En el emblemático año de 1989, Pablo de la Barra estrena su obra maestra, Aventurera, película puente en la historia del cine. Puede considerarse la última joya de la edad de oro de la industria nacional. La escribe el coloso de José Ignacio Cabrujas en pleno dominio de sus facultades intelectuales.
La protagonizan un conjunto de íconos de la actuación criolla. El film obtiene el reconocimiento de la crítica y el público, fruto de su aceitado engranaje de sátira inclemente sobre la inestabilidad democrática del país en el marco del atentado contra Rómulo Betancourt.
Alegoría del pasado y el presente. De hecho, el largometraje anticiparía el magnicidio frustrado de 1992. Sin quererlo, la pieza literalmente clausuraría una etapa de bonanza para la creación vernácula, afectada desde entonces por las secuelas del caracazo.
Después de aquella cinta, nada fue lo mismo. Entraríamos en el túnel de la debacle y la incertidumbre de la década perdida de los noventa, cuando se estrenaban pocas piezas locales y la calidad de antes brillaba por su ausencia. Ahora tiende a suceder a la inversa pero con un problema análogo de fondo.
Hay cantidad por cuenta gotas y dosis mensuales, a consecuencia de la inflación presupuestaria de la renta petrolera. Todo un boom en forma de espejismo. ¿Tendrá futuro? En realidad, no es económicamente viable y la mayoría de sus expresiones son entre ingenuas, redundantes y complacientes, salvo contadas excepciones de la plataforma.
En dicho contexto llega La Ley, la nueva película de Pablo de la Barra, un significativo retroceso en la comparación con su canto del cisne de los ochenta. Si bien conserva las señas de identidad del autor, el ensamblaje de sus fichas carece de una articulación adecuada en guión, arte y dirección. El argumento es una sumatoria de clichés interpretados por un reparto desigual de caricaturas desprovistas de consistencia dramática.
Los malandros son de cartón, las mujeres recitan líneas de telenovela y los villanos arquean la ceja mientras vociferan frases lapidarias. Hasta el papel de Julio César Mármol, empuñando una pistola, despierta suspicacias. A pesar de la dedicatoria y la recuperación nostálgica del mito, el resultado no mejora. El héroe aterriza en una Venezuela demencial y caótica, aquejada por la violencia y la corrupción.
No obstante, la comedia elude la posibilidad de profundizar en cualquier arista y prefiere conformarse con el atajo demagógico de rasgar la superficie de la trama, por medio de un estilo convencional y plano.
En un final forzado y de un romanticismo plástico, se nos invita a reconciliarnos con lo propio y a defender el derecho de la inmigración en España. Es un discurso progresista, crítico con la madre patria y a la vez de reivindicación autóctona, sospechosamente del gusto del gobierno bolivariano. Tan ambiguo como la imagen de Chávez en un altar del decorado.
Lo peor sería la doble moral de la conclusión, ilustrada además por la victimización de un homosexual, cuyo estereotipo se empaqueta como chiste y denuncia de la hipocresía de la justicia ibérica. Los tribunales tienen su precio. Teatral y con acento castizo de imitación sonrojante, La Ley ratifica una tendencia de miradas turísticas saldadas con desenlaces políticamente correctos.