RECORDANDO SIN IRA. DOS SIGLOS DE FRACASO ARGENTINO.
POR CARLOS SCHULMAISTER
Luego de dos siglos de existencia independiente la sociedad argentina se halla inaugurando el último fracaso, pese a la tremenda inversión gubernamental (con cargo a la sociedad argentina) para maquillar esa decadente realidad que parece ser nuestro ominoso sino. Los fuegos fatuos del triunfalismo gubernamental se encienden renovadamente para consumo de la gilada, pero cada vez duran menos, cayendo pronto en el olvido sin pena ni gloria.
Ni bisagra, ni esquina, ni trampolín de la historia. Sólo un agujero negro que se traga el futuro a costa de un presente cada vez más insípido que supera al inmediato anterior, sobre todo en la destrucción de nuestro sistema político institucional. Ésa es la realidad argentina.
En consecuencia, nulo crecimiento de la conciencia republicana de los argentinos. ¡Y ya se sabe que si no hay libertad tampoco puede haber plato de lentejas! Salvo por el poco tiempo que lo permita el escuálido proceso de subsidio para unos y confiscación para otros.
Millones de personas que piensan con autonomía (aunque muchas de ellas se callen en público por conveniencia) intentan comprender qué es lo que nos pasa como sociedad, por qué nos pasa eso que los de afuera reconocen mientras que acá somos los últimos en percibirlo. Pero por más esfuerzos que acometan… un doloroso “¡no hay caso, es inútil…!” corona cada nuevo intento.
Cincuenta años desaprovechados fueron los primeros que sucedieron al Mayo continental. Estancamiento y feudalismo, cerrazón y resentimientos se convirtieron en la esencia del ser nacional para el nacionalismo católico. En realidad, renuncia al progreso y a la vez entreguismo fue el destino manifiesto de una seudo clase con olor a bosta que devino seudoliberal en lo político y conservadora en lo económico.
Si a fines del siglo XIX y pesar de tanta sinrazón Argentina crecía ello era posible gracias a dos fenómenos relativamente al margen de la historia central de facciones, pues uno fue la creación de escuelas primarias y secundarias, o sea la educación, esa transformación lenta pero estratégica de las personas y de la sociedad, y el otro la llegada de millones de inmigrantes en busca de trabajo.
Ambos constituyeron el motor del progreso real de aquellos tiempos, completado más tarde con la ley Sáenz Peña de voto secreto, universal y obligatorio. Y sin embargo, las clases dirigentes no vieron con mucho entusiasmo esos procesos. Antes bien, pensaron que ellos les moverían el piso.
Ergo, el progreso no llegó principalmente por planificación de políticas gubernamentales, como debía haber sido, ni por la inteligencia y capacidad de las fuerzas económicas, ni por el carácter visionario de los partidos políticos, salvo durante el largo período hegemónico del roquismo, sino que fructificó rápidamente por acumulación de esfuerzos particulares de hombres de carne y hueso de los sectores sociales mayoritariamente pobres y sin educación, que lucharon a brazo partido por conquistar un cacho de sol en la vereda de la naciente república. Y porque esa lucha contaba a su favor con el respeto y la valoración universal de la cultura del trabajo y del bien.
En esas épocas los pobres de Europa venían a la Argentina a levantar la cosecha fina y llevar dinero fresco al regreso. Aquellos tres grandes fenómenos sociopolíticoeconómicos transcurrieron durante los gobiernos de aquella oligarquía quedada que no se animó a convertirse en burguesía como debería haber sucedido por lógica. Y sin embargo, la Argentina crecía mientras la otrora grande Madre Patria, un siglo después de Mayo, marchaba a contramano de la historia prolongando su agonía secular.
Hoy es un lugar común decir, sobre todo entre los muchachos de posibles que buscan insertarse en el mercado laboral mediante alguna canonjía del estado, que “esa oligarquía no redistribuía con sentido incluyente la riqueza…” Cliché victimista y lacrimógeno que integra el relato oficial del populismo desde 1943 a la fecha, largo período en el que la historia argentina cedió su lugar a la lucha de relatos contrapuestos imposibilitando la toma de conciencia general que el manejo político racional de la realidad conlleva como requerimiento imprescindible.
