sentía nada. Y me sentí muy decepcionado conmigo mismo. Desde este episodio han transcurrido catorce años. Fue a partir de ese momento en que empecé a revisar mis viejas afecciones ideológicas para terminar cuestionándolas bien pronto, al punto de que he efectuado un viraje de 180 º respecto de ellas.

 

Es muy simple lo que voy a decir: querer detener el tiempo es imposible. Nada vuelve. Todo está destinado al olvido. Estoy seguro que nadie de los que pasaban por esa pared recordaba lo que allí había sucedido años atrás, aún cuando de muertes se tratara, esa cosas que sí suelen inducir los recuerdos muchos más que la vida misma. Recuerdo que algunos me miraban como si yo estuviera loco… pero allí no había pasado, todo era presente, un presente distinto para cada persona que por allí pasaba.

 

Los recuerdos, los sucesos, las consideraciones morales sobre los hechos, etc, etc, todo eso cambia en los sucesivos presentes de las posteriores generaciones. El olvido cubre todo igual que el orín de las eventuales placas recordatorias que allí se fijen: con los años se vuelven abstrusas para los nuevos caminantes.

 

Querer luchar contra la muerte acumulando objetos que nos distraigan y nos hagan olvidar de las Parcas es no sólo una forma de falso consuelo sino también una eficaz estrategia de disciplina y control social, sobre todo en estos tiempos de política de masas. Cuando la muerte ha dejado de ser un hecho íntimo y familiar, para pasar a ser un acontecimiento social, lo cual antiguamente estaba reservado a los reyes y los poderosos y hoy es algo extendido a todos, salvo a los pobres de solemnidad que se mueren sin que nadie se percate de ello, son las cosas exteriores las que se suman a los funerales haciéndonos creer que no seremos olvidados.

 

Es todo un vano intento. Incluso, de pronto, una fugaz mirada sobre los recuerdos coleccionados puede disparar un sentimiento de atroz desesperación por la inexorabilidad de nuestra muerte frente a la probable continuidad de esos objetos. Y sabemos que esos objetos no valdrán nada, fuera de nuestras miradas. Ellos, como nosotros, también están destinados al olvido.

 

Lo cierto es que con mi guía, en esa oportunidad, disfruté muchísimo, y es muy probable que la recuerde muchísimo más que a las numerosas y diversas piezas de aquel museo y de los otros que visité en días posteriores.

 

Desde ya que aquello no tuvo el mismo final romántico que cantaba Gilbert Becaud en la recordada Natalí, su guía (imaginaria o real da igual) en la Moscú comunista. Tampoco podía ser lo mismo. La musa de aquella canción era joven, seguramente hermosa, seguramente romántica y cargada de ensoñación. En cambio, nosotros éramos un poco mayores (sobre todo yo) y, por lo que ella dejó traslucir ya había perdido la capacidad de soñar. Igual que yo. Ambos estábamos más cerca del final que del comienzo. En ambos, saludablemente, el pasado ya no era una carga ni un lastre, pues íbamos ligeros de equipaje.

 

V

 

Mónica me llevó a un famoso museo de sitio al aire libre donde cientos de personas miraban las piedras de los sacrificios humanos de los aztecas, antes de la llegada de los españoles, quienes los reemplazaron por sus propios crímenes. No recuerdo su nombre ni deseo  recordarlo. Quiso sacar unas fotografías para que tuviera recuerdos del viaje (¡…!) pero le pedí que no, y que nos fuéramos de allí rápidamente. Poco después pasamos por un museo dedicado a la tortura y a los instrumentos a ella consagrados (estimo que si eran o no bendecidos, de hecho es lo mismo que la bendición de las armas automáticas de fuego y toda la parafernalia bélica al servicio de los dioses hegemónicos actuales). Ni aunque me llevaran en una litera habría entrado allí.

 

En suma, basta para mi de Enciclopedia. Prefiero emociones genuinas, éticas y estéticas, aunque sean fugaces, antes que palabras y teorías insoportablemente pesadas e inanes.

 

Luego, mi querida hermana insistió en que podríamos viajar a tales o cuales ciudades de aquel gigantesco país porque allí estaban los museos X, Y y Z, dedicados a esto o aquello. Agradecí su gentileza pero rechacé firmemente la invitación. Apenas acepté pasar por uno o dos lugares del DF cargados de intensos recuerdos para los mexicanos, así como de gran belleza arquitectónica y decorativa.

 

No fueron esas visitas efímeras de mi viaje a México las que rescato con nostalgia sino los hermosos momentos pasados con Mónica y Esteban, mi sobrino, y las comidas con sus amigos en el Restaurante 1900, así como lo agradable que fue vivir en la Villa Olímpica y haber pasado una semana en Puerto Escondido, ese hermoso balneario todavía pequeño y casi incontaminado de cosmopolitismo. Esas simplezas me llenaron de placidez y por eso estaría dispuesto a repetirlas. En cambio a los museos ya no iría pues con lo que vi tengo bastante.

 

No puedo olvidar que me llené de asombro, de agradable asombro, al recorrer las hermosas avenidas y bulevares de las zonas más tradicionales de la capital observando detalles de la urbanización y el extraordinario desarrollo de la inversión pública y privada. Maquinalmente comparaba todo lo que veía con Buenos Aires.

