Supuse que todo el asunto del matrimonio significaba entrar en una nueva etapa en mi vida, pero no tenía la menor idea de la magnitud de lo que se nos avecinaba. Cuando pienso en ese período me viene a la mente una barahúnda de imágenes que ruedan a una velocidad semejante a la de las películas mudas. Es que fueron muchos, demasiados eventos a la vez: el matrimonio, la debacle económica, el renacer de los negocios, el embarazo. Todo condensado en unos cuantos meses de actividad frenética, que significó un vuelco total en nuestras existencias.
Como lo había estado figurando, la alianza con los inversionistas se iba por el despeñadero. En mi afán de crecer cometí algunos errores tácticos y terminé cediendo la mayoría de las acciones, y con ello el control de la empresa. La sociedad ya no funcionaba. Dentro de todo me ofrecieron una salida honorable: me compraron el lote accionario que había quedado en mis manos a un precio bastante generoso.Y accedí a ello no sin muchos remordimientos, pues me parecía estar traicionando el legado familiar; pero al final pensé que mi padre no había titubeado al emigrar a un país desconocido cuando le tocó, sin mirar hacia atrás, y me di cuenta de que yo estaba haciendo algo parecido. Y tuve una enorme ventaja: el apoyo incondicional de mi esposa. Helga en ningún momento dejó de respaldarme, sin poner ninguna objeción a las decisiones que estaba tomando.
El último día en la tienda fue bastante duro, tanto para los empleados como para mí. Los reuní a todos, cerca de la hora de cierre, y les anuncié de manera oficial lo que estaba corriendo por los pasillos a modo de chisme desde hacía días. Tuve que emplear todo mi poder de convencimiento para tranquilizarlos, y asegurarles que la nueva administración de la empresa iba a respetar los puestos de trabajo. Y lo hice de buena fe, pues fue una de las condiciones que exigí para vender. Con todo, sabía que no había nada escrito, y no fue sin pesar que abandoné para siempre ese lugar, que fue sitio importantísimo durante todo lo que llevaba vivido: desde el primer hogar, hasta el asiento de mi actividad profesional. Lo recorrí por última vez, tratando de fijar en la memoria los detalles, y por fin me fui para siempre.
Me tomé un tiempo para decidir cual rumbo le iba a dar a mi vida. No sabía hacer muchas cosas, salvo vender. Mi carrera había quedado truncada y no me sentía en condiciones de retornar a las aulas, ni tampoco tenía el respaldo económico para hacerlo. Si no me movía rápido, el capital que tenía se me iba a volver sal y agua por la inflación. Estuve sopesando varias alternativas, pero no hallaba nada, y comenzaba a desesperarme. Un día Helga me dijo:
-Acompáñame un momento al centro, que quiero mostrarte algo.
-¿Algo? ¿No puedes ser más específica?
-No.
-¿Por qué?
-Es una sorpresa, vamos.
Me llevó a una callecita aledaña a la iglesia de mi antigua parroquia, en donde me habían bautizado, y le pregunté con sorna si pensaba confesarse por la pila de pecados que llevaba encima, a lo que me respondió con un seco «cállate, bobo» mientras caminaba con decisión y prisa. Atrás veníamos Byron y yo, tratando de mantenerle el paso, cosa difícil para mi perro por sus cortas paticas. Por fin paró frente a la vitrina de una tienda que exhibía un gran cartel que tenía escrito: «En venta», tocó con los nudillos la puerta y al poco rato una persona de bastante edad la abrió.
-¡Hola, Helga! ¡Eres muy puntual!
-Como un reloj, don Joseph. Le presento a mi marido, Tomás.
-Mucho gusto, señor, pero pasen, pasen, no se queden en la puerta.
A todas estas no sabía qué pensar: se trataba de un local enorme, de doble altura, con una media mezzanina que se asomaba sobre la primera planta, bordeada por una baranda de madera oscura, como los grandes estantes, vacíos, y el mostrador-vitrina.
-¿Qué te parece?
-¿Qué me parece qué?
-Qué va a ser, el local.
-Un enorme local, pero no entiendo nada.
-Imagínate ésto: los estantes forrados de libros y discos, y en la parte de arriba mis pinturas.
El anciano nos estaba mirando, divertido. Parecía saber que me estaban engatusando y que iba a ceder en cualquier momento. Sin embargo decidí presentar pelea.
-No sé nada del negocio que me estás proponiendo, yo sólo soy un vendedor de ropa y enseres del hogar.
-No seas aburrido, eres la persona que más sabe de literatura y música de las que conozco.
-Tú no conoces a más nadie, por lo visto. Mi sabiduría tiene la profundidad de un charco de lluvia.
-Bah, tonterías. Piénsalo: tus más grandes aficiones reunidas, y yo vendiendo mis cuadros sin depender de galerías que me explotan.
Era muy precipitado, pero la idea comenzó a parecerme cada vez más atractiva. Podía darle rienda suelta a mis pasiones, y vivir de ello. Pasamos a la trastienda, a conversar un poco con don Joseph. Había quedado viudo y decidió regresarse a su patria de origen, para lo cual necesitaba liquidar el local en donde había trabajado toda la vida, vendiendo artículos de adorno para las casas, de importación. Tuvo su buena estrella durante largo tiempo, pero poco a poco fue decayendo, y al final se había convertido en una especie de quincalla que aunaba chucherías de plástico a candelabros de bronce, en una abigarrada y barroca mescolanza. Los últimos días hizo una venta de remate, y logró salir de todo; solamente quedaba el mobiliario, y los fantasmas del pasado escondidos por los sombríos rincones de la tienda, que estaban siendo inspeccionados con mucho detalle por Byron.
El viaje de regreso a la casa fue muy silencioso. Ambos íbamos cavilando, sopesando las implicaciones de esa posibilidad. Cuando llegamos, Helga fue la que tomó la iniciativa:
-¿Y entonces? ¿Te parece que soy una loca?
-¿Loca? Para nada, más bien te agradezco la iniciativa. Pero no creo que sea una decisión que podamos tomar tan a la ligera.
-Bueno, no se si podamos, pero tenemos que resolver esto cuanto antes.
-Sí, claro, ¿pero por qué tanta prisa de repente?
-Tengo un retraso de dos semanas, Tomás. Creo que estoy embarazada.
Quisiera tener una foto de mi cara, cuando escuché esas palabras. Supongo que mi expresión de estupor y felicidad fue muy cómica. La cubrí de besos mientras gritaba como un loco, ya que no cabía en mí de la enorme alegría que estaba sintiendo. No lo estábamos buscando, pero tampoco lo estábamos evitando, por lo que sabíamos que era una posibilidad; pero ahora se estaba materializando. Helga trató de calmarme, diciendo que no era nada seguro, pero yo no le hacía caso. Tenía que estar embarazada. Lo quería con todas mis ganas. La visita al obstetra nos sacaría de dudas, pero mientras tanto yo disfrutaba al máximo de esa repentina felicidad.