En Maracaibo existe una casa que me obsesionó durante años, se encontraba en una avenida muy transitada, donde a toda hora se pueden ver los destartalados carritos por puesto de la ciudad y respirar el humo negro de los autobuses mientras se disfruta de alguna hamburguesa callejera. La casa en cuestión ocupaba una manzana y fue para mí un gran misterio sin resolver.
Cuando estudiaba el bachillerato solía regresar caminando, a veces algún compañero aventurero se atrevía a aguantar el sol marabino para hacerme compañía, sin embargo, la mayoría de las veces volvía solo, eran ratos valiosos pues me permitían airear mis pensamientos, que a esa edad no eran gran cosa, pero no por eso menos tormentosos.
El recorrido siempre era el mismo, no me gustaba variar, era una rutina especial para mí. Paraba en alguna librería a husmear las revistas o buscar algún libro que me interesara, a mitad de camino tomaba un refresco, era bastante rutinario como ya he dicho, lo hacía de manera automática mientras leía concentrado algún libro. No recuerdo cuántas veces habré pasado frente a la casa sin haberla notado, creía conocer las calles por las que caminaba todos los días y aún así, por un buen tiempo, la casa permaneció escondida.
En cambio, sí recuerdo con claridad el día que la vi por primera vez, fue uno de estos días húmedos, nublados y calientes de Maracaibo, de esos que esperas la tormenta en cualquier momento. Venía completamente absorto en mis pensamientos, abstraído de todo, cuando tropecé con una grieta en la acera. No llegué a caerme, pero el choque fue suficiente para volver a la realidad, y cuando lo hice, seguía algo desorientado, intenté ubicarme pero no reconocía el lugar. Pasarían unos pocos segundos para empezar nuevamente a reconocer el paisaje aunque había en él algo nuevo.
Estaba parado frente a una puerta que daba al patio de la casa. Desde ahí se podía ver un patio grande, con la grama completamente verde y podada. Un árbol inmenso y frondoso daba sombra a todo el patio. Al fondo, se encontraba la casa en sí, no podría tener menos de 40 años por su estructura y su estilo de construcción, toda pintada de blanco, marcos de piedra y el enrejado de hierro negro. Quizá, cada detalle por separado no hubiese sido suficiente para llamar mi atención. Pero el conjunto formado por la casa, completamente blanca, sin manchas de smog o de humedad, el árbol con su copa que cubría el cielo de la casa, su puerta antigua, enmarcada entre rejas cubiertas de enredaderas, en medio además del caos propio de Maracaibo, me deslumbró por la belleza de ese sitio tan ajeno al tiempo y al espacio donde se ubicaba.
A partir de ese momento contemplar la casa se convirtió en parte de mi rutina, no había día que pasara en que no reparara en algún detalle, las cortinas blancas de la ventana, una veleta de gallo, un columpio al final del patio o un pequeño jardín con flores en la entrada de la casa. Aunque la casa siempre permanecía igual, todos los días encontraba algo nuevo para maravillarme. Un mes pasé contemplando la casa con ilusión, hasta entonces todo era admiración y las posibilidades que representaba, un punto de la ciudad negado a morir, un espacio con sus propias reglas.
Un día particularmente soleado, cuando en Maracaibo todo se convierte en un reflejo amarillo, reparé en un detalle inquietante. En todo el mes jamás había visto a nadie entrar o salir. Tenía la impresión de ver alguna vez unos carros viejos pero nada más, nadie en la puerta o el patio, nadie limpiando ni en las ventanas.
Por un momento la revelación me aturdió y empecé a buscar posibles explicaciones, siempre pasaba a la misma hora, quizás los habitantes de la casa trabajaban o comían a esa hora, además el calor del mediodía solía ser inaguantable para cualquiera, por tanto era poco probable que nadie saliera al patio, sería incluso una locura. Eso me tranquilizó, pero el pensamiento que me intrigaba continuaba presente. Si nadie vivía ahí, ¿quién mantenía esa casa en perfecto estado?.
Las cosas en mi propio hogar no andaban bien, papá y mamá se pasaban el día discutiendo en un ciclo infinito de amor y odio. Aproveché la situación para empezar a ir al colegio caminando en vez de que mi madre me llevara cada día, mi objetivo era uno solo, ver entrar o salir a alguien de la casa. Eso me tranquilizaría o al menos eso creía Ahora tenía dos oportunidades al día de verla. En las mañanas cuando pasaba estaban todavía encendidas las luces de la calle y sin embargo, en la casa no se veía ninguna luz, ni se escuchaba el ronroneo de los aires acondicionados.
De más está decir que mi curiosidad aumentó, intenté reclutar amigos para que entre todos vigiláramos la casa y descubrir finalmente a sus misteriosos habitantes. Pero nadie veía qué tenía de especial y pronto tuve que dejar de hablar de ella para no pasar por loco, aunque eso no disminuyó en nada en mi obsesión. Ya no me bastaba con ir dos veces al día, empecé a ir en las tardes e incluso alguna vez llegué a ir de noche, sin encontrar jamás una prueba de que alguien tan siquiera pasara por allí, la única señal que tuve fue una mañana que vi unas hojas caídas del árbol y en la tarde ya no estaban, indicando que alguien había tenido que recogerlas.
Las vacaciones de agosto llegaron sin avisar, mis amigos solían viajar todo el mes, nuestra familia tenía la misma costumbre pero este año la situación en casa con mi padre sin empleo y mi hermano mayor yéndose a Caracas a estudiar no permitió irnos un mes a disfrutar las playas de Falcón como era tradición. La mitad del tiempo la pasaba en mi cuarto leyendo y la otra mitad vigilando la casa, cuando se tienen quince años, dos meses de vacaciones son una eternidad, eso significaba que tenía todo el tiempo del mundo para dedicarme a observarla y encontrar respuestas al misterio que me estaba volviendo loco.
Si al principio mis teorías se basaban en lo verosímil, una pareja de ancianos, alguien que trabaje fuera de la ciudad o por las noches y duerme de día, luego de tener meses sin respuesta, mis elucubraciones empezaron a moverse hacia el lado de lo fantástico. Quizá el dueño era algún vampiro centenario por lo que tendría sentido que nunca se viera a nadie, o la casa estaba bajo algún hechizo del gitano Melquíades como su habitación en el hogar de los Buendía, tal vez toda la casa era un Aleph, un vórtice donde existe todo el tiempo y todo el espacio, así crecía en mi mente la leyenda de la casa, inventando una nueva teoría cada día que apuntaba en un cuaderno con mis divagues.
En cierta ocasión pasó algo fuera de lo común, ese día una de las puertas laterales de la casa estaba abierta. La tentación de finalmente entrar y tocar el timbre con cualquier excusa era grande, el corazón se me aceleró, pero luego el miedo a encontrarme con alguna realidad mundana me hizo retroceder, al punto que salí corriendo hasta llegar a casa. Para aquel entonces, dedicaba buena parte del día a estar sentado vigilándola cada momento.
Atribuí lo sucedido a alguna fuerza superior que no quería que descubriera todavía el misterio. Sin embargo, algo cambió en mí y dejé de ir a sentarme frente a la casa todo el día, decidí cambiar la estrategia e ir por ratos más cortos cada vez pero sin seguir patrón alguno, lo mismo aparecía en la mañana que por la tarde o en la noche y nunca a la misma hora.
Cuando faltaban apenas dos semanas para regresar a clases, mi padre consiguió un trabajo en Mérida y nos mudamos, al principio pensaba todo el día en la casa y su significado pero cuando volví a clases y conocí nuevos amigos, e incluso a mi primera novia, la casa se fue haciendo cada vez más un recuerdo lejano que de cuando en cuando aparecía en mis ratos de ocio. Pasaron años para que volviera a Maracaibo, ya estudiando en la universidad fui a visitar a unos amigos, al salir empecé a caminar y sin darme cuenta terminé frente a la casa, que seguía ahí, inmune al tiempo y sus efectos. No podía creerlo, me sentí aliviado de que no fuera un producto de mi imaginación adolescente. No tenía ningún interés ahora de descubrir el misterio, me bastaba con saber que seguía ahí.
Siguieron pasando los años y el recuerdo de la casa me asaltaba de repente, las preguntas que me atormentaron en aquella época ahora me las hacía con serenidad y aunque no tenía respuestas, no me hacían falta tampoco. Varias veces volví a verla en mis viajes a Maracaibo y siempre igual, inmaculada, blanca, en otro tiempo.
La vida pasó y mis viajes se fueron espaciando cada vez más hasta que un día simplemente ya no volví. Cuarenta años pasarían para que regresara a la ciudad que me había visto nacer. El motivo de la visita era asistir a una conferencia que dictaría un colega. Al terminar nos fuimos a un bar a tomar las cervezas más frías del mundo que sólo son servidas en la aridez marabina. Juan me comentó que se mudaría definitivamente a Maracaibo, que en la universidad le habían ofrecido trabajo y que sería bueno para él echar raíces en algún lado. Incluso, ya tenía una casa para mudarse con su familia. Me preguntó si quería verla y dije que sí, sin darle mucha importancia, quedaba cerca del bar y podíamos ir a pie.
Yo seguía a Juan pues estaba un poco atontado por la cerveza, sin embargo el camino me estaba empezando a resultar familiar, mis pies me estaban llevando directo a la casa, mi corazón empezó a latir cada vez más rápido, y respiré profundo al ver que cuando estuvimos en la puerta, Juan sacó de su bolsillo unas llaves y abrió la puerta, mientras me comentaba que la había conseguido baratísima, hasta hace poco sólo había vivido una familia que tenía negocios en España y pasaban la mitad del año entre continentes, algo más habrá comentado pero en mi estupor no lograba concentrarme en nada.
Finalmente entré en la casa y el hechizo de Melquíades se había roto, dentro sólo existía la más absurda normalidad, los muebles pasados de moda cubiertos de sábanas y unos candelabros de vidrio que recargaban el ambiente, vi el polvo que cubría las ventanas, la humedad que quebraba la pintura del frente, las raíces del árbol que rompían el concreto…y me vi a mí mismo en un espejo, viejo y acabado, vi las posibilidades perdidas, los caminos no tomados por miedo, me vi como parte de ella, al final quizá el misterio era mi propia vida. Al final, ni la casa ni yo éramos eternos ni mágicos, tan solo éramos.