Lo cierto es que pese a todos los clichés populistas, al uso desde entonces, y pese a su empaque digno de mejores fundamentos, Argentina se destacaba entre sus hermanas por tener el mayor producto bruto per capita al interior de un sistema de dependencia económica y cultural de Gran Bretaña, mientras que España prolongaba su agonía estructural de largos siglos.
Una próspera región litoral pampeana se balanceaba con un interior poco desarrollado y a menudo inviable como sustentáculo económico social de una república pretendidamente liberal en su factura constitucional. El esquema productivo beneficiaba a una minúscula oligarquía que retenía a toda costa el gobierno para retener y amplificar su poder. Le resultaba fácil hacerlo, no tenía que pensar por si misma y nunca quiso hacerlo [“nuestros amigos ingleses lo hacen por nosotros”] pues las ventajas comparativas serían eternas…
Entre tanto ejercía su cuota dominante de violencia y explotación principalmente en el mundo rural, especialmente con los indígenas, también con los escasos sobrevivientes negros de la esclavitud, con los mestizos y los escasos criollos que aún quedaban. Entre tanto, los salarios de la incipiente industria eran espantosamente miserables y el hambre y las enfermedades eran un signo constante de la vida en todas partes.
Y sin embargo, insisto, la fiebre de progreso y el espíritu de modernidad se expandían y seguían atrayendo gente de una Europa hambrienta y asustada pese a que aquí también subsistían espacios con condiciones feudales.
Poco después, el revisionismo histórico -el primero de una serie que pudo haber sido iniciada anteriormente por otros agentes supuestamente mejor preparados intelectualmente, pero que no lo fue- dio una explicación a la situación desde el punto de vista de los intereses de una nación que para serlo no debía desmentir en la realidad cotidiana su pretendida condición soberana.
Nativos e inmigrantes de baja extracción social, educados políticamente en el primer partido de masas que fue la UCR, tras el fracaso de su gobierno presentían en los años treinta un cambio profundo cuyo adviento estaba próximo: el peronismo, percibido durante muchas décadas como la etapa mágica de nuestra historia, proceso que entre otras perplejidades e incomodidades aún no permite responder serenamente lo que a primera vista parece constituir un sacrilegio más que una disyuntiva pese al tiempo transcurrido desde su desaparición: si Perón fue más grande que el peronismo o viceversa, ni cuál de estos dos factores históricos tuvo por si mismo mayor legitimidad política y moral.
Es que el miedo a los sacrilegios del pensamiento suele generar mucha culpa anticipada que resulta paralizante para el propio pensamiento. De ahí tanto predicamento del “pensamiento políticamente correcto”, más suave, menos complicado, más edificante…
Que entre 1945 y 1955 existió una Argentina Grande, grande en realizaciones y proyecciones sobre todo teniendo en cuenta el escaso tiempo insumido en su despliegue es algo absolutamente cierto, pero también constituye un exceso del lenguaje toda vez que nada es cierto si no es sustentable, y nada en política y economía es sustentable si no se lleva a cabo en paz y armonía. La historia lo demuestra en todo tiempo y lugar a partir de la experiencia real de las naciones.
Aquello no fue un proceso armónico. Los triunfos más bien pírricos potenciaron afanes de gloria y victoria y éstos las consiguientes actitudes de revancha de sectores demonizados, como ocurre siempre con los procesos que buscan ser “atajos” de la historia. Dialéctica que una vez más ensombreció la más gran posibilidad histórica de transformación cuando las peores lógicas y supuestos de la república liberal decimonónica resucitaron renovando los antagonismos estructurales expresados un siglo antes en la batalla de Caseros.
Tratándose de posiciones polares, inconciliables de hecho pese al carácter conciliatorio de clases que doctrinariamente asumía el justicialismo pero que en los hechos rápidamente se tornó excluyente de quienes reputaba como enemigos, la resolución del conflicto era inevitable y previsible con la lógica consecuencia de que una potencial transformación mayor se esfumó entonces.
De allí en más, la Argentina fue furgón de cola del mercado mundial, y esa oligarquía que no pensaba se apoyó de nuevo en el Ejército que se decía “hijo de San Martín” pero que verdaderamente reflejaba a Lamadrid: “espada sin cabeza”. En el nuevo escenario del poder mundial las clases dirigenciales argentinas no dejaban de hacer diagnósticos, de rotular situaciones, de crear nuevas categorías de análisis socioeconómico y de ensayar apreciaciones geopolíticas cuya verosimilitud no pasaba de dos años… siendo optimistas. Lógicamente, todo atisbo de decencia y de razón era borrado de la escena institucional.
