«NO SE PUEDE HACER POLÍTICA SIN DINERO» O LA POLÍTICA SIN ÉTICA NO ES POLÍTICA

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«NO SE PUEDE HACER POLÍTICA SIN DINERO” O LA POLÍTICA SIN ÉTICA NO ES POLÍTICA

 POR CARLOS SCHULMAISTER

La primera parte del título constituye un apotegma, término muy visitado  por el Perón del exilio, y ampliamente conocido entonces por ese motivo antes que por un conocimiento filológico generalizado. Un ejemplo clarísimo es que muchos contemporáneos de aquel Perón suelen creer que a él le corresponde la paternidad de la expresión “la única verdad es la realidad”, siendo que ella es hija de Aristóteles.

En esta ocasión me referiré a la conocida expresión, tenida por un axioma, según la cual “no se puede hacer política sin dinero”. Así, para hacer conocer una propuesta política y para aglutinar poder hace falta dinero. Cuando no se dispone suficientemente de él los nuevos dirigentes políticos y los nuevos partidos suelen adscribir a otros partidos más grandes y poderosos o conformar alianzas lo suficientemente elásticas para dar cabida a todas las necesidades financieras sumadas de sus adherentes, y a todas las aspiraciones y promociones de sus respectivas dirigencias.

Es ahí cuando aparecerán feroces apetencias y personalismos que se convertirán en nuevos agentes que de mil maneras presionarán a los mejor inspirados dirigentes de un  espacio que, supuestamente, pudo haber nacido –como es frecuente escuchar actualmente- “para cambiar las formas de hacer política”.

Desde mi lejana juventud escuché esa expresión habitualmente admitida como cierta por la mayoría de los argentinos, principalmente por haberla escuchado de boca de quienes integraban el sector social de la actividad política. Cuánto más atrás nos remontemos veremos que estas personas, los “políticos”, gozaban de mayor prestigio que en la actualidad, y sus opiniones más sencillas pasaban por “verdades” frecuentemente.

Asimismo lo he leído respecto de quienes pensaban y hacían política tanto dentro del sistema como en matrices antisistema. De modo que ello constituye una aparente verdad de sentido común, también aplicable a la guerra cuando se dice que “no se puede hacer la guerra sin dinero”.

En realidad, el dinero puede ser obtenido de muchas maneras, tanto lícitas como ilícitas, y puede ser sustituido por los elementos necesarios, léase dinero contante y sonante, prebendas, becas, contratos de obras públicas, contratos de actuaciones artísticas, chapas, bolsas de comida o de cemento, pago de facturas de luz, agua o gas, subsidios ocasionales de campaña, puestos en la administración pública, etc;  así como mantenimiento de punteros, matones, barras bravas, pistoleros, pechetos, sicarios, guardias y hombres armados en general que puedan existir fuera de los ya enumerados.

También el dinero sirve para comprar armas, pero si ello no es posible éstas podrán ser robadas, aunque siempre habrá que proveérselo a los ladrones que se encarguen de ello robándolas directamente de los arsenales oficiales o llevando a cabo secuestros que permitirán comprárselas a oscuros proveedores del exterior. O habrá que hacer ciertos negocios non sanctos con otros delincuentes ajenos a la actividad política directa que puedan tener interés en comprar protección, en lavar dinero, en hacer campañas de cambio de imagen, etc.

Quienes dicen que sin dinero no se puede hacer política saben lo que dicen, y se reafirman en su convicción para traspasar una y otra vez la capacidad de asombro de los que permanecen al margen de estos menesteres en la vida social de cualquier país actual, sobre todo de los latinoamericanos.

De modo que a primera vista parecería que este apotegma, tantas veces escuchado en boca de populistas de toda laya, es efectivamente una verdad probada, una evidencia. Sin embargo, no es fatal que así sea. Demostrarlo requiere reflexionar sobre otras cosas distintas que el dinero y la política.

En principio, este dinero es tal que sus aplicaciones persiguen otros fines más allá del que aparente tener, sobre todo cuando se utiliza con los conocidos “fines sociales” (para “ayudar” al pueblo). Nadie ignora que lo que realmente busca para “hacer política” es comprar voluntades y comportamientos, por acción u omisión, siendo un negocio emblemático su uso en los procesos electorales.

Siendo así, el dinero para hacer política es intrínsecamente inmoral si ello implica comprar voluntades, votos, aplausos, sonrisas, etc., con lo cual también lo será la actividad política que lo utiliza sistemáticamente. Claro que si hiciera falta dinero para viáticos de fiscales de  partido en las mesas electorales ello sería un uso lícito del mismo, lo cual justifica que el estado garantice condiciones de igualdad para todos los partidos en todas las jurisdicciones del país, independientemente del número de sus afiliados o de la riqueza que eventualmente posean sus afiliados.

La propaganda y la compra de voluntades es un tema distinto, ella demanda ingentes sumas a los partidos principales, en cuanto a número de afiliados, de representantes políticos en ejercicio y de expectativas de triunfo.

Los primeros en crear argumentos ad hoc para justificar y legitimar la captura de estos dineros, sea para fines electorales, para obtener determinados comportamientos sociales y dirigenciales convenientes a los intereses de quien los provea, son los propios políticos, o sea, aquellos que difunden el apotegma del título. Por lo tanto, esa opinión debería ser desechada como expresión de intereses por lo general turbios, toda vez que la compra de voluntades en cualquier campo de la vida constituye un acto inmoral como mínimo… cuando no directamente abominable.

