“If I could only get my record
clean, I’d be genius”
Warren Zevon
Creo que todo novel escritor piensa que se la está comiendo. Sus mágicos deditos que rompen la página en blanco de su universo de ocasión son su tesoro más preciado. Gana popularidad entre las mujeres y con sus amigos es el culto o el intenso. Amargo es el desengaño cuando descubre que hay muchos otros como él; más o menos talentosos que él; tan o más creídos que él. Desde los clásicos, al boom latinoamericano y los best seller de rigor son su responsabilidad. Todo tiene que ser leído, digerido y analizado y, si en alguna charla surge un autor desconocido, es momento de pedir otra ronda, beber hasta apaciguar el intelecto mancillado y volver a casa borracho maldiciendo lo que le falta por leer.
Ser novel escritor es estar expuesto a la virginidad constantemente. No importa cuántos libros te cojas; cada título y cada autor es una primera vez, no siempre agradable. Incluso puedes llegar a no penetrar las páginas. Disfunción intelectual y el mal sabor de un polvo frustrado.
Así te haces amante de las letras. Ellas son ninfómanas. Siempre te piden más y si son buenas, lo consiguen. El desvirgue perenne y la influencia que queda en ti; el deseo de emular la estética de esos affaires con letras en tus páginas; ser un autor así de descarnado; así de sabiondo; de barroco o minimalista; seductor; existencialista; desfachatado. La verga de Triana.
Por eso la competencia en estas lides es inclemente. La escritura, como el tenis y el boxeo, es un deporte que se practica en solitario. Nadie te enseña a escribir y nadie te enseña a tirar. El que diga que puede es un perfecto hablador de huevonadas. Entonces se espera a terminar un capítulo y que la máquina de escribir* no aplauda, como dijo Welles.
Entonces empiezas a beber y escribir bosquejos e ideas en las servilletas del bar, te aprendes de memoria frases famosas y entre caladas de cigarro buscas inspiración. Cumples todos los clichés propios de la vida del bohemio literato hasta que la musa llega y vuelves a probarte como escritor en las sábanas de la página en blanco. Cuando el trabajo está listo lo sometes al público, buscas lectores y los cariñitos y coñazos al ego no se hacen esperar.
En los tiempos que corren, las redes sociales permiten clasificar y desclasificar esos feedbacks. Exterminar a los detractores y conservar una galería perfecta de aplausos y adulaciones. Mamadas Prêt-à-porter al alcance de un clic.
Quizás dejas de ser un novel escritor cuando entiendes que los clichés son clichés por algo. Más allá de la bebida, la fumadera, las mujeres y la agradable sensación de resultar una pluma parcialmente buena y por ende incómoda, está el mayor de todos los clichés: todo tiempo pasado fue mejor. Antes se escribía al compás de las teclas y entre caladas y cafés y tragos parías un manuscrito que iba a una editorial y en ella eras tu nombre y tu pluma y nada más.
Hoy la inmediatez te cede espacios sin derecho de admisión y te transformas en usuario o en una arroba y estás ahí, expuesto a los elementos, a favor de todo y en contra de todo. Y nunca falta el opinador de rigor*, el que no se pela una y de todo sabe y de todo explica. Como escritor recuerdas el decálogo más uno de Onetti: Miente, sobre todo miente. Incluso llegas a creer que un escritor no es de fiar. Piensas en Fiódor, Dmitri y Alekséi Karamázov; en Aureliano Buendía; en Fonchito y don Rigoberto; en Horacio Oliveira y La Maga; en Gatsby y Daisy Buchannan; en Holden Caulfield y hasta en El Quijote, hasta llegar a tus personajes. Los que olvidaste, los que censuraste y los que cruelmente viste en el espejo.
No ser un novel escritor no te hace un genio. Recuerdas la frase de Gide que dice que no se hace buena literatura con buenas intenciones ni con buenos sentimientos y pasas noches en vela preguntándote qué más sabes hacer o si tienes algún otro talento. Procuras recordar cómo y cuándo exactamente quisiste ser escritor y no te da la memoria. Te preguntas si hubieses hecho algo distinto. Si pudieses rehacer tu hoja de vida. Ser economista, ingeniero o abogado. Puto Gide.
Quieres escribir una novela sobre todo aquello y recuerdas a Chesterton cuando dijo que una buena novela nos dice la verdad sobre su protagonista; pero una mala nos dice la verdad sobre su autor. Te dices que basta de frases. Apagas el cigarro, te acuestas a dormir y piensas que quizás seas un novelero.
*Opinadores de rigor: dícese de los César González de las redes sociales.