Dos oquedades mentales no hacen una cabeza. Esa Argentina que cincuenta años atrás, y aún menos todavía, había estado a la cabeza de América latina fue inducida por la suma de las incapacidades políticas, empresariales y militares, bendecidas por una curia tradicionalmente conservadora y oportunista, a convertir los planteos de la guerra fría en guerra caliente de carácter permanente al interior de Argentina para impedir así la república y la democracia reales, únicas vallas verdaderas contra los dislates de cualquier tipo. Y todo con la estúpida excusa de que un enemigo global nos infiltraba; “enemigo” que curiosamente fue el mejor apoyo ideológico del Proceso de Reorganización Nacional, el período más caliente de la alianza dictatorial.
Y conste que no mencioné para nada las políticas yankees y todo ese juego dialéctico perfectamente articulado pero falso, pues es realmente bochornoso que nos golpeemos el pecho en nombre de la soberanía popular y nacional cuando nos conviene y cuando no hagamos lobby y vendamos nuestros votos en el Congreso a los intereses extranjeros. La culpa no la tiene el chancho, sino el que le da de comer en un país donde estafar al estado es el deporte nacional de políticos, economistas y sindicalistas
Entretanto, la espada de Damocles representada por la conocida tesis de que los movimientos carismáticos duran lo que la vida de sus líderes llevó a los “herramentólogos” peronistas (término derivado del latín ferrum, fierro en criollo) a desarrollar la tesis esencialista de “la necesaria construcción de la herramienta popular…” que supuestamente habría de superar el peligro de la metralla convencional enemiga y concretar definitivamente la “revolución inconclusa”. Todo en coincidencia con tantas expectativas milenaristas, de adentro y de afuera del peronismo, de la Argentina y del mundo.
Finalmente llegó la peor tormenta que hasta hoy se conoce en América latina. Y luego, con lo que quedó en pie salió el sol otra vez y así retornamos a la vida política institucional. Los resultados de las elecciones nacionales de 1983 representaron el comienzo auspicioso del reflujo del ciclo de la magia y la irracionalidad del pasado reciente (y no va para la banda de Lopez Rega solamente), cargado de soberbia y triunfalismo.
Millones de peronistas sólidamente adoctrinados y convencidos de representar el único camino correcto hacia el Bien experimentaron la dolorosa vergüenza de mirarse en las caras sonrientes de otros extraños a su mitología, pudiendo iniciar así una saludable y reparadora catarsis, fruto del agotamiento y la frustración colectiva tanto como de haber aprendido a reconocer por primera vez nuestras grandes responsabilidades, nuestras contradicciones y miserias, las del campo popular quiero decir.
El histórico resurgimiento del sentimiento patriótico y cívico de carácter horizontal –no vertical ni metafísico- expresó fabulosas energías populares recompuestas desde otro lado del campo popular, encabezado ahora por un partido político al que la ex mayoría popular había terminado despreciando y descalificando. Eso profundizó el trauma de los vencidos, quienes jamás se atrevieron a discutir racionalmente acerca de la descomposición del “más grande partido de masas de América”, el suyo propio, por lo menos hasta muy poco tiempo antes.
Mientras tanto, quienes siempre habían creído tener la piedra filosofal en sus manos hacían mutis por el foro, en tanto se reducía la ingenuidad voluntariosa basada en la “herramienta” y esto pese a que la mayoría de los epistemólogos revolucionarios postperonistas recompusieran una y otra vez, con la habilidad y el entusiasmo que los caracteriza, los análisis exculpatorios de sus propios fracasos, amparándose en las nuevas variables mundiales en juego antes que verse aplastados por ellas.
Desgraciadamente para los argentinos, contradicciones propias y ajenas provocaron el fracaso de aquella experiencia, lo cual sirvió para reconocer que estábamos ante una nueva clase de democracia calificada -no en sentido aristocrático, sino por la necesidad de calificarla sucesivamente-: limitada, formal, restringida, resignada, prebendaria, etc, etc., calificaciones que inmediatamente aceptamos como consustanciales a la democracia, en lugar de pretender de ésta más cantidad y mejor calidad.