No obstante, cuando alguien corrompe a otro no existe un solo pecador ni un solo delincuente, sino dos por lo menos. Es que quien recibe dineros con fines expresa o implícitamente inmorales teniendo conciencia de ello tiene en su alma, o en su conciencia, es decir, en cualquier plano de su vida moral, un componente negativo idéntico a quien le quiere corromper. Por ello no cabe aquí el remanido recurso argumentativo que dice que los pobres son los habituales cooptados o comprados por esos dineros provistos por hombres inmorales porque se hallan en estado de necesidad, o porque tienen que llevar comida para sus hogares. Este argumento, tan seductor en los años de la Guerra Fría, resultó ser una falacia a poco de andar, por más que tuviera una importante gravitación en punto a lo que por entonces se designaba como las luchas antimperialistas, que en realidad fueron otra gran falacia.

Por cierto, pareciera que los pobres cambiaron mucho de ayer a hoy, pues cuando yo era joven ser pobre no era sinónimo de carecer de frenos morales. Por el contrario, los pobres, en general “eran pobres pero honrados”, como dice el proverbio. Es decir, tenían muy clara la línea divisoria entre el Bien y el Mal y ajustaban sus conductas públicas y privadas a mandatos morales muy firmemente arraigados. Obviamente, sin desconocer la existencia de excepciones. Pero es relativamente reciente esta tendencia a asociar a los pobres con los delincuentes y pecadores que no pueden dejar de serlo porque “la vida los ha hecho así”, o la injusticia social, etc., etc. Y esto es pura ideología. Y a menudo pura política aplicada para que los pobres sean de esta última manera, y así se los pueda dominar y controlar más fácilmente desde el poder.

Así como hace unos años se puso en boga la sana opinión de que nadie está obligado a hacer actos inmorales porque así lo ordenare algún jefe o superior en las Fuerzas Armadas, y por extensión en cualquier otro ámbito social público y privado, cabe inferir lo mismo respecto de quienes acuciados por el estado de necesidad recurran a la comisión de actos ilícitos o inmorales. Pero esto siempre se supo, desde hace siglos… me corrijo, desde hace milenios, y en todas las culturas.

Se trata, pues, de un ingrediente cultural que puede estar presente en la formación ética de base de una sociedad o haber desaparecido. Y si ha desaparecido seguramente no ha de haber sido por casualidad. ¡Quién puede negar que el estado es hoy el Gran Corruptor! Algo que cuando niño y adolescente jamás hubiera sido imaginado por la mayoría de las personas, fueran pobres o poseedoras de mucha riqueza. ¡Si el estado es quien desnaturaliza la moral social tradicional en sus aspectos más ricos qué se puede esperar del comportamiento colectivo consiguiente!

Hoy resulta que los pobres son “comprendidos” en los países gobernados por el populismo y pueden matar y hasta violar por razones étnico-culturales como ha quedado demostrado en numerosas instancias judiciales con resultados benignos para ellos. ¡Quién puede desconocer que esa modalidad tan extendida en el campo de la justicia no proviene de una profundización ética acerca de los derechos humanos sino que se trata de una manipulación tremendamente inmoral de los derechos humanos con fines ideológico-políticos de dominación hegemónica!

En consecuencia, cada delincuente social actual es la cara visible de quien lo ha incitado desde la función pública, generalmente halagando su condición de pobre como si se tratara de un estado de superioridad moral indiscutible. Ser pobre no equivale a ser bueno, así como ser rico no equivale a ser malo. Pero éste es el aprendizaje social que los gobiernos populistas han difuminado por todo el país, sobre todo en las clases bajas, las que por razones económicas se hallan en estado de mayor vulnerabilidad ante las presiones gubernamentales.

Muchos pueblos de culturas diferentes se mueven a diario entre las mismas incitaciones de gobiernos que no vacilan en manipular conciencias y comportamientos con la finalidad de conservar y ampliar su poder sobre los habitantes. Sin embargo, existen otros pueblos que no se parecen a nosotros los latinoamericanos, y por eso a muchos de los que resentimos este estado de decadencia sistémica nos resultan admirables. No tiene sentido mencionarlos pues ello suele abrir la puerta a discusiones de retaguardia que sólo procuran desviar los ejes principales de una conversación.

Entonces podemos concluir sin avergonzarnos (por eso de la vergüenza debida que aqueja a tanto “progre” melindroso y ubicuo que ingenuamente cree en la sabiduría de los apotegmas y los slogans, como en los gestos y rituales simbólicos) que aquello de que “la política es la expresión más alta de la cultura de un pueblo”, tan repetido en otras décadas, es hoy una expresión abstracta y por lo mismo sin aplicación real entre nosotros. De ahí que para que la política sea una expresión social elevada debe llenarse de ética y de moral, algo que a todas luces y salvo honrosas excepciones y zonas concretas hoy es prácticamente inexistente.

¿Por qué concluyo esto?

Porque los pueblos mal enseñados por la vida pública que supimos conseguir han llegado a creer que la ética y la moral son funcionales a los altos requerimientos de la “gobernabilidad”, ese falso ídolo populista y totalitario que está inficionado en la mente de muchos contemporáneos y que convierte en lábiles todos los valores de la cultura y de la civilización. Por eso mismo, sin ética y sin moral la política es una mentira, y mientras ello siga siendo así seguirá siendo necesario contar con dinero para hacer “esa” clase de política.

Y también para que no se crea que los apotegmas siempre dicen la verdad.

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