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Mi vida, a través de los perros (XL)

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No recuerdo quien fue el que comenzó la conversación, pero en todo caso el ambiente fantasmagórico nos incitó a hablar sobre espíritus, aparecidos y experiencias metafísicas. Por mi lado lo único que pude aportar fueron experiencias de segunda mano, recogidas a través de lecturas y cuentos de camino escuchados en algunos de mis viajes. Pero al parecer Helga venía de las tierras encantadas, y me narró algunas anécdotas escalofriantes. Poco a poco el miedo fue materializándose, y comenzamos a escuchar ruidos inquietantes. Por supuesto que no había nada de sobrenatural en ellos (maderas crujiendo, el viento silbando entre los resquicios) pero los temores son irracionales, y se potencian en la oscuridad, algo atávico con seguridad. Hasta Byron estaba inquieto, por otra parte. No podíamos conciliar el sueño a pesar de estar agotados. Algo nos mantenía alerta, alimentado por los cuentos que ella se sabía a montones. Creo que en el fondo se estaba burlando de mí,  divirtiéndose a mis costillas con sus historias quien sabe si inventadas. Estaba justo en el medio de uno de ellos, cuando la puerta de entrada de nuestro refugio, la cual habíamos asegurado con unas piedras, se abrió con gran estruendo, con nuestro respectivo sobresalto. Busqué mi linterna y la enfoqué hacia la entrada, pero lo único que pude ver fue que la puerta estaba abierta, sin ningún indicio sobre quien lo hubiera hecho. A todas éstas, el reloj marcaba las 3:30. Faltaban al menos 2 horas para que algo de claridad comenzara a despuntar, pero ambos decidimos que lo mejor sería comenzar a alistarnos para salir de ese lugar. Recogimos el improvisado campamento, cargamos el Mercury y apenas despuntó el alba tomamos la carreterita de vuelta.

En cuestión de dos horas estábamos entrando en la ciudad donde transcurrieron mis estudios universitarios. Estaba igual, sin mayores cambios. El tiempo parecía detenerse en el pequeño centro poblado. Me invadió una gran nostalgia, debo admitirlo. Sin embargo procuré no demostrar esas emociones, tal vez por cierto pudor. Helga estaba encantada, en más de una ocasión me comentó cuánto le recordaba a su segunda patria. Conduje el vehículo hasta el hospital, y allí la acompañé hasta el mostrador; una vez que fue informada sobre la sección en donde podría encontrar a su madre, me pidió que la dejara sola. La complací y salí del lugar; aproveché para dar un paseo a pie por esas calles que tantas veces había transitado antes. Byron me acompañaba, por supuesto, con su aire aristocrático y su andar pausado. Llegamos a la placita aquella en donde leí la carta que me dejara Claudia. Tenía tiempo que no pensaba en ella, cosa que me sorprendió: parece mentira que alguien que fuera tan importante haya podido ser olvidado con tanta facilidad. Pero así funcionan las cosas, supongo.

Continué mi paseo por la ciudad. No habíamos tenido tiempo ni ganas de desayunar, y ya me estaba pegando el hambre. No sabía si era prudente regresar al hospital, pues le quería dar espacio a Helga para ese reencuentro, por lo que me fui a un pequeño restaurancito. El desayuno típico: una sopa de leche, con un huevo cocinado en ella, espolvoreada con la cantidad adecuada de cilantro, que me supo a gloria. Con eso y un par de arepas con nata me di por satisfecho. Para seguir matando el tiempo, me acerqué al mercado municipal, una algarabía de mercancía variopinta, gritos de los marchantes, olores y sabores variados. Me di algunos gustos adicionales, como la exuberancia de un batido «bomba», entre cuyos ingredientes figuran el ojo de buey y el vino fortificado (supuse que, dados los acontecimientos recientes, un poco de vigor adicional no me vendría mal). Compré algunos dulcitos típicos de la región y una ruana que me pareció bellísima, como regalo para Helga.

Con esas actividades pude quemar unas dos o tres horas; calculé que ya era tiempo de acercarme a ver como estaba la situación, y me regresé al hospital. Lo conocía muy bien, y encontré la sala en donde  nos dijeron que estaba recluida la señora sin mayores contratiempos. Al entrar en ella, un gran cuarto con unas 10 camas de barandas blancas, todas ocupadas, vi una escena enternecedora: Helga estaba sentada al lado de una de ellas, sosteniendo la mano descarnada y pálida de una anciana mujer, de pelo encanecido, que se perdía entre las sábanas. No imaginé que estuviera en tal estado, ni que fuera tan anciana. Parecía estar dormida, por lo que me acerqué de la manera más silenciosa que pude. Al llegar al lado de Helga pude notar que había llorado; sus ojos enrojecidos lo confirmaban. Me miró con alivio, y con una señal me dijo que me retirara. Salí del cuarto y a los pocos momentos ella me alcanzó.

-Llegué a tiempo…- y me abrazó, estallando en llanto.

-¿Cómo, a tiempo?

-A tiempo para verla con vida… está muy mal, los médicos no me dan muchas esperanzas, tiene una infección generalizada, y no está reaccionando a los antibióticos.

-No puede ser… Mira, Helga: ¿que te parece si la trasladamos a la capital?

-Estás loco, no soportaría un viaje tan largo por tierra.

-No estoy pensando en eso, sino en un avión. Una aeroambulancia.

-Ojalá pudiera, pero eso es demasiado caro para mí.

-Por eso no te preocupes, te va a costar algunos cuadros más pero después hablamos. Lo importante ahora es actuar con rapidez, cada minuto cuenta.

-¿En serio? ¡Tomás, jamás podré pagarte tanto que haz hecho por mí!

-Bah, lo hago con todo el placer del mundo. Tú deberías saberlo.

Debía moverme con agilidad, de eso dependería la vida de la señora. Corrí al aeropuerto para agenciar la aeronave, mientras Helga se ocupaba de los trámites en la cínica. Ambas gestiones fueron problemáticas, pero por fin pudimos solventar todos los problemas y la mañana siguiente Helga y su madre estaban despegando del aeropuerto de aquella ciudad con rumbo a la capital. Por mi parte, me tocaba recorrer la carretera, acompañado por mi perro. Otra vez.

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