Y entonces reapareció una nueva especie de magia que concitaba fervorosos entusiasmos y adhesiones con la pretensión de que debíamos estar disponibles para gozar en vez de sufrir por causa de nuestras características psicoespirituales o temperamentales. Un nuevo Akenatón proponía una reforma política que para ello debía ir acompañada de una reforma religiosa en los supuestos político-ideológicos de la vieja religión política popular.
Si esos supuestos eran realmente ciertos, o en qué medida supuestamente lo eran, nunca se discutió, por lo cual aún no se sabe si el fracaso que sobrevino casi al final de la década obedeció a la naturaleza de la reforma o a la incapacidad y torpezas del reformador. Bueno, sí se sabe…
Aquel pueblo peronista, Pueblo Elegido por Dios por la supuesta superioridad moral de su ideario, que creía tener asignada una misión trascendente en la historia, al punto de postular la muerte como vía para zanjar diferencias entre compatriotas, demostró tener convicciones muy frágiles porque el pasaje requerido se llevó a cabo incluso lujuriosamente con abrazos múltiples con los antiguos fusiladores del 55. A cambio de nuevas chucherías, los peronistas, ¡los mejores hijos de la Patria según el mito hegemónico! , pasaron a sostener el opuesto ideológico de su doctrina política, sin la menor discusión previa y delegando incondicionalmente todo el poder ciudadano en el Sátrapa musulmán y sus 40 mil ladrones. ¡No era nesario…! Resultado: nuevo fracaso y nueva y acelerada diáspora de tanta buena gente sorprendida en su buena fe.
Nuevas infamias, miserias y corrupciones públicas acumuladas continuaron agotando la paciencia de los argentinos y lo que es peor aun minando la fe, las expectativas, la energía potencial disponible para la lucha continuada por el bien común hicieron estallar la bronca popular con un grito casi unánime: ¡que se vayan todos!
Pero nadie se fue. Luego de un interregno insustancial pero complicado y peligroso, la decadencia de Argentina y el riesgo de anomia apenas pudo detenerse transitoriamente antes del cataclismo definitivo.
Después de la caída sólo queda rebotar: de modo que no cabía otra cosa que hacer las cosas bien. Todo estaba naturalmente listo para producir un estadista que resucitara el entusiasmo por la vida pública, por la participación social y por un nuevo reencuentro entre todos los argentinos y entre éstos y el mundo.
Un estadista es alguien con inteligencia, bonhomía, capacidad de diálogo, con un liderazgo democrático, respetuoso y respetable que no imponga sino concierte colectivamente, especialmente un proyecto político que tenga en cuenta los intereses de Argentina en su conjunto.
Pero lo más deseado y necesario era que tuviera la suficiente determinación para cerrar un capítulo nefasto, ¡qué digo… un tomo, una enciclopedia!, dos siglos de desencuentros y frustraciones, mediante la revalorización real del sistema republicano y la corrección de sus zonas oscuras. En una palabra, que acabara con el populismo y el hiperpresidencialismo, que consagrara el ejercicio de la democracia participativa mediante el juego libre de las instituciones. Y sobre todo, que aún después de un Nunca más más riguroso aún frente al pasado, acordara y nos recordara hacia el futuro un Nunca más a la violencia de ningún tipo ni con ninguna excusa. Y que cumpliera.
Pero sólo llegaron renovadas propuestas de caciquismos, caudillismos y eventualmente ¡liderazgos!, como si esto último fuera la Salvación. Como era previsible, retornó la dialéctica amigo-enemigo y las tesis conspiracionistas de la historia.
Y así estamos hoy, en 2013, con el peor gobierno de la historia argentina que ha dejado al demonio de los noventas a la altura de un poroto.
Hoy, año 2013, Argentina continúa esperando un estadista que realmente ponga una bisagra en la historia en lugar de facilitar el “más de los mismo” que nos agobia como un cáncer. Sería bueno que apareciera antes del inminente fracaso, pues todo nuevo fracaso, igual que sucede con las exigencias de toda nueva dictadura para tener credibilidad, ha de ser, necesariamente, cada vez más despiadada. Por lo tanto, remontar la cuesta, eventualmente, ha de resultar casi sobrehumano.
o0o o0o o0o