por Carlos Schulmaister
Me refiero a los que fungen (y sólo fungen…) de intelectuales de izquierda, mejor dicho de “izquierda” entrecomillada, y en Argentina, que no es poco decir.
Excluyo provisoriamente a los tenidos y autodesignados como de derecha pues aquí sus voces no llegan, o llegan poco, o no son atendidas a nivel masivo. Si bien la economía mundial se mueve mayoritariamente en contextos de libre mercado, en general, el resto de la cultura está directamente en manos de las izquierdas entrecomilladas, es decir, estatistas y totalitarias, que gobiernan directamente o que socavan gobiernos.
Pienso en los “intelectuales” aplaudidores del gobierno, en los que medran a su sombra, en los repetidores de tesis ajenas que en los mass media y en las cátedras la van de austeros, probos, sensibles e idealistas bienintencionados.
Autodesignados como “progresistas”, en realidad usurpan el mote. Éste y los supuestos atributos que el término encierra no tienen sustento real en su caso ya que sólo es una autocolocación en el espacio público a la izquierda de los que designan como “reaccionarios”. Sin embargo, como fruto de su narcisismo al atribuir sentido agonal a su función social concreta se creen progresistas. Y a esa categoría, inflada y “madurada” a puros fomentos, remiten sus menudos e inútiles aportes neuronales. Agonistas de pacotilla que dicen amar y luchar por el Pueblo en contra de los gigantes malvados, son todos insignificantes que perecen gigantes a fuerza de agrandar imaginariamente a sus enemigos, ya que sin ellos estarían reducidos a la mínima expresión.
Sólo son “progres”, bochornosa jineta que se ha vuelto políticamente correcta para los muchachos “de posibles”, ansiosos de pronta colocación.
Cuando están en el llano se disfrazan de Juan el Bautista para predicar la inminente llegada del próximo supuesto Salvador, pero el que se les revela habitualmente no es tal sino un pálido remedo de manual. No obstante, corren a ponerse a su servicio, a integrar sus claques adocenadas, ávidos de trascendencia, con una estética despojada, miserabilista, de caras grávidas y sin sonrisa como corresponde al rol decantado de intelectual progre, por ende torturado y mortificado por el dolor existente en el mundo.
Pero ni son apóstoles ni predican en sagrado; son simples locadores de obra, sobre todo desde el poder, y con o sin contrato pero siempre con buena paga. Fabricantes de inútiles placebos para las neuronas masacoteadas de sus repetidores y divulgadores: los militantes de la izquierda con sus herencias decimonónicas tan desactualizadas y fracasadas como las del siglo XX, que hoy miran asombrados el vigor del populismo rebautizado como socialismo del siglo XXI, al cual se conchaban como zombies testimoniales de “la memoria”, mirando sin poder ver, infatuados por el convencimiento falaz de ser un pedazo de historia viva, a la espera del merecido reconocimiento social a que sus luchas imaginarias les han hecho acreedores, siempre según sus autobiografías inéditas.
Por más que digan que “hablan con.., de…, desde… y en nombre del pueblo”, no representan a nadie (salvo a si mismos y a menudo ni siquiera eso) ya que no pueden hacerlo y menos aún emancipar a nadie, según la feliz caracterización del sociólogo nicaragüense Freddy Quezada, quien los conoce tan profundamente que sabe de qué lado renguean sin necesidad de verlos andar previamente.
Pretender representar es en ellos justamente un acto miserable para evitar comprometerse, como aquel que habla y habla en una entrevista para que le pregunten lo menos posible acerca de algo comprometedor o peligroso, o aquel otro que se lo pasa haciendo preguntas para no ser preguntado y no tener que dar respuestas de las que carece, o que cuando las tiene no se atreve a decirlas.
Ni existe ese lugar supuesto desde el cual dicen hablar, salvo como entelequia para aprendices e ingenuos, ni mucho menos son valientes ni temerarios. Sus vísceras más sensibles no son el corazón ni el cerebro, sino el bolsillo. De ahí que sus arrebatos sean poses, gestos y envoltorios que -como toda estética- tienen más emoción prediseñada que racionalidad.
El intelectual progre es un pseudointelectual, un especulador y un frívolo a quien en realidad no le importan ni le duelen los problemas y los sufrimientos de los pobres, por más retórica paternalista con que recubra sus intervenciones, puesto que no habla por si mismo sino por boca de otros en cuyas palabras y artilugios se refugia y en cuyas posiciones se sitúa para no soltar lo suyo; y esto siendo generosos, es decir, en la hipótesis de que tuviera “lo suyo”.
Ése, pues, es su egoísmo, que invariablemente lo lleva a terminar esclavizado por los moldes en que ha vertido su casi siempre poco original pensamiento, y sin embargo ilusionado con haber puesto un granito de arena en la construcción de la gran pirámide (como decía Roque Dalton respecto de ciertos pretendidos revolucionarios), “que por ello pretenden que les regalen la cerveza por el resto de sus días y cada vez con una ceremonia especial”.
Autores de frases célebres que no dejan volar para que los vientos las lleven a todas partes y para que otros las adopten sin necesidad de mirarles la marca en el orillo, o una marca cualquiera, ¡noooo!… ¡ellos reclaman paternidades y filiaciones “revolucionarias” aunque para ello tengan que mentir y torcer la lógica! ¡Encantadores de serpientes, falsos oráculos que se multiplican a través de perversos sacerdotes y escribas actuales y futuros del templo del saber alternativo, contracultural, comprometido, transformador, revolucionario! ¡Basura que consumen década tras década y siglo tras siglo todos los imbéciles de la tierra!
Mascaritas de carnaval, disfrazados de “intelectuales”, carentes de voz propia, necesitados y urgidos de presencia y apariencia, de formas, de estéticas, de figuras, de rostros, melenas y barbitas negligee, y de gestos de “intelectual” como silencios grávidos de sabiduría expectable, de chasquidos impacientes de lengua antes de dignarse explicar preguntas impertinentes de bajo nivel, de “sufrimientos interiores” de “intelectual”, de dudas existenciales de “intelectual”, de bellos artilugios de su por lo general afiebrada imaginación.
Pero hay algo más grave aún y es que sus palabras, aunque sean zonceras, nunca son inocentes ni inocuas ya que siempre avalan tiranías y tiranos de cualquier signo.
Por lo tanto, como ideólogos son coautores responsables de los crímenes que indujeron, de los que conocieron y ocultaron y de los que desmintieron con su mágica verborrea. Y en el mejor de los casos son cómplices.
De ninguna manera son inocentes, en lo absoluto; más aún, son esencialmente cobardes ya que se escudan en las palabras y frases que pronuncian pues jamás se atreven a mostrase ellos mismos, por ser cobardes y por no tener nada propio que expresar.
Sobre todo son responsables de engrupir, de engañar, de mentir a los ingenuos, a los débiles, a los inadvertidos, y de hacerlo con saña y alevosía, pues así buscan llegar, urbi et orbi, sin réplica, so pena de represalia “popular” desde el poder al que están abonados, la cual promoverán y legitimarán todas las veces que sea necesario.
Descaradamente ya se declaran stalinistas, pero no se diferencian en nada de los fascistas, amén de que aquellos y éstos son lo mismo en definitiva. Por ello, no son amigos del pueblo sino sus opresores. A ellos no hay que leerlos ni escucharlos. Hay que resistirlos.
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Yo solo tengo una curiosidad, ¿cuál es la diferencia entre los intelectuales de izquierda y los de «izquierda»? O mejor dicho, ¿quiénes son los intelectuales de izquierda y quiénes los de «izquierda»?