Mi vida, a través de los perros (XLII)

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El amortiguado espanto de la vida en las clínicas. En donde el tiempo corre espeso, aceitoso casi, y los segundos chorrean con parsimonia de los relojes. Tuvimos un par de semanas de ello; bueno, digo tuvimos, pero en realidad la que no se despegó del lugar fue Helga. Yo la asistí en lo que pude, pues no podía seguir descuidando mis obligaciones al frente del negocio; la visitaba a la hora de cierre, y tenía que raptarla para que me acompañara a la fuente de soda para que hiciera su única comida del día. Pasaba las horas a fuerza de café negro, para no ceder al sueño. Ya la situación estaba haciendo estragos en su organismo, como lo demostraban las ojeras que le daban aspecto de tener 20 años más de los que en realidad poseía. Era incapaz de quejarse, sin embargo era evidente lo que estaba sufriendo. Y yo con ella, pero por motivos egoístas: veía como iba dejando su vitalidad al lado de la cama de su madre enferma, y en el fondo sentía rabia. Rabia porque estaba desperdiciando un tiempo precioso que hubiera podido utilizar conmigo en actividades enriquecedoras. Pero uno no manda en determinadas circunstancias, y debe acatar lo que la vida disponga.

Es en situaciones así cuando se puede calibrar la calidad humana. Y hablo del sinvergüenza de Kurt: a sabiendas de lo que estaba sucediendo – se las había arreglado para hacerlo – no sólo no se apareció jamás en la clínica, sino que puso los pies en polvorosa. No sin antes limpiar de pertenencias, por suerte escasas, la casita que estuvo habitando. Se llevó todo lo que pudiera tener algo de valor, incluso algunos cuadros. Resultó ser lo que yo siempre sospeché, un vividor. Tomé las previsiones del caso, cambiando todas las cerraduras de las casas. También puse una denuncia en la policía científica, para disuadirlo de cualquier amago de retorno. Traté de no mencionárselo a Helga, pero en algún momento tuve que hacerlo. Al principio su expresión fue de dolor, pero poco a poco fue cambiando hasta sonreír, como aliviada de haberse desembarazado de esa lacra. Tiempo después supimos que había logrado burlar el cerco de la policía – cosa que no le debe haber costado mucho esfuerzo, por otra parte, dada la habitual ineficiencia de los cuerpos de orden público – y se había regresado a su país. Mejor para nosotros.

La señora demostró ser de temple guerrero, pues batalló hasta el final. Por desventura la sepsis estaba demasiado avanzada cuando la encontramos, y ningún tratamiento fue efectivo para contrarrestarla. Estuvo agonizando poco a poco, con algunos momentos de lucidez, pero para felicidad de Helga fueron suficientes para reconocerla, y tuvieron tiempo de poner las cosas en orden y despedirse. Fue muy franca con ella, y le dijo que la idea inicial de haberla hecho pasar por muerta había sido de ambos padres, pues pensaron que era lo mejor para ella, por ciertas circunstancias del momento; que después había tenido remordimientos y por eso escribió aquellas cartas, que nunca debieron llegar a sus manos. Esto le dio un poco de paz espiritual a Helga, dentro de todo el dolor que  había sentido en esos últimos tiempos. Ya al final la señora entró en coma,  y un par de días después falleció.

Si los velorios de por sí son tristes, éste lo fue en demasía, ya que puedo decir que la velamos ella, yo y el cura que improvisó una misa. Más nadie acudió al lugar, ni siquiera los pocos amigos que tenía Helga, ya que no se nos hizo posible avisarles. Conseguimos una pequeña funeraria, que nos dispensó un trato decente y rápido, pues me pareció innecesario prolongar el dolor, y Helga estaba necesitando descansar. Cuando llegó la hora tuvimos que pedir ayuda para trasladar el féretro a la carroza fúnebre. Por fin todo acabó: el ataúd fue bajado al fondo de la fosa; Helga arrancó unas cuantas flores de la única corona que había recibido – cortesía de mi tienda – y las echó sobre su madre, mientras oraba en silencio. A pesar de no ser religioso, la acompañé es ese rezo; pero en realidad recé por ella, y por mí. Por que pudiéramos alcanzar un poco de paz y felicidad en un futuro cercano.

Ahora teníamos por delante un tablero de juegos que nos proponía diversas alternativas, y de la habilidad que demostrásemos en él dependería el resultado. Llegamos a la casa, y un par de días después, luego de que Lucía  regresara poco a poco a la rutina diaria, tuvimos una conversación bastante seria. Ella no quería volverse a embarcar en una relación que no tuviera futuro, y por otro lado quedaba el asunto de Lucía. Por más que le jurara que eso había terminado, que no tenía ningún sentimiento hacia ella, Helga desconfiaba. No le puedo quitar la razón, vistas las cosas desde la distancia y el tiempo. Pero yo era sincero. No quería otra cosa que transcurrir mis días al lado de ella. Y en verdad Lucía había quedado atrás, pues no me había dejado más que sinsabores. Aunque sabía que ella estaría gravitando alrededor nuestro por un tiempo, pues consideraba tener derechos sobre mí, yo estaba decidido a borrarla. Y en la primera ocasión que tuviera lo iba a hacer. De esta manera discurría con Helga, tratando de convencerla.

Estábamos en el salón de mi casa, con Byron asistiendo como gruñón testigo pues en los últimos tiempos no se apartaba de Helga, justo al frente del espacio que ocupaba el cuadro que Lucía había mutilado y que yo tuve la previsión de desmontar, conversando sobre esos temas, cuando sonó el teléfono. Lo dejé repicar con la intención de desanimar a quien estuviera llamando, pero la insistencia fue tal que Helga me instó a que respondiera, pues podría ser algo importante. Hice lo que me pidió, y al levantar el auricular y pronuciar el «aló» de rigor, escuché una voz que en el pasado me hubiera llenado de alegría, pero que ahora me anticipaba preocupaciones.

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