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Mi hermano, Nirvana y yo

 «You’re in higschool again», Kurt Cobain

 

A Carlos Maurette, mi primer maestro de música

Vivía en Santa Paula, cerca del centro comercial Vizcaya. Las tardes se iban en las comiquitas de Televen y mi cesta de juguetes; fantaseando conflictos detectivescos entre mis GI Joe, que clasificaba de buenos y malos, Los Caballeros del Zodíaco y la música risueña y escandalosa -paradoja infantil que hace rato desistí de entender- de mi hermano encerrado en su cuarto.

Cuando se acababa la película que había hecho a base de balas onomatopéyicas y torpes artes marciales con mis muñecos, entraba al sitio de donde provenían las voces: Paredes de llamas amarillas con fondo blanco, calaveras negras bordeadas con perfecta exactitud, el nombre Metallica y Sepultura, un cuadro de tres hombres andrajosos que se llamaban Nirvana y otro que dibujaba rayos eléctricos formando un Iron Maiden. No entendía nada y quería entenderlo todo. El rock era maravilloso.

El proceso de reconocimiento solía terminar estrepitosamente al regreso de mi hermano.

–    ¡Sal de mi cuarto, enano marico!

Así, regañado y curioso, volvía a mis juguetes y a mis paredes, donde colgaba un simpático ratón que sonreía con un queso a medio comer en sus patas, un corcho donde mi mamá anotaba mis tareas y dos stickers con el Ave María y el Padre Nuestro.

Mi hermano y yo dormíamos en un mismo pasillo; y nuestros cuartos eran dos universos paralelos.

El mío, de a ratos, aburridísimo.

Se vestía con jeans rotos y franelas blancas o negras muy gastadas; encima una camisa de cuadros, abierta del todo; botas negras Caterpillar o zapatos Converse, y el pelo moderadamente largo por restricciones de colegio. Él era o se parecía a algo que yo quería ser o parecer. Su ropa y su cuarto eran el diagnóstico de una generación estrepitada en la perenne búsqueda de un estilo que los diferenciara y al tiempo los hiciera partícipes de ese momento que yo, con apenas seis años, por más que procurara, no podía entender.

Las tardes después del colegio se parecían demasiado a excepción de mi hermano que, básicamente, hacía lo que le daba la gana. Mientras hacía mis tareas, recuerdo dos canciones que sonaban constantemente hasta que, uno de esos días, sabiendo a mi hermano lejos de su cuarto, corrí al equipo de sonido y en un intento de hit and run visualicé el número de la canción y abrí la tapa del equipo para memorizar el color del CD. Era azul con letras negras y empezaba por Never. La operación Comando fracasó de cabo a rabo y me gané, además de los gritos de rigor, una patada en el culo a la salida del cuarto que una vez más osé deambular sin permiso.

–    ¡La próxima te mato, enano de mierda!- gritó mi hermano con el ceño fruncido mientras sacaba el disco y lo volteaba en busca de algún rayón hecho por mi imprudencia.

A pesar de la amenaza de muerte, la misión se había cumplido: conocía el disco que tanto sonaba y más temprano que tarde podría escucharlo a solas.

Se llamaba Nevermind y escuchaba repetidamente una que se llamaba Smells like teen spirit y otras que decían Drain you y Come as you are. No entendía ninguna letra y sin embargo, la música me decía cosas, despertaba olores y euforias que controlaba brincando sobre el piso alfombrado del cuarto que usurpaba.

Con el pasar de los años nos mudamos de Santa Paula; conocía Nevermind y otro con un ángel que decía que era como de laboratorio cuyo nombre era In utero. No obstante las modas se transformaron, mi hermano pasó a escuchar otras cosas que poco me interesaban y yo me embebía en la changa; El monstruo de la mañana; los pantalones de pana Quicksilver; cadenas de perro al cuello; una leontina gruesa colgando de la hebilla hasta el bolsillo trasero y un peinado llamado fashion.

Aquello no duró mucho. Sin saber cómo, empezando bachillerato, pasé al grupo catalogado como rockero y, a pesar de no considerarme uno, la etiqueta me gustaba. Mi papá llegó un día con una computadora que instaló en mi cuarto y mis amigos de Messenger me hablaron de un programa llamado Kazaa. La conexión era muy rápida y la epifanía de mis días de infancia en Santa Paula llegaron como un destello revelador: Nirvana.

Poco a poco fui reviviendo sonidos; bajaba todos los videos que se mostraban en lista y, al cerrar los ojos, volvía al cuarto de mi hermano en Santa Paula. Buscaba información de modo frenético; aprendí de memoria a recitar Kurt Cobain, Kris Novoselic y Chad Channing; Kurt Cobain, Kris Novoselic y Dave Grohl; Kurt Cobain, Kris Novoselic, Dave Grohl y Pat Smear…y un largo etcétera que culminó en una página web con las líricas de Nirvana en inglés y en español y las paredes de mi cuarto tapizadas con fotos de la banda; Kurt niño y adulto; su partida de nacimiento y carta de suicidio.

Imágenes todas que mucho angustiaban a mi mamá.

Frente al espejo me parecía a mi hermano nueve o diez años atrás y en las reuniones las muchachas me veían raro. Aun ajeno a las pintas y músicas de ocasión, nunca tuve problemas para enamorar alguna; más sí para conservarlas. El rito de bailar changa o merengue bajo la luz de una miniteca fue algo que hice en contadas ocasiones; todas, para terminar con la ex pareja de baile transformada en pareja de zampe –aquél entonces se le llamaba latas- que solía terminar en erecciones impertérritas y cojoneras frustrantes. No obstante, el rito no era de mi gusto.  La moda dictaba una pauta y ella te excluía de un noviazgo o empierne a su antojo.

A mediados de bachillerato formé una banda, aprendí dos o tres canciones en guitarra y escribía muchas –demasiadas- letras en un cuaderno de hojas blancas, de las que solo cinco se transformaron en canciones. Tocamos en un Intercolegial en el Celarg donde nos abuchearon hasta el cansancio y tras bastidores nos creímos estrellas de rock incomprendidas.

La música pasó a ser un placer muy mío y de mis amigos cercanos; nos reuníamos con botellas de ron a ver conciertos en vivo de Nirvana, Radiohead, Pink Floyd, Led Zeppelin, Black SabathMetallica y una enorme lista de bandas que para el grueso de los demás compañeros de promoción resultaban misterios enormísimos e indescifrables; para nosotros no solo era música sino erudición.

Después nos graduamos, viajamos a Punta Cana y empezamos –o desertamos- nuestras carreras. Los años y las mujeres volvieron a pasar y llegaron otras graduaciones y hoy, responsables e inmersos en el mercado laboral, continuamos –con menos restricciones y más libertades- los mismos ritos de la adolescencia. Mientras redacto estas líneas, poco antes de ser 20 de febrero, escucho la voz de Kurt cantando la misma estrofa que escuché por primera vez a mis seis años: one baby to another says I’m lucky to meet you. Igualmente, Kurt. Igualmente.

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