Mi vida, a través de los perros (XLIV)

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Era un día viernes, previo al Carnaval. Por la temporada el negocio, que exhibía la mercancía multicolor alusiva a la festividad, estaba a reventar, con largas colas para pagar, gente impaciente por llevarse a casa sus compras para acampar en alguna playa o vivir la fiesta que por esos tiempos todavía se llevaba a cabo, en los distintos bulevares de la ciudad, en los cuales la gente disfrazada caminaba a todo su largo, y lanzaba papelillos al prójimo sin importar si lo conocía o no. Hasta yo me tuve que involucrar, dando una mano en la caja. Estaba cobrándole a una señora gorda que llevaba un disfraz de bailarina de «charleston» que no le iba a quedar bien, de ninguna manera, cuando el contador se me acercó, pálido, y me dijo:

-Jefe, creo que necesitamos hablar en privado.

Era como todos los contadores, o por lo menos como uno se los figura: con poca imaginación, muy dedicado a su trabajo y poco amigo de demostrar emociones; por eso al escucharlo supe que lo que tenía que decirme debía ser importante. Terminé de despachar a la señora rolliza y lo acompañé a la oficina de administración. Al llegar a ella, nos sentamos y me dijo de un sopetón:

-El gobierno acaba de decretar la devaluación de la moneda.

Creo que también palidecí. Aunque desde algún tiempo estaban circulando rumores al respecto, nadie se los tomaba en serio; después de todo el cuchicheo ha sido el deporte nacional desde siempre. Pero en esta ocasión resultaron ciertos. Hice una primera evaluación mental al vuelo: los artículos importados constituían alrededor del 80 % de nuestra oferta. Eso significaba un durísimo golpe para nuestras operaciones, ya que la devaluación fue cercana al 100%. Reponer la mercancía importada costaría casi el doble. Y eso no era lo peor: se había decretado a la par un régimen de control de cambio. Por lo tanto ya no habría acceso libre a las divisas, sino que un organismo determinaría para cuales rubros se asignarían, y en cual cantidad. El panorama a corto plazo se veía bastante negro.

El teléfono no tardó en repicar: los accionistas de la empresa me demandaban una reunión inmediata. Estaban alterados, pero no podía reclamarle esa actitud: habían invertido grandes capitales en la operación y ahora temían que el modelo de negocio no fuera a funcionar bajo estas nuevas premisas. Fijamos la junta para el día siguiente. Era sábado, y le había prometido a Helga una excursión hacia cierta zona boscosa cercana a la ciudad, en donde podría encontrarse con su tema pictórico favorito. Pero por esta vez la tendría que defraudar.

Esa noche llegué a la casa muy preocupado. No era para menos: tenía toda mi plata invertida en el negocio, y no se me había pasado por la cabeza la necesidad de ir formando un fondo para emergencias. Estaba endeudado, y las cuotas de amortización, que hasta el momento se habían honrado con facilidad gracias al flujo de caja saneado del que disfrutaba la tienda, pronto comenzarían a ser impagables. Ni las monerías de Byron lograron ponerme de buen humor. El perro pareció captar que algo malo sucedía, y pronto cesó sus manifestaciones de alborozo. Toqué el timbre de la casita de Helga, y cuando me abrió le conté sin mucho detalle lo que había pasado, y le informé sobre el cambio de planes. Ella se mostró muy comprensiva, y para tratar de tranquilizarme un poco me ofreció algo de beber. Había destapado una botella de vino tinto, y me sirvió una gran copa. Me la tomé casi de un tirón, y le pedí otra. Ella me complació de inmediato, sin hacer comentario alguno.

Ya más sosegado, gracias al efecto tranquilizador del vino, le dije:

-Estoy de veras preocupado. Esto puede significar la quiebra.

-Bah, Tomás. Eres el mejor en tu negocio, algo se te va a ocurrir.

-Si fuera yo solo no me importaría, pero sabes que tengo a los inversionistas latiéndome en la nuca.

-No es justo. Lo que está pasando no es culpa tuya…

-Dícelo a ellos, a ver si te hacen caso. Esos no escuchan razones, y si algo he aprendido durante estos años es que el capital es cobarde. Voy a tener que emplear toda mi creatividad para salir bien parado de ésto.

-Te estás preocupando sin necesidad, por lo menos es muy prematuro para que saques ciertas conclusiones. Toma otro poco de vino- y me volvió a colmar la copa.

Con la conversación nos tomamos toda la botella, y Helga buscó otra. Pronto estábamos relajados, y los nubarrones quedaron atrás. Pasamos a hablar de otras cosas, más gratas. Comenzamos a tontear, y en un momento determinado, sin saber mucho como, nos estábamos besando.

Esa fue la primera noche que pasamos juntos, como pareja. Hacer el amor con ella fue una experiencia única, para nada semejante a los torneos sexuales que mantuve con Lucía, más parecidos a una lucha que a una demostración de amor. Supe por primera vez lo que significa entregarse al otro, fundirse en el otro, poniendo mucho más que el mero cuerpo en juego. Teníamos esas ganas represadas durante mucho tiempo, habíamos dejado madurar la relación a un ritmo pausado pero seguro y ahora por fin recogíamos los frutos. Es curioso cómo opera la vida: el día que al parecer iba a ser el más aciago fue en realidad el más feliz. Ya no me importaban nada los inversionistas, la tienda, la economía. Iba a amanecer al lado de Helga, la primera de muchas veces, y eso era todo lo que me importaba en ese instante. El futuro podía esperar; pensaba disfrutar a plenitud el momento. Después de todo, me lo había ganado a pulso.

 

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