 

Pues bien, pese a que es un lugar común hablar del smog existente el DF., yo no lo percibí en ningún momento. El clima es bastante benigno. Y en el inicio del invierno en el hemisferio norte uno puede bañarse en las aguas del Pacífico y del Atlántico cuyas temperaturas en gran parte de su extensión costera parecen climatizadas artificialmente. Tampoco vi el más mínimo rastro de basura en las arenas de la playa, ni presencias intimidantes de policías y bañeros recorriéndolas con aire marcial ni mostrando a que mandamás tributan, así como tampoco  puestos de comida sin controles bromatológicos o instalados en cualquier parte sin respeto por el espacio público y los paseantes. El clima lo pondrá la naturaleza, obviamente, pero la limpieza es cuestión de humanos.

 

Las vías de circulación están bien realizadas, todas con procesos de asfaltado y como si acabaran de ser inauguradas. No vi ni siquiera un bache, uno solo digo, en todos mis largos paseos en automóvil. No vi ni una construcción que afectara el tránsito peatonal por las veredas. ¡Y allí se construye mucho más que en Buenos Aires!, pero se construye con estilo moderno, con diseños y materiales de altísima calidad y elegantes líneas estéticas.

 

Los megashop que tiene la capital son impresionantes, en cantidad, en dimensiones y en magnificencia. En el mismo sentido, el nivel de la hotelería también deja boquiabiertos a los sudamericanos.

 

Las zonas residenciales de los sectores altos embellecen la ciudad, igual que las plazas y las embajadas. No se verá ningún bote de basura tirado en las veredas de la ciudad, como tampoco pude ver a ningún mendigo, a ningún borracho, a ningún drogadicto ni a ningún ladrón huyendo intempestivamente en lugares de alta concentración humana.

 

Tampoco presencié ni me enteré siquiera que en algún lugar de la ciudad hubiera tenido lugar un corte de calles, la ocupación de un edificio, un piquete que impidiera la circulación de vehículos y personas, ni tampoco caras amenazantes de inútiles desocupados subsidiados por el gobierno. Ni una sola vez siquiera. ¿Acaso no tiene aquella gran ciudad esos exponentes humanos y sus correspondientes zonas? ¡Seguramente que sí los tiene! Pero el estado todavía existe allí y se hace respetar. En consecuencia, una parte de la población no se siente atemorizada por ninguna fracción, o sector, o multitud, ni por individuos aislados.  En todas partes puede verse el orden, el ordenamiento. Ese contexto imprescindible para que la libertad sea posible.

 

Con sólo observar la tremenda inversión pública en embellecimiento y mantenimiento de la ciudad, una de las más bellamente forestadas, donde la diversidad y cantidad de árboles, arbustos y flores increíblemente bellas puede apreciarse la importancia que se le da a la calidad de vida de los habitantes. Pero ahí no se hallará una planta destrozada, basura arrojada, jeringas de drogadictos o preservativos, y mucho menos las rejas que circundan las plazas y las encarcelan por las noches, como en Buenos Aires, Río de Janeiro u otros países de la Región.

 

El tránsito automotor es perfecto en comparación con el de Buenos Aires. Los vehículos no tienen más de ocho años de antigüedad por lo general, pues al octavo año ya dejan de transitar un día a la semana. De ese modo el parque automotor es renovado muy rápidamente. Todos los automóviles son nuevos y están limpios y en buenas condiciones. Marcas y modelos de lujo que nunca han llegado al sur del continente sorprenden al turista a cada instante.

 

Nunca vi un caño de escape despidiendo humos negros por quemar aceite, ni en autos particulares ni en los transportes colectivos. El metrobus que atraviesa la avenida Insurgentes es un cronómetro, pero es la gente quien cuida todo, sea público como privado. Es una cuestión cultural de base la que permite que todos los espacios brinden seguridad, calidad y estética. Los monumentos artísticos abundan, pero no se verá ninguno mutilado ni pintado ni vejado por ningún representante individual ni colectivo de ese grupo de irresponsables que en Argentina damos en llamar Pueblo.  Porque, convengamos de una vez, no son los miembros de la oligarquía argentina ni los agentes yankees los que destruyen cada obra de arte  en Buenos Aires.

 

Tengo la impresión de que el pueblo, así con minúsculas, desprovisto de sacralidad y de  mistificación alguna, es uno solo en México, y no está contaminado del virus de la lucha de clases comunista. No vi ni leí, salvo alguna minúscula acción de manual subversivo, llena de tremendismo ad hoc, producida unos días antes de mi llegada, nada que me haga pensar que hay gentes resentidas con otras gentes o con el gobierno.

Y no es que sea un iluso. ¡Seguramente que los hay! ¡Seguramente están detectados! ¡Seguramente alguna vez son manipulados, convertidos en carne de cañón y estafados! Pero he visto a personas que se hallan en la pobreza trabajando como cuentapropistas, o vendiendo artesanías culinarias o textiles, y siempre con una sonrisa en el rostro.

 

¿Demasiado optimismo por un mes de vacaciones en México? Tal vez así sea. Por las dudas, si algún trasnochado trajera al ruedo con aire triunfalista la epopeya del subcomandante Marcos y la pobreza de Chiapas para pincharme el globo de esta impresión optimista que tengo de aquel país, le diría que estoy hablando en serio aunque pueda equivocarme, pero que no respondo sobre tonterías de consumo público.

 

¿Acaso considero de esta manera al creciente poder del narcotráfico? ¡Claro que no! Pero ello no es una cuestión idiosincrática, sino un negocio muy rentable y protegido de un lado y del otro de las fronteras de México. Es, pues, otra discusión la que merece.

 

Pues bien, mi viaje a México me permitió conocer y querer a las gentes que lo pueblan, que son iguales que cualquiera otras gentes, a excepción de su buena educación y costumbres, que me han dejado gratamente sorprendido.

 

Ello ha sido lo más interesante para mi.

 

VILLA REGINA (Argentina) , 15 de enero de 2013.

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