Reflexiones desde la república de los estómagos sensibles

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Hace falta mucho estómago, no tripas de plástico ni “tolerancia”: estómago verdadero, bolsa ácida bien recubierta, guardada en el abdomen y que sirve para procesar bien la comida que nos llega. Ahora, lo que llega no siempre es bueno, ni sabido, ni agradable, ni limpio, ni certero. Las circunstancias exigen de nosotros, y mucho más que exquisitas selectividades hogareñas. Nos hace falta mucho estómago a los habitantes de estas tierras.

Dentro de esa gran quimera necesaria que los venezolanos llamamos patria, el piso que sostiene la postura de cada quien, puede, sin mucho esfuerzo, y con preocupante facilidad, convocar rabia, ceguera, sordera, inapetencia desmedida; o vómito ferviente, enfermedad, racismo, desdén, sectarismo; o quizás también autosatisfacciones, rechazos, aplausos. Tenemos estómagos sensibles. Deberíamos tomar un curso de gastritis o una pasantía de supervivencia a la diversidad.

Desde el 5 de marzo en Venezuela se ha disparado la sensibilidad estomacal de muchos compatriotas. No es ese, sin embargo, el único diagnóstico de nuestras patologías del presente. También está nuestra ceguera actual, esa manía de considerar diezmada la capacidad y el derecho de existencia de todo aquello que signifique “adversario”, o “distinto”.

Luego de la general indolencia quejona, desesperanzada y novelera de los ochenta; luego de la indiferencia cómoda y cínica, también de los ochenta; luego de los convulsionados tanteos de los noventa, que comienzan con CAP y cierran con Chávez; luego de 14 años de polarización mental extrema que vivimos desde 2001 y han sido nuestra escuela política; luego de todo estamos ahora al borde de algo que todavía no sabemos definir. Se viene un nuevo periodo que se abre con el alza exponencial de nuestras sensibilidades estomacales y nuestra cegueras panfleteras, pero que espero fervientemente termine siendo una cosa muy distinta.

La epidemia de ceguera y de estómagos sensibles ha llevado a frenéticas discusiones, insultos, unfollows en las redes sociales, peleas, sacadas de espalda, postulación de muros, “detonación” de puentes y hasta momentos de violencia física —incluidos ciertos casos muy recientes de asesinato o linchamiento por causas políticas, de lado y lado los pocos culpables—. La descrita epidemia no es sino la cara más visible de un arroz con mango de vivencias complejas que entenderemos quizás centro de 10 años. A ello hemos estado entregados con todas nuestras ganas.

Somos una escuela política de tropiezos y esa dinámica compleja no se acabará con las elecciones de este 14 de abril, ni con la madrugada de los resultados. Por debajo del ritual del voto, está pasando otra cosa, otra marea, otra corriente de conciencia que no puede asirse y que no tiene que ver con los resultados. Quizá esa corriente subterránea tenga mucho que ver con una pregunta por la que apuesto todo hoy: ¿hasta qué punto seremos capaces como sociedad de llevar el ejercicio irresponsable de nuestra enfermedad estomacal y nuestra ceguera?

Muchos creen con demasiada vehemencia que la unidad a secas es realmente algo posible, en la política o en la vida diaria. Con demasiada insistencia y a veces sin reflexionar sobre ello, se recurre a la religiosa consigna, al mantra de la unidad y a otros mantras más peregrinos. Unidad, mantras, consignas: herencia precaria. ¿Será que sin esos mantras nos volveremos cínicos? ¿Cuál es el miedo a pensar sin tantos dogmas y seguridades? ¿No son varios los que, cantando mantras entre 1989 y 2013, han vendido trozos de país a los distintos imperialismos? Unidad, ceguera y sensibilidad estomacal, he allí, según creo, la receta de nuestra historia reciente llevada a su más simple manifestación. Puede ser. Hay que dejar que la historia corra para que nos ensucie la vista de otra forma menos cercana.

A los venezolanos de hoy nos encanta repetir palabras. Vivimos de mantras y no obstante, muy a pesar de nosotros, hemos aprendido a desconfiar hasta la médula también; hemos aprendido a desconfiar durante 30 años de continuo show interminable del día de los inocentes, según dice un pana.

Ya no tengo más la cara quemada del 5 de marzo. Ha pasado ya 1 mes con 8 días. Es una larga cuarentena sin caudillo vivo, que adorar o que adversar. Hace tiempo que no teníamos una elección con puros candidatos. Está, además, creo, muy difícil que nos surja otro caudillo así de la nada y de repente. Esto es para rato. Este vacío es para rato y puede ser bastante fértil. Al terminar la cuarentena de marzo-abril, elegiremos con votos no un caudillo, sino un presidente más de una larga lista que nos viene.

A la espera de las elecciones de mañana, hemos vivido quizá uno de los meses más largos de nuestra historia reciente. Resultó después de todo, como saldo, que algo de estómago tuvimos. Los muertos los puso mayormente el drama social de la violencia en manos del hampa. Lo que no me queda claro es hasta qué punto estamos preparados para lo que viene. Hasta qué punto aprovechamos realmente nuestra cuarentena, nuestro vacío. Hasta qué punto vamos a atrevernos a admitir cada cual que el país adversario existe más allá de nuestros cuentos de hadas y de brujas.

Si algo no les gusta, mírenlo de frente. Si algo no lo entienden, mírenlo de frente. No lo acepten de una, pero tampoco lo escupan con risas seguras de cartilla. Debemos dejar de vivir en negaciones. Desde los que ven fandangos de negros en las marchas o concentraciones chavistas —y luego reculan irresponsablemente diciendo que no existe racismo en Venezuela y que sigamos la receta preparada para la interpretación circunstancial e inocua de sus textos—, hasta los que del otro lado nos llaman “minorías” a los millones que no adoramos ni adoraremos a Chávez y que este 14 de abril votaremos por otra opción. Yo quiero seguir en Internet, y ver y leer, gente que me cause descontento. Yo quiero poder hablar con los que me causan descontento y llegar a algo: a veces consensos, a veces nada, a veces resultados más complejos. Señores.

Vienen años duros. Vamos a tener que aprender a pelearnos. A caimanear a lo duro y a lo bueno, sin tanto destruir por destruir, ni tanto odiar por odiar. No podemos ser sólo un ejercicio permanente de odio. Así no vamos a construir ninguna patria de bolívar ni de ocho cuartos. Si la intolerancia liberadora que muchos intelectuales chavistas pregonan implica tener estómagos demasiado delicados y experimentar vomitadas demasiado violentas, allí las cosas se nos vas a tornar feas. No defiendo las tolerancias ciegas. En los empujones se nos va la mano. No reconocemos las caras. No se miran las caras. Y eso nos hace falta.

A palabras necias o sectarias oídos sólo en apariencia sordos. A menos que uno sea medio estúpido. Quizá eso ayude. No se trata de tolerar todo, de ser todos felices en una sociedad de teletubbies o alabanzas al santo caudillo o al gerente insigne, que nos guíen como mansas ovejas mientras gritamos las consignas del Ministerios de Comunicación e Información o de la bolsa de valores. Se trata de fortalecer estómagos para mirar lo que no queremos ver.

Hay amigos y conocidos del chavismo que se refugian en querer creer que la gente oposición somos en 90% racistas, sifrinos, hijitos de papa, alienados consumistas o gente que le dio las espaldas al país, o  sifrinitos desclasados wanabé. Es un error muy grande el que comenten. Profundo. Ganemos o no los opositores las elecciones del 14, si el chavismo no termina de procesar qué significa que más de 7 millones de votantes lo adversen, van a incurrir en un error profundo, van a entrar en un pantano. Muchos chavistas actúan como si más de 7 millones de adversarios, 95% de los cuales no son oligarquía ni nada de eso, no existieran.

En Venezuela, el uso de la palabra “minoría” para referirse a la oposición tiene un sentido perverso e implica altas dosis de ceguera política. Las elecciones sirven, entre otras cosas, para elegir al presidente por 6 años, pero nunca pueden ser la excusa para olvidar a la otra mitad del país. Esa parte, más o menos la mitad, es mucho más que una “minoría”.

Pero eso es sólo una cara del problema. Venezuela sufre de muchas cegueras raciales, de clase, de refugio ilusorio, de burbuja, de cortoplacismo. A todos nos hace falta reflexión y antiácido político. Si no, ni el que gane ni el que pierda se va a salvar de la gastritis de realidad que le van a entrar en cualquier punto cercano de nuestra historia, por intolerancia a la lactosa del tiempo. En momentos como este en Venezuela entiendo que mucha gente se refugie en la palabra «nosotros». Pero tampoco hay que ser tan bolsas como para estar ciegos a las fisuras que esa palabra implica siempre.

Cerca ya de las elecciones del 14, hay mucho activismo en las redes de lado y lado. Mucho miedo a lo distinto o a la continuidad. Las elecciones ya no son iguales. Ya no es 2012 y, sobre todo (aunque muchos no lo entiendan), ya no es 2002. En la calle se escuchan cosas inesperadas de gente inesperada. Chistes van y viene. Caras preocupadas. Desazones. El voto todavía está en la conciencia de cada quien. En algunos casos muy bien guardado. No tan a la vista de las militancias como algunos quisieran: fanáticos del ojo que todo lo ve. Pase lo que pase, siempre habrá alguien que se sorprenda del resultado. Insisto, estas elecciones son distintas. Se respira por todos lados. Creo que van a estar cerradas.

Sé que son muchos los venezolanos que se quitarán el bigote frente a la máquina de votación. Lo celebro, pero sobre todo celebro que nos mediremos con votos y no con balas o con piedras. Ya veremos el resultado. Espero que muchos quedemos sorprendidos y que algo entendamos de este marzo-abril que todavía nos recorre.

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