Es difícil expresar lo que sentí ante ese paisaje. No fue, como pudiera parecer, una sensación mezclada de sobrecogimiento, temor y agradecimiento por estar vivo. Fue algo, cómo decirlo, más metafísico. Cómo si fuera un sitio diferente, o si el accidente le hubiera ocurrido a otra persona y yo estuviese allí hurgándole los recuerdos. Y tal vez no era del todo falso: ¿cuánto había cambiado yo desde ese momento? Fue una especie de rito de pasaje, sangriento y violento, pero necesario para salir de aquel hueco en donde me había metido. Sobreviví, y al final del día eso era lo importante.
Tras contemplar durante un momento el panorama y divisar el bosquecito de pinos, al fondo, que había detenido por fin el loco rodar del Bel Air, todo en estricto silencio, nos volvimos al carro para continuar con la travesía. No mencionamos más nada al respecto, pero no me quedó más remedio que hacerle una confesión a Helga.
-Tengo que decirte algo.
-¿Qué será?
-Sobre este viaje. Verás, no tenía ninguna necesidad de venir para acá, lo de la tienda fue una excusa.
Ella soltó una carcajada y cuando terminó de reírse a sus anchas, me respondió:
-¿Y crees que no lo sabía desde el principio? Ay, qué ingenuo.
A pesar de mis treinta y algo años me sonrojé como cuando era un muchacho, y algo ofendido practiqué el mutismo por unos minutos. Pero al cabo no pude aguantarme y le dije:
-Ajá, lo sabías todo. Es decir, me usaste. Qué bien.
-¿Te usé? No seas necio, Tomás. Tú me hiciste un ofrecimiento y yo lo acepté. Y además, hay otra cosa…
-Dímela.
-No, nada.
-¿Tengo que rogarte?
-No se si deba decírtelo todavía.
-¿Qué vas a esperar, que pase el Halley? Las cosas deben decirse, si no se quedan pudriéndose adentro y cuando al fin salen son inútiles.
-Bueno, está bien. Te lo voy a decir: quería estar contigo un tiempo, sabes, conocerte mejor.
Esa afirmación me tomó desprevenido, en verdad no la vine venir. Escogí cuidadosamente las palabras a decir a continuación, pues no quería desbocarme ni darle a conocer mis urgencias.
-¿Y lo que has conocido hasta ahora, qué te parece?
-No tengo quejas, salvo tal vez tu excesiva caballerosidad. Otro se hubiera aprovechado.
-¿Y te molestó que no lo hiciera?
-A cierto nivel, tal vez. Pero en el fondo te lo agradezco, no hubiera sido la mejor manera de comenzar.
Ese «comenzar» me gustó, ¿estaba empezando algo en realidad? Pero no quise ponerme pesado indagando lo que quería decir con eso, todavía estaba en la fase de prudencia. Decidí más bien abrirme un poco, tal y como lo hiciera ella.
-Yo también esperaba con ansias la oportunidad de estar contigo, a solas. Desde que te conocí, para ser franco.
-¡Dime algo que no conozca! Ustedes los hombres son demasiado transparentes, son iguales a los perros en ese aspecto: una sabe siempre lo que quieren. Son tan sutiles como el trillado elefante en cristalería.
-En cambio ustedes son misteriosas, como los gatos. Vaya cliché.
-Los clichés son muy útiles a veces. Y ciertos la mayoría de los casos. Sí, me siento un poco gata, pero no todas las mujeres somos felinas; por ejemplo, allá en tu casa tienes una reptil.
-Y tu a un chacal, si nos ponemos a ver. Todo un zoológico.
Nos reímos un poco, pues por fin comenzábamos a ventilar esos asuntos que andaban gravitando entre nosotros.
-¿Qué vamos a hacer al respecto?
-Ya va, te estás apresurando. No sé si haya que hacer algo.
-No lo digo por nada, pero estamos los dos en unas situaciones tóxicas, nos están usando. Y por lo menos yo ya me estoy cansando de eso.
-¿Y que piensas hacer?
-Decirle que se vaya, como es natural. Espero que tú hagas lo mismo.
No hubo respuesta, cosa que no me gustó mucho. Esa indecisión me dio a entender que todavía estaba insegura y tal vez confundida. Kurt era su novio de muchos años, tal vez su ancla, y por ello le soportaba todos los desmanes. Pero pensé que no debía presionarla, sino trabajar ese esbozo de relación con la paciencia de un pescador de aguas profundas. Cambié el tema de conversación:
-¿Ya has pensado lo que le vas a decir a tu madre? Estamos bastante cerca, y no se si estás preparada para el encuentro.
-No sabes lo nerviosa que estoy. No la veo desde los 5 años, y no recuerdo casi nada de su aspecto. ¿Si no me reconoce? ¿Si me rechaza?
-No seas pesimista, después de todo no fue ella quien decidió lo que pasó entre ustedes. Mira, allí está la entrada al pueblo.
En efecto, un cartel improvisado con unos tablones indicaba el nombre de la minúscula localidad rural, pero no la distancia que la separaba de la ruta principal. Tomamos el estrecho camino, a velocidad más que moderada pues era una vía sinuosa y estrecha, esculpida en la montaña, con unos precipicios imponentes que terminaban en un arrollo que murmuraba varios centenares de metros más abajo. Por fortuna la niebla no había hecho todavía acto de presencia, por lo que tenía suficiente visibilidad. Haciendo abstracción de lo peligroso de la vía, era un sitio espectacular: una montaña casi desnuda de vegetación, totalmente vertical, de la cual no se veía el pico, recortada contra un cielo azul añil. Las inmensas rocas incrustadas en la pared de la montaña parecían listas para caer sobre nosotros en cualquier momento, lo cual añadía emoción a la travesía.
-Se buscó un sitio recogido, tu mamá.
-Sí, es increíble que existan lugares así, tan aislados. ¿Faltará mucho? Ya estoy ansiosa.
-No tengo la menor idea, es la primera vez que vengo a este pueblo en particular.
De vez en cuando, en las pronunciadas curvas, debíamos parar al escuchar los repiques de corneta de los camiones que comerciaban por la zona. En esos momentos, orillados al borde del precipicio, temíamos un poco por nuestras vidas. Pero era una descarga de adrenalina agradable, parecida a la que ocurre en las montañas rusas.
No recuerdo con precisión cuanto tiempo duró ese último trayecto, solo sé que nos pareció interminable. Pero como todo, llegó a su final. La carreterita desembocó sin aviso en un pequeño poblado, de casitas muy modestas pero pintadas de colores vivos, con sus chimeneas humeantes. Para Helga había llegado el momento que tanto había ansiado desde su llegada al país.