La puesta en escena de Maduro denota un claro vicio de dependencia mediática con el antiguo modelo implantado por Chávez.
Nicolás sueña con la fantasía de remedarlo con credibilidad y perpetuarlo en el tiempo, como el Mago de Oz.
Pero su colchón audiovisual tiene muchas costuras y agujeros.
Por allí sigue perdiendo y dilapidando el rating conquistado por su predecesor.
Los primeros números de audiencia del hombre del bigote denotan un progresivo y alarmante descenso.
La gente lo enciende y después lo apaga, por puro aburrimiento.
Se cansan de sus rutinas repetidas, de sus chistes malos, de sus fallidos intentos por lucir inteligente, carismático y firme.
Le convendría ocultarse e intentar complacer a su audiencia.
Sin embargo, el ego, la torpeza y la ambición hegemónica del gobierno son muy grandes, como para reconocer el fracaso de su actor de reemplazo en sustitución del protagonista de la telenovela.
En su afán por inyectarle un poco de frescura y seriedad al asunto, los asesores de imagen lo visten con saco y corbata, retomando el código de etiqueta de cuando era canciller.
En consecuencia, el público de galería se confunde, al no saber distinguir al Maduro populista de los monos de Fidel del Nicolás con aspecto de maniquí de vitrina de Dorsay.
Otro alarde semiótico lo representa la manía de fotografiarlo desde abajo, resaltando su tamaño y figura. Con todo, el signo se agota y quema con velocidad, provocando distancia y rechazo a la autoridad. Tampoco le funciona el tono de voz entre impostado y prepotente, como de locutor amateur o narrador de mangas de coleo.
Por último, fatiga la expresión invariable de su semblante pavoso. Ni hablar de su parlamento, fácil de desmontar.
En consecuencia, la pantalla registra y documenta su erosión como estatua con pies de barro.
Le costará un mundo sostenerse a corto plazo.
Acentúa la crisis de ingobernabilidad.