A pesar de la hora – sería más o menos la una de la tarde – el frío del lugar era bastante notorio, por lo que antes de salir del carro nos abrigamos bien. Alrededor de nosotros se formó una pequeña algarabía de muchachitos andrajosos, con sus mejillas rojas y cuarteadas, calzando unas alpargatas sin medias, y como protección contra el clima unas ruanas muy rústicas, teñidas de colores que al principio debieron haber sido vivos pero el paso del tiempo había desteñido. Nos miraban con curiosidad, lo que nos dio a entender que no era para nada frecuente la visita de turistas en ese lugar apartado del mundo. A sabiendas de las duras condiciones de vida en esos páramos había hecho una pequeña provisión de galletas, dulcitos y chocolates, que desapareció en un santiamén. Byron saltó de su lugar en el asiento de atrás del Mercury, pero con la misma volvió a refugiarse en el calor del carro.
Al rato de haber llegado, ya ganada la confianza de los chicos con nuestros obsequios, Helga fue al grano.
-Estamos buscando a la señora Teresa, ¿alguno sabe en donde está?
Los niños pusieron cara de indiferencia, como si el nombre no les dijera nada. Sin embargo, el mayorcito de ellos le contestó:
-Si quiere la llevo a casa de mi agüela, a lo mejor ella sabe.
El niño nos guió por la calle principal del caserío, que más bien era la única, y al llegar a una casita tan desvencijada como sus vecinas, pegó un grito:
-¡¡¡Agüela!!! ¡Te busca una gente, sal pa´ juera!
Al corto rato salió de la casa una señora delgada, con el pelo completamente blanco, arrastrando los pies como si el peso de ese cuerpo tan enjuto fuera demasiada carga para ellos. Lo único que denotaba vida en ella eran sus ojos: negros, brillantes y escrutadores. Nos lanzó una mirada cargada de desconfianza atávica ante lo no conocido, pero nos preguntó casi con cortesía:
-¿Para qué soy buena?
-Como está, señora. Estamos buscando a una persona que se llama Teresa, nos dijeron que está viviendo en este pueblo. Ella es de la capital, pero hace años se mudó y la última dirección que dejó queda en este pueblo.
La señora se quedó pensando, y al rato dijo:
-Teresa, Teresa como tal que venga de la ciudá no hay niguna, pero sí hay una señora que hace años se vino de allá.
Helga no pudo reprimir su emoción y su impaciencia, y preguntó:
-¿Nos puede decir en donde queda su casa?
-Eso no se va a poder ahoríta, señorita.
-¿Por qué?
-La señora Aminta tuvo un percance, y se la llevaron al hospital de la ciudá.
La cara de desilusión de Helga era conmovedora, no podía creer que le costara tanto conseguir a su madre. Sin embargo, con mucha preocupación logró que la anciana le contara la naturaleza de sus dolencias; había sufrido fuertes dolores en la región abdominal, causados por una apendicitis, y cuando se volvieron insoportables un camionero se la llevó al mismo hospital en donde me atendieran, cuando el accidente.
Helga volvió su mirada hacia mi, con algo de súplica en sus ojos, con una petición implícita. Sólo dije, aún a sabiendas de lo complicado que iba a resultar llegar a la ciudad ese mismo día:
-Bueno, vamos allá.
Pero ella misma, a pesar de su impaciencia, comprendió que no era buena idea afrontar otra vez esa carretera con tan poco tiempo de luz diurna, y propuso hacer noche en el poblado.
-Señora, ¿habrá alguien que de posada en este pueblo?
-Ay, mija, imagínese.. este no es lugar pa’ turistas, y es demasiado pobrecito. Yo le dijera que se quedara en mi casa, pero no hay espacio pa’ más nadie. Ya va, espérese… me estoy acordando, hay una casa que tiene años abandonada, los dueños se murieron y nadie la reclamó más nunca. Pudieran acomodarse allí, por esta noche.
Nos miramos a las caras, como buscando entendimiento. Yo dije:
-En el carro tengo un par de sacos de dormir, es mejor dormir bajo techo que al descampado, o dentro del carro.
-¡Juancho, ven pa’ cá! Lleva a los señores a la casa de los Ochoa.
-Zape, ¿la casa embrujada?
-No seas zoquete, muchacho. Eso no existe.
-Porque no has ido allá, agüela. Allí salen espantos.
-Vas a espantá a los señores de la capital. No le hagan caso, estos muchachos son faramalleros.
Algo divertidos con lo que asociamos con ingenuidad pueblerina, nos dejamos guiar hacia la casa que los señores Ochoa habían dejado disponible. No fue mucho peor que lo que me había imaginado: era una humilde construcción, con una puerta que cedió al primer empujón que le propinara Juancho, con un par de ventanas huérfanas de vidrios y por donde supusimos que el viento entraría a sus anchas. El interior de la vivienda estaba desnudo, no tenía ningún objeto salvo una gruesa capa de polvo que recubría todo el piso. Baño, por supuesto, no tenía. Tan sólo una letrina en el exterior de la vivienda, que no quisimos conocer.
Dentro de todo, no estaba tan mal. Nos acomodaríamos con los sacos de dormir, taparíamos las ventanas con algunos cartones, y al amanecer arrancaríamos de ese pobre caserío.
El resto de la tarde lo ocupamos en acomodar el improvisado refugio. El primer percance ocurrió con Byron, que quedó empolvado por completo al entrar en el lugar, antes de que pudiéramos siquiera pasar una escoba. Parecía el perro de un pordiosero, casi no se le veía su color original. No pensamos siquiera en tratar de limpiarlo, hacía demasiado frío para ello; ya lo bañaríamos cuando se pudiera. En un par de horas pusimos el lugar medianamente habitable, y matamos el tiempo haciendo una breve excursión por el pueblito. Entramos en la única tienda de comestibles, en donde nos aprovisionamos con unos embutidos propios de la región, queso ahumado y una especie de pan. Con eso resolveríamos la cena.
Con esas actividades terminamos de pasar el día, y llegó el momento de acostarnos. Acomodamos los sacos de dormir muy cerca el uno del otro, dejando apenas espacio para que se acomodara el cuerpecito de Byron entre los dos. Tratamos de conciliar el sueño, pero aquella fue una noche para el recuerdo.