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Mi vida, a través de los perros (XLVII)

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Ni Helga ni yo éramos muy religiosos que se diga, pero sí proveíamos de familias con un fuerte apego a las tradiciones; por lo tanto decidimos casarnos por el rito católico, que era el que profesaban nuestros ancestros. Buscamos una capillita en las afueras de la ciudad, y conseguimos una ideal: de paredes de bahareque pintado de un rosado desvaído, con un altar muy modesto y una fila de bancos de madera rústica; hablamos con el padre y establecimos la fecha. Escogimos un día miércoles, al caer la tarde. Con unos padrinos improvisados como testigos formalizamos nuestra unión en el plano religioso, con una ceremonia muy sencilla; algunos días antes ya lo habíamos hecho ante la autoridad civil. Por fin había cumplido uno de mis más grandes anhelos, y no cabía en mí de tanta felicidad que sentía. Ver a mi esposa cubierta por ese vestido blanco, sencillo, casi austero, y saber que estaría a mi lado en adelante, me llenaba de gozo. La noche de bodas la pasamos en un hotel de la ciudad, en donde nos consentimos y malcriamos, y vimos el amanecer abrazados en la cama.

 No tuvimos una luna de miel formal; nos tomamos el resto de la semana para viajar al sur del país, y conocer la selva profunda.Conseguimos alojamiento en el campamento de una empresa de turismo, al borde de una gran laguna. Nos acomodamos en una cabañita que ostentaba el pomposo nombre de «suite nupcial», pero en realidad era bastante decadente. Un gran mosquitero pendía sobre la cama, en realidad un jergón con un colchón varias veces rotado, al que se le sentían todos los resortes. En las paredes, desnudas, grandes manchas de humedad semejaban mapas de países fantásticos. Un escaparate desvencijado para colocar la ropa, pero tan lleno de polilla que preferimos dejarla en las maletas. La higiene del baño – apenas una poceta y una ducha-lavamanos – dejaba mucho que desear  En realidad las condiciones precarias del alojamiento no nos molestaron mucho, pues lo importante era lo que estaba afuera: paisajes indescriptibles; agua, agua  por doquier, en forma de ríos, cascadas, raudales, rápidos, pozas; montañas enormes rematadas por mesetas, talladas a cincel contra el cielo; vegetación tupida, de gigantescos árboles que por momentos no permitían ver el cielo; y centenares, miles de pájaros que llegaban a aturdir con sus trinos. Era un lugar diferente a cualquiera en el que hubiéramos estado, y nos tomó cierto tiempo asimilarlo. Por supuesto que Helga estaba muy entusiasmada, puesto que ese sitio le proporcionaba material de sobra para sus pinturas; se le estaba abriendo un nuevo mundo, y ella parecía una chiquilla en una feria, en donde todo es nuevo y maravilloso y deslumbrante. Había llevado un block nuevo – no confiaba en la fotografía, le parecía hacer trampa – y a las pocas horas ya lo tenía lleno de bosquejos y apuntes. Estaba acumulando material para varios años de trabajo, y eso la hacía muy feliz. Yo, en cambio, tenía como norte descansar, y acumular fuerzas para el duro período que tenía por delante. Las cosas no se estaban enderezando: más bien iban empeorando cada día más, y el período de gracia que había obtenido estaba llegando a su fin. Era inminente la necesidad de tomar decisiones drásticas. 
Hicimos varias excursiones a bordo de unas estrechas lanchitas, excavadas en el tronco de grandes árboles pero provistas de motor fuera de borda, concesión al turismo masificado; navegamos por ríos cuyas aguas tenían un color achocolatado, por la alta concentración de minerales; pudimos ver, aunque desde bastante lejos, la catarata que ostenta el título de la más alta del mundo – o por lo menos así decía el folleto publicitario. Nos bañamos en pozas, lanzándonos por improvisados toboganes de roca pulida y gozamos como chiquillos. En uno de esos viajes nos dieron de comer unos pollos que asaron de una manera muy particular, atravesándolos en unas largas varas y exponiéndolos al calor de una gran fogata que prepararon al instante. Si algo pudiera definir esos días, serían las palabras estupor y felicidad. Por lo menos eso es lo que se aprecia en las expresiones faciales que mostramos en las pocas fotos que conservo de ese período, instantáneas tomadas por compañeros de viaje, que poco a poco van perdiendo su color original, y se van desvaneciendo imperceptiblemente, tal y como le pasa a los recuerdos.
El domingo en la noche estábamos de vuelta; fueron cuatro días memorables, que pasaron veloces y nos dejaron un cúmulo de experiencias y recuerdos. Esa noche nos costó dormir, pero por motivos diferentes; Helga estaba todavía deslumbrada y no veía la hora de ponerse al frente de su caballete y comenzar a plasmar cuadro tras cuadro; yo, en cambio, sabía que la semana entrante iba a ser muy dura, y mi cerebro no paraba de maquinar estrategias para frenar la debacle económica, que se asomaba insidiosa